Название: Alfonso XIII y la crisis de la Restauración
Автор: Carlos Seco Serrano
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia y Biografías
isbn: 9788432154157
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Afirmaba el historiador francés Mousset que Alfonso XIII era uno de los raros soberanos europeos que no sufría la influencia de ningún consejero, porque sus intervenciones se inspiraban siempre en una concepción del interés nacional que escapaba a los cálculos egoístas de los partidos; cosa que —añadamos— no le perdonarían estos, ya fuese Maura o ya Romanones el consejero que no le podía hacer exactamente conservador o liberal. Pese a que sus prejuicios republicanos le impiden una perfecta claridad de visión, no cabe duda de que Madariaga acierta en buena parte cuando escribe: «La mayor parte de los hombres que le rodean ven los movimientos históricos de su nación desde el punto de vista de su propia posición política personal. El rey los ve en relación a la corona y a sus poderes. Como la situación política del rey era la más alta y su interés político el más permanente, los actos reales resultan ser, por tanto, los menos divergentes del interés nacional. Así pues, el político coronado da la impresión no solo de ser el más agudo, sino también el más patriótico de los hombres públicos con quienes hubo de cooperar. Y no vale rechazar esta opinión a la ligera. En ausencia de un criterio objetivo en que apoyarse, el rey no podía adoptar como principio de política otro criterio más seguro que el de la estabilidad de la corona». Similar a este juicio es el que emite Raymond Carr: Alfonso XIII «no cayó totalmente víctima de su manía de grandeza política cuando pensó que la voluntad real era el único factor estable dentro de un sistema fluido de grupos parlamentarios en pugna. Los diplomáticos y los generales antes buscaban en el rey la continuidad de la orientación política, que en las movedizas combinaciones de un conglomerado confuso de jefes de partido independientes...»[14]. Y en esta misma línea se sitúa la observación de Churchill: «Se sintió [Alfonso XIII] el eje fuerte e inconmovible, alrededor del cual giraba la vida española...»[15].
Identificado con su papel de intérprete y polarizador de la voluntad nacional, por encima de la movediza estructura y de los mezquinos intereses de los partidos, don Alfonso, al llegar al trono, se encontró con que las más genuinas atribuciones que la Constitución le reservaba habían sido reducidas a pura teoría por los prohombres del «turno». «Los políticos, los oligarcas políticos de la Restauración, se habían valido de la regencia de su madre para hacerse ellos con las prerrogativas otorgadas a la corona por la Constitución, y habían reducido a una ficción el poder de destituir y nombrar libremente a los ministros. El paralelismo con Jorge III es sorprendente: Alfonso quiso ser un rey y además un rey patriota. Creyó que solo una monarquía que actuase podía evitar la amenaza del republicanismo, que siempre afecta antes al rey que a sus ministros. Como todos los demás, don Alfonso fue un regenerador a su modo; su postura fue la de un rey emprendedor rodeado de una caterva de políticos chochos»[16]. Sin necesidad de acudir a fuentes indirectas, basta con que tengamos en cuenta lo que él mismo dejó consignado, al despuntar el año de su coronación —cuando no era más que un adolescente lleno de ilusiones—, respecto a su misión y a su deber:
En este año me encargaré de las riendas del Estado, acto de mucha trascendencia tal y como están las cosas; porque de mí depende si ha de quedar en España la monarquía o la república. Yo puedo ser un rey que se llene de gloria regenerando la patria, cuyo nombre pase a la Historia como recuerdo imperecedero de su reinado; pero también puedo ser un rey que no gobierne, que sea gobernado por sus ministros, y por fin, puesto en la frontera... Yo espero reinar en España como rey justo... Si Dios quiere, para bien de España...[17].
