Название: Alfonso XIII y la crisis de la Restauración
Автор: Carlos Seco Serrano
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia y Biografías
isbn: 9788432154157
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En torno a 1914 vendrá a sumarse a estos espléndidos equipos intelectuales una nueva promoción literaria, volcada fundamentalmente a la labor universitaria o al ensayismo filosófico —Ortega, D’Ors, Marañón, Madariaga, Riba, Asín, Azaña...—. Muy próximo a Clarín, y compartiendo con Baraja el cetro de la novelística española posterior a Galdós, despliega su labor Pérez de Ayala. Y todavía en plena dictadura, aflorará el prodigioso brote de poetas de la «generación de 1927»: Lorca, Alberti, Guillen, Dámaso Alonso, Diego, Cernuda...
Idéntico auge en el campo de las artes plásticas. En arquitectura, el despertar del siglo lleva el sello del modernismo catalán —en el que descuella el genio extraordinario de Gaudí—. Coinciden, en la escultura, la corriente clasicista de Ciará, el espumoso impresionismo de Benlliure, la sobria plástica de Julio Antonio. Y en pintura, el estallido luminoso y colorista de Sorolla, la preocupación intelectual de Zuloaga, van a dar paso, a través de la interesante figura «puente» de Nonell, a los nuevos caminos abiertos, de cara a Europa, por Gutiérrez Solana, Picasso, Miró, Juan Gris...
En fin, la música alcanza cumbres insospechadas en la obra de Granados, de Albéniz, de Falla sobre todo, cuyas creaciones, perfectamente situadas dentro de las corrientes universales del momento, se matizan con inconfundible acento español, elevándose a gran altura sobre la banalidad, brillante pero poco profunda, de las partituras de zarzuela, en apogeo también durante la fase transicional entre ambos siglos (Caballero, Bretón, Chueca, Chapí, Vives, Usandizaga...).
No cabe dudar, a la vista de tal despliegue de realizaciones, manifiesto en todos los órdenes, que la razón asiste a un intelectual antimonárquico, como Madariaga, cuando establece el parangón entre la época de Carlos III y la de Alfonso XIII. Pero también es cierto que durante todo este tercio de siglo el desarrollo demográfico y económico no se equilibra con una mejor distribución de la riqueza; y que el esplendor literario y artístico está muy lejos de reflejar el nivel medio de cultura de mi país afectado todavía en gran escala por el analfabetismo —aunque sea un hecho el eficaz descenso de sus porcentajes, sobre todo en el último decenio del reinado[10]—. Es decir, que el despliegue cultural y económico —el crecimiento de la «España vital»— solo hasta cierto punto se complementa con una evolución de paralelo ritmo en lo que afecta a las viejas y defectuosas estructuras político-sociales. En este sentido, el «problema de España» —sintetizando las distintas contradicciones latentes en la realidad del país, alumbradas súbitamente por el fogonazo del 98— podría hallar su formulación política en el siguiente esquema:
Necesidad de dar autenticidad al sistema político —teóricamente, una democracia coronada—, revitalizando a los partidos y apelando a la conciencia —insensibilizada por las viciadas prácticas del sufragio— de la masa neutra: de las clases medias de la ciudad y del campo, emancipándolas de las viejas oligarquías dominantes.
Atención simultánea a las reivindicaciones del sector obrero, en buena parte enmarcado en los cuadros socialistas.
A la larga, integración en el sistema de la Restauración de dos polos de la sociedad española marginales al mecanismo de los partidos turnantes: de un lado, la socialdemocracia, cauce de un amplísimo sector proletario; de otro, las corrientes autonomistas, vinculadas a los núcleos burgueses más fuertes del país.
