Alfonso XIII y la crisis de la Restauración. Carlos Seco Serrano
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СКАЧАТЬ Galdós, la Pardo Bazán, Clarín, Menéndez Pelayo, de una parte; de otra, la que al despuntar el siglo se divide en un doble cauce —el que llena la comente modernista; el que prestigia la llamada generación del 98, a que ya nos hemos referido—. En el máximo estilista del grupo, Ramón del Valle-Inclán, se percibe claramente el impacto del «modernismo» rubeniano; modernista es, en sus comienzos, el benjamín de aquella generación, Juan Ramón Jiménez; y en la misma corriente se encuadra, en cierto modo, el gran renovador de la escena, Jacinto Benavente. En cambio, están muy distantes de ella la despeinada y robusta expresión literaria de Baraja, el temblor humano de Machado, la «agonía» de Unamuno o la delicada sobriedad de Azorín. Claramente diferenciada de ambas facetas literarias, destaca en Cataluña la figura del gran poeta y prosista bilingüe Maragall, en cuya obra extraordinaria culmina la onda de la Renaixenga.

      En torno a 1914 vendrá a sumarse a estos espléndidos equipos intelectuales una nueva promoción literaria, volcada fundamentalmente a la labor universitaria o al ensayismo filosófico —Ortega, D’Ors, Marañón, Madariaga, Riba, Asín, Azaña...—. Muy próximo a Clarín, y compartiendo con Baraja el cetro de la novelística española posterior a Galdós, despliega su labor Pérez de Ayala. Y todavía en plena dictadura, aflorará el prodigioso brote de poetas de la «generación de 1927»: Lorca, Alberti, Guillen, Dámaso Alonso, Diego, Cernuda...

      Idéntico auge en el campo de las artes plásticas. En arquitectura, el despertar del siglo lleva el sello del modernismo catalán —en el que descuella el genio extraordinario de Gaudí—. Coinciden, en la escultura, la corriente clasicista de Ciará, el espumoso impresionismo de Benlliure, la sobria plástica de Julio Antonio. Y en pintura, el estallido luminoso y colorista de Sorolla, la preocupación intelectual de Zuloaga, van a dar paso, a través de la interesante figura «puente» de Nonell, a los nuevos caminos abiertos, de cara a Europa, por Gutiérrez Solana, Picasso, Miró, Juan Gris...

      En fin, la música alcanza cumbres insospechadas en la obra de Granados, de Albéniz, de Falla sobre todo, cuyas creaciones, perfectamente situadas dentro de las corrientes universales del momento, se matizan con inconfundible acento español, elevándose a gran altura sobre la banalidad, brillante pero poco profunda, de las partituras de zarzuela, en apogeo también durante la fase transicional entre ambos siglos (Caballero, Bretón, Chueca, Chapí, Vives, Usandizaga...).

      Necesidad de dar autenticidad al sistema político —teóricamente, una democracia coronada—, revitalizando a los partidos y apelando a la conciencia —insensibilizada por las viciadas prácticas del sufragio— de la masa neutra: de las clases medias de la ciudad y del campo, emancipándolas de las viejas oligarquías dominantes.

      Atención simultánea a las reivindicaciones del sector obrero, en buena parte enmarcado en los cuadros socialistas.

      A la larga, integración en el sistema de la Restauración de dos polos de la sociedad española marginales al mecanismo de los partidos turnantes: de un lado, la socialdemocracia, cauce de un amplísimo sector proletario; de otro, las corrientes autonomistas, vinculadas a los núcleos burgueses más fuertes del país.

      El primero y segundo de estos puntos programáticos quedaban implicados en el revisionismo posterior al Desastre —es decir, la búsqueda de una España viva tras los telones de la España oficial—. El tercero suponía una síntesis entre los dos ciclos revolucionarios en que, como ya indicamos, se parte la Edad Contemporánea. Para salvar las lógicas tensiones inevitables en el proceso, se hacía necesario, en fin, prestar una atención especialísima a dos fuerzas sociales eminentemente representativas de la conciencia tradicional del país, adecuándolas a las exigencias del tiempo. Me refiero a la Iglesia y al ejército.

      Pero convendremos en que toda esta brillante síntesis es, cuando menos, discutible, a poco que nos detengamos a examinar los auténticos planteamientos de la continuada crisis del reinado —sustancialmente, el doble fracaso a que antes nos hemos referido—: discutible la atribución al rey del hundimiento de Maura, olvidando los errores y las intransigencias del político mallorquín; discutible la gratuita suposición de que el liberalismo de Romanones era el único grato al monarca, saltando por encima de un hecho incontestable, el apoyo de aquel a Canalejas; discutible atribuir al «palatino Dato» el alzamiento contra su jefe, ignorando que si hubo un efectivo «pronunciamiento» fue el de Maura, según la certera frase de Ortega —«un pronunciado de levita»—; desde luego inexacta, en fin la afirmación que remata toda esta catilinaria: la atribución a don Alfonso de la aventura dictatorial («el golpe de Estado que promovió el rey», según Francisco de Ayala).