Hasta el fin de sus días, esta consigna formulada en la fecha más radiante de su vida —la subordinación de los propios intereses, o del interés de la corona, al supremo interés de la patria— supo cumplirla a rajatabla. Cuando, al cabo del ciclo iniciado el 17 de mayo de 1902, las elecciones municipales de abril de 1931 vinieron a demostrarle que las últimas experiencias políticas le habían apartado del afecto de sus súbditos, que el país buscaba caminos marginales a la monarquía para hallar su destino, el rey pronunció una frase magnánima, difícilmente comprensible para los que, en un extremo u otro se consideraban entonces, y se considerarían después, monopolizadores de las «auténticas esencias de la patria». «Espero que no habré de volver, pues ello solamente significaría que el pueblo español no es próspero ni feliz»[18].
No se trataba de una frase de circunstancias, volcada teatralmente, de cara a la Historia o al gran público. En el seno del secreto más riguroso, y en actitud muy diversa a la adoptada por las facciones monárquicas del país, se expresaría de esta manera en conversación confidencial con Gil Robles, cuando este le expuso en 1933 su propósito de llevar hasta el final su experiencia de una república de derechas: «Si con la república puedes salvar a España, tienes la obligación de intentarlo. Ni tu tranquilidad ni mi corona están por encima de los intereses de la patria... Por el bien de España, yo sería el primer republicano...»[19].
Y es que —lo apuntábamos páginas atrás— difícilmente podrá ser comprendido Alfonso XIII si no se le enmarca en la promoción generacional del 98; o, según prefiere algún brillante crítico, en el «espíritu» de la época sellada por el trauma nacional del Desastre. Recordemos el afán de autenticidad suscitado por aquella honda crisis en las conciencias más sensibles de una España que liquidaba su pasado de esplendor histórico para enfrentarse con un incierto futuro. La labor de Alfonso XIII en el trono consistió, desde el primer día, en abrir paso, a través del círculo de ficciones en que había degenerado el sistema político de la Restauración, al auténtico latir de una opinión que el tinglado constitucional le daba falseada. Alguna vez, Unamuno supo hacer justicia al rey entendiéndolo plenamente como su perfecto afín espiritual: «Lo más europeo, es decir, lo más internacional que tenemos en España, es el Estado. Y el rey lo encarna y representa. El rey, por tanto, debe ser, y el nuestro se esfuerza por serlo, la conciencia nacional y a la vez internacional de la patria encarnada en hombre. Y en esta su labor y constante ahínco, debemos ayudarle los españoles todos, haciendo porque lleguen a él las palpitaciones de la conciencia colectiva española y cobren así luz y conciencia. El rey gusta, ante todo, de la sinceridad... no vive encerrado en una muralla de la China, sino que busca a todos aquellos españoles que pueden llevarle un granito de verdad...»[20]. Ese radical afán de hacerse intérprete de la voluntad o de las aspiraciones del país no se desmiente a lo largo de todo el reinado: está presente en sus decisiones políticas más graves: en 1909, en 1913, en 1918, en 1923, en 1930; se hará notorio, sobre todo, en su manera de juzgar las elecciones de 1931 y de aceptarlas.
[1] España en la Edad Contemporánea, en Historia del Mundo Contemporáneo, de J. R. Salís, 2.a ed. esp. de Guadarrama, Madrid, 1966, p. 492.
[2] Historia social y económica..., t. IV, vol. II, p. 314.
[3] «En lo concerniente a los beneficios de la siderurgia, las ganancias netas de Altos Homos de Vizcaya en 1917 y en 1918, oscilaron entre los 100 y los 150 millones de pesetas. Se transformó la producción, se trabajaba a tres turnos. Aunque las empresas siderúrgicas tenían constituido un verdadero cártel desde 1907 al haber creado la Central Siderúrgica de Ventas, hubo fenómenos de competencia, por ejemplo, entre Euskalduna y Altos Hornos, llegándose a la creación —que había de saldarse por un fracaso al caer la producción después de la guerra— de la Siderúrgica СКАЧАТЬ