Название: Alfonso XIII y la crisis de la Restauración
Автор: Carlos Seco Serrano
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia y Biografías
isbn: 9788432154157
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En segundo término, el progreso económico —el incremento de las fuentes de producción—. La economía agraria entra ahora en una fase expansiva, estimulada desde 1914 por el alza de precios que trae la guerra mundial, y —en cuanto a las causas de índole permanente—, por lo que Vicens Vives ha llamado «revolución técnica de comienzos del siglo XX»: mejora de la maquinaria agrícola, difusión de los abonos químicos, triunfo de la doctrina del regadío.
En tres sentidos —he escrito en otro lugar— se manifiesta la expansión de la economía agrícola: en un crecimiento continuo de la explotación cerealística —que poco a poco va aproximándose a una adecuación completa con las necesidades del mercado interior—; en una recuperación del viñedo, después del terrible golpe de la filoxera (1892), y en una situación floreciente del olivo; y sobre todo, en el acceso de los cultivos de regadío a los primeros lugares de la producción agrícola y de las exportaciones nacionales —la política hidráulica, no se olvide, es una de las obsesiones de Costa, en las fechas finales del siglo XIX; un animoso ministro de Alfonso XIII, Rafael Gasset, se esforzará en traducirla en proyectos que enlazan, ya en los años treinta, con el notable plan de obras hidráulicas trazado, en plena república, por el ingeniero Manuel Lorenzo Pardo—. Protagonista de esta transformación hacia el regadío es la naranja, que en el decenio 1920-1930 ha de ocupar el primer puesto entre los géneros españoles de exportación. Claro es que el ritmo de producción se sincroniza con la demanda del mercado mundial, que ofrece dos buenas coyunturas (1890-1914 y 1920-1930). Durante la primera, se alcanza una cifra próxima a los seis millones de quintales (1913). Después del fuerte descenso provocado por la guerra de 1914-1918, la recuperación se hace rapidísima, a partir de 1920; en el año final del reinado se llega a los 10 840 000 quintales. Solo en la etapa siguiente, mercado y producción se verán afectados por la crisis mundial... Puede decirse, por ello, que el reinado de Alfonso XIII es la edad de oro de la naranja española; lo que implica el empuje económico y vital de Levante, encarnado en la robusta expresión literaria de Blasco Ibáñez, o en el estallido de energía y optimismo desplegados por la paleta de Joaquín Sorolla: fuerte contraste con el subjetivismo tenebrista del 98[1].
Por supuesto, no es la naranja el único artículo que se beneficia de la gran expansión del regadío. Junto a ella hay que situar la remolacha azucarera —el notable aumento de sus áreas de cultivo es una consecuencia positiva de la pérdida del azúcar cubano—; y toda la rica gama de los frutales.
En otro orden de cosas, ha de señalarse, aunque su ritmo de crecimiento no sea idéntico al de la agricultura, un notable desarrollo de la cabaña nacional. En los años finales de esta etapa, agricultura y ganadería representan la tercera parte del patrimonio y de la renta nacionales: «España —resume Vicens Vives— continuaba siendo mi país agrícola subdesarrollado, pero estaba en trance de pasar a una etapa mejor con la extensión del regadío y la expansión de los cultivos de exportación»[2].
Por lo demás, el desarrollo agropecuario no excluye un relativo florecimiento de las industrias extractivas y fabriles. Aunque destronado por la naranja del primer puesto en las partidas de exportación, el hierro —que había alcanzado sus cifras máximas de producción en los primeros tiempos del reinado— logra, a partir de la dictadura, tras el sensible descenso de los años 20-21 —en el que le acompañó otro mineral clave en la balanza comercial, el plomo—, una recuperación notable que solo se verá frenada por la crisis mundial de 1929. En cuanto a la industria siderúrgica, alcanza su coyuntura áurea durante la Primera Guerra Mundial: todavía hoy, una visita a la ría de Bilbao pone de manifiesto ante nuestros ojos lo que fueron para el País Vasco —para la fuerte burguesía industrial y financiera del País Vasco— los años del reinado de Alfonso XIII[3]. De la misma circunstancia favorable se beneficiarían las cuencas hulleras inmediatas[4]; presionadas estas últimas por un extraordinario aumento en el consumo de energía eléctrica —entre 1900 y 1920 se sextuplica la potencia instalada; el consumo de electricidad se quintuplica—.
