Alfonso XIII y la crisis de la Restauración. Carlos Seco Serrano
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СКАЧАТЬ La posición, tajante, mantenida a lo largo de un cuarto de siglo —incluyendo la experiencia republicana, según pondría de relieve la terrible crisis de 1934—, llegaría ya en este inicial discurso del diputado Iglesias, a estridencias incompatibles con cuanto exige el ámbito de convivencia política de una asamblea parlamentaria en cualquier país civilizado: tal su afirmación de que, antes de tolerar la vuelta de Maura al poder, las masas socialistas estaban dispuestas a luchar para derribar al régimen e incluso a «llegar al atentado personal»[11].

      Era un verdadero círculo vicioso, dada, por otra parte, la dureza granítica de las extremas derechas en sus negaciones. El papel del socialismo iba a quedar reducido al de estímulo amenazador, desde fuera. Pero en esto, andando el tiempo, había de resultar más eficaz la táctica de los ácratas, cuando hallase un potente canal sindicalista en que volcar su fuerza.

      Por lo demás, precisa advertir que mucho antes de que el socialismo español alcanzase su «espaldarazo» parlamentario, en los años que llevan de la democratización sagastina al Desastre del 98, dos cosas se habían puesto de relieve. En primer término, la escasa sinceridad o eficacia de la reforma implicada en el sufragio universal, cuya contrapartida sería la agudización de esa lacra inherente al sistema político de la Restauración que se llamó «caciquismo electoral» —aún salvando la necesidad «provisional» del sistema, según el diagnóstico de Cajal—. De otra parte, y en lógica consecuencia, la dualidad acentuada entre la ciudad y el campo: este, convertido en verdadera base «feudal» de los partidos dinásticos, para obtener mayorías a imagen y semejanza de la situación que disfrutaba el poder; aquella, despertando poco a poco —primero, en los grandes centros urbanos, Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao...; luego, ganando otros menores en provincias—, a la conciencia de una responsabilidad colectiva en la marcha del país, tratando de contrarrestar la apariencia de las cifras oficiales en cada consulta electoral, con su inmediatez a los centros vitales de la política y del Estado: el momento decisivo, perfectamente recogido por el rey, sería el 12 de abril de 1931.

      Y con Cánovas se iría toda una época. Incluso —aunque esté vedada al historiador la especulación en este sentido—, la posibilidad de que lo ocurrido en 1898 tomara cauces distintos a los del Desastre. Ahí queda, en efecto, la aguda sugerencia de Jesús Pabón:

      Pero la réplica anarquista y la tensión interna de los partidos dinásticos no fueron las únicas consecuencias inmediatas de la inflexión democrática teóricamente impresa por Sagasta a la Restauración. Los años de la Regencia registraron otro fenómeno muy significativo, esencial en la configuración de nuestro tiempo: la formulación y el despliegue del catalanismo político —y todavía, indirecta o directamente estimulado por este, el del nacionalismo vasco—.

      El tradicionalismo catalanista abarca, a su vez, varias facetas: desde la puramente intelectual, filológica, literaria —en el espléndido despliegue de la Renaixença—, a la que se centra en defensa del «Derecho histórico catalán», emprendida por Duran y Bas; desde la de un carlismo foralista muy en conexión con el patriarcalismo rural del obispo Torras y Bages, al moderado «regionalismo conservador» expresado insuperablemente por Mañé y Flaquer. De hecho, estas facetas tradicionalistas son decisivas en la configuración mental del catalán de ayer y de hoy, más vertido, contra lo que suele creerse, a un sentimentalismo idealista que a las concretas realidades materiales, aunque estas no dejen de ejercer una fuerte presión sobre todo en determinados sectores de la sociedad barcelonesa.

      Pues en efecto, tras lo que podríamos llamar «recreaciones puramente románticas», estás afirmándolas como réplica a uno de los dogmas de la escuela liberal progresista, las exigencias materiales de una sociedad urbana eminentemente industrial, agrupada sin disidencias en torno al principio del proteccionismo económico. No deja de ser curioso que estas dos razones de tensión o disentimiento respecto al Gobierno central hayan sido estímulo para las concepciones de Almirall, hijo espiritual de uno de los máximos demócratas de nuestro siglo XIX, el también catalán Pi.

      En torno a la revolución de 1868 se habían abierto varios frentes de oposición desde Cataluña. La fuerte burguesía catalana, e incluso los elementos laborales ligados a ella a través de la industria y el comercio se agruparon estrechamente contra el librecambismo preconizado por el ministro Figuerola —catalán, por cierto—. El moderantismo isabelino en que había hallado excelente acomodo la revolución burguesa del segundo tercio del siglo, reaccionó contra los postulados democráticos del 69 a través de las campañas de prensa de Mañé y Flaquer, y en despliegue más extremo, estimulado por el anticlericalismo de las Constituyentes, en su apoyo a un carlismo que exaltaba la defensa de la libertad foral frente a la abstracta y uniforme libertad democrática.

      [1] Sobre el influjo de este tipo de propaganda en el éxito de la revolución, véase el libro de José СКАЧАТЬ