El primero y segundo de estos puntos programáticos quedaban implicados en el revisionismo posterior al Desastre —es decir, la búsqueda de una España viva tras los telones de la España oficial—. El tercero suponía una síntesis entre los dos ciclos revolucionarios en que, como ya indicamos, se parte la Edad Contemporánea. Para salvar las lógicas tensiones inevitables en el proceso, se hacía necesario, en fin, prestar una atención especialísima a dos fuerzas sociales eminentemente representativas de la conciencia tradicional del país, adecuándolas a las exigencias del tiempo. Me refiero a la Iglesia y al ejército.
EL ESFUERZO REVISIONISTA DE LA «ESPAÑA OFICIAL»
Junto a todos los aspectos positivos de esta etapa histórica —que tan injustamente se han sumido, según antes recordábamos, en la nebulosa retórica de los «cincuenta años de incuria y abandono»—, el doble ciclo político que ella supone —primero, el intento de fundir la España oficial del canovismo con la masa neutra del país: después, el empeño de sustituir los cuadros políticos canovistas, ya caducados como base de sustentación del sistema, por otros hasta entonces marginales a él—, naufragaría en un fracaso que iba a arrastrar al sistema y al trono. Ese doble fracaso, esa doble frustración ¿se puede atribuir al rey? Tal es la tesis, para apelar a un libro reciente, de Francisco Ayala, que echa de menos para España en el primer cuarto del siglo actual, «un monarca más discreto que Alfonso XIII». En la opinión de Ayala, de no ser por la «indiscreta» intervención del rey, «la presión continua de la opinión pública hacia una democracia auténtica para la cual el país estaba ya maduro, hubiera conducido a la apertura cada vez mayor del régimen, a su ensanchamiento y nacionalización»[11].
Tanto Ayala como su glosador Tovar —este último en su obra, sin duda sugestiva, Universidad y educación de masas—, nos hacen una pintura de los intereses de clase encarnando de nuevo los «obstáculos tradicionales». Son estas fuerzas —escribe Tovar— «las que ejercieron su presión sobre el rey Alfonso, o las que espontáneamente incorporó y personificó. El hecho es que a partir de su mayoría de edad se nota cada vez un crujido mayor en los ejes de la vida política española. Son los años de la destrucción de Maura, de la duplicación y escisión de los partidos, del liberalismo de Romanones con toda la confianza de Palacio, de Dato levantado contra su jefe... Y pulverizados así los débiles partidos, partidos de yernocracia y cunerismo, pero partidos al fin y al cabo, los militares que en el régimen de 1876 habían empezado al fin (con mesianismos, con Polaviejas) a comprender que tenían que ser un mero instrumento de la nación, dan un paso adelante. La crisis del régimen ocurre entre 1909 y 1917. Aparece entonces y se perfila admirablemente un órgano de opinión de las clases que rodean a la monarquía y quieren mantenerla como su abogado, guardián de su mentalidad de privilegio, enemiga de la igualdad ante la ley, principio el más indiscutible del derecho moderno»[12].
Pero convendremos en que toda esta brillante síntesis es, cuando menos, discutible, a poco que nos detengamos a examinar los auténticos planteamientos de la continuada crisis del reinado —sustancialmente, el doble fracaso a que antes nos hemos referido—: discutible la atribución al rey del hundimiento de Maura, olvidando los errores y las intransigencias del político mallorquín; discutible la gratuita suposición de que el liberalismo de Romanones era el único grato al monarca, saltando por encima de un hecho incontestable, el apoyo de aquel a Canalejas; discutible atribuir al «palatino Dato» el alzamiento contra su jefe, ignorando que si hubo un efectivo «pronunciamiento» fue el de Maura, según la certera frase de Ortega —«un pronunciado de levita»—; desde luego inexacta, en fin la afirmación que remata toda esta catilinaria: la atribución a don Alfonso de la aventura dictatorial («el golpe de Estado que promovió el rey», según Francisco de Ayala).
Es necesario hacer un análisis objetivo de la actitud de Alfonso XIII, de su verdadero papel en la crisis de la Restauración; voy, al menos, a intentarlo, aunque confieso СКАЧАТЬ