Quizás el sector económico más afectado por la pérdida de las Antillas fuera el de la industria textil catalana. Dos hechos vinieron a revitalizarlo: el arancel de 1906, que reservó a los fabricantes el mercado interior[5]; y el extraordinario aumento de la demanda exterior, que supuso la Gran Guerra (la sacudida de las importaciones de algodón proporciona un índice muy claro: 84 000 toneladas de 1914 a cerca de 180 000 en los años que siguieron hasta 1919). Ritmo aún más fabuloso tomó la industria del papel —favorecida por el hecho de que la neutralidad de Suecia y Noruega garantizaba la importación de materia prima—. El precio del quintal de papel pasaría de 38 a 110 pesetas entre 1914 y 1918[6].
La crisis de 1921 —pérdida de los mercados nuevos, e incluso de algunos antiguos—, seria lógica consecuencia de la recuperación de las potencias combatientes tras el advenimiento de la paz. Pero el bache pudo salvarse: la dictadura de Primo de Rivera, que acentuó el proteccionismo y desplegó un amplio programa de obras públicas, abriendo paso resueltamente a las inversiones extranjeras —y que contaba desde 1922 con un nuevo arancel a gusto de los empresarios españoles—, permitió asegurar, acentuándolo, el ritmo del progreso hasta el comienzo de la crisis mundial.
Las alternativas del comercio exterior son paralelas a las que experimenta la producción, según acabamos de ver, en relación con las circunstancias internacionales y las iniciativas internas. La balanza comercial, muy ajustada después de los presupuestos deflacionistas de Fernández Villaverde, mantiene casi su equilibrio a lo largo de toda la etapa —salvo los años insólitos de la guerra mundial—; en efecto, el déficit es apenas perceptible hasta 1914: alrededor de 100 millones anuales sobre un volumen total de 2000 millones (aunque ya en 1913 ha alcanzado los 230,5 millones); en 1914 no rebasa los 144. A partir de 1923, una coyuntura favorable triplica el volumen del comercio exterior (5800 millones de pesetas oro en 1928), si bien crece también de manera alarmante el desnivel de la balanza a favor de las importaciones: entre 1921 y 1924, el saldo anual supone una pérdida de 1200 a 1300 millones de pesetas. Sin embargo, observa Vicens Vives, «esta riada de oro que salió de España se justifica por la necesidad de adquirir bienes de equipo y de consumo después del enriquecimiento inesperado de la Primera Guerra Mundial»[7]. La brillante obra económica de la dictadura acabó suscitando un despegue inflacionista en el que incidió, con fatales repercusiones para la estabilidad del régimen, el impacto de la crisis mundial iniciada en 1929.
El auge económico había de traducirse en una notable evolución social traducida en la dinámica de la población activa, que a finales del reinado estaba aproximándose a las fronteras del desarrollo. En efecto, si hasta 1910 las actividades agrarias absorben a más de dos tercios de la población activa, «a partir de entonces, en un proceso de doble significación, absoluta y relativa —subraya el profesor Martínez Cuadrado—, la población agraria decrece constantemente hasta por lo menos 1930, para hacerse regresivo (este ritmo) después de la guerra civil». En 1910, el 66 por 100 de la población activa —integrada entonces por 7 091 321 personas— permanecía arraigado en el campo (sector primario); el sector secundario no rebasaba de un 15,82 por 100 y el terciario de un 18,18 por 100. En 1930, la población activa se cifraba en 8 408 375; el sector primario había bajado a un 45,51 por 100 (3 826 510 almas); el secundario alcanzaba un 25,51 por 100 (2 229 343), y al 27,98 por 100 el terciario (2 352 522). Sumados los últimos sectores, secundario y terciario, rebasaban pues, ampliamente, al sector primario[8]. «El nivel de 1930 —escribe Martínez Cuadrado, comentando estas cifras— distaba mucho del alcanzado por países avanzados en la industrialización, pero el hecho nuevo radicaba en que desde 1910 un verdadero despegue había permitido situarse al sector agrario y al propiamente industrial en porcentajes de población ocupada semejantes al de Francia entre 1880 y 1890, y en proporción equivalente respecto de Italia»[9]. Conviene subrayar que la guerra civil imprimiría un retroceso «ruralizador» del que solo se comenzó a salir —recuperando los niveles de 1930— en la década de los cincuenta.
Hemos hablado, en fin, de una tercera constante de desarrollo: la que en el mundo del espíritu abraza las creaciones literarias СКАЧАТЬ