Cooperadores de la verdad. Joseph Ratzinger
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Название: Cooperadores de la verdad

Автор: Joseph Ratzinger

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Patmos

isbn: 9788432153938

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СКАЧАТЬ el conflicto en torno a la legitimidad de su autoridad, el Papa continuará siendo el punto de referencia de la responsabilidad sobre la palabra de la fe, de una responsabilidad expresada y contrariada personalmente ante el mundo. Por consiguiente, es también un desafío universalmente percibido que concierne a todos los que buscan la mayor fidelidad a la palabra de la fe. Pero, sobre todo, es un reto para luchar por la unidad y para responder del déficit de unidad. En este sentido, el papado tiene una función promotora de unidad en medio de la división existente. Nadie podría comprender el drama histórico de la cristiandad si se hiciera abstracción de ella. Para el papado y para la Iglesia católica, la crítica al papado por parte de la cristiandad no católica es un estímulo para buscar el modo de realizar la función de Pedro de forma cada vez más ajustada a los deseos de Cristo. Por su parte, el Papa es para esa misma cristiandad el reto permanente y visible para buscar la unidad encomendada a la Iglesia. La unidad debería ser el distintivo de la Iglesia ante el mundo. ¡Ojalá que unos y otros acertáramos a aceptar sin reservas las preguntas que se nos plantean y la misión que nos ha sido encomendada! ¡Ojalá llegáramos a ser, por obediencia al Señor, el ámbito de libertad que anuncia el mundo nuevo, el reino de Dios!

      29.1.

      A la Iglesia, se dice a veces, le ha sido otorgada una función pastoral: su misión de anunciar la verdad va dirigida a los fieles, no a instruir a los teólogos. Una separación semejante entre proclamación e instrucción se halla, no obstante, en abierta oposición, con la esencia de la palabra bíblica. La Iglesia ha consumado la emancipación de los sencillos y les ha otorgado la capacidad de ser filósofos en el verdadero sentido de la palabra, es decir, de aprender igual o mejor que los doctos lo genuino del ser humano. Las palabras de Jesús acerca de la falta de juicio de los sabios y el discernimiento de los pequeños (especialmente, Mt 11,25) están destinadas a ponerlo en claro. En ellas el cristianismo queda instituido como religión popular, como fe en la que no hay un sistema de dos clases. De hecho, el anuncio de la predicación contiene una enseñanza obligatoria. En la obligatoriedad reside su esencia, pues no propone un procedimiento entre otros de ocupar el tiempo libre, ni es una especie de entretenimiento religioso, sino que quiere decir al hombre quién es y qué debe hacer para ser él mismo. Ahora bien, ¿cómo podría la Iglesia proclamar una doctrina obligatoria si no lo fuera también para los teólogos? La esencia de la función doctrinal reside precisamente en que el anuncio de la fe es criterio válido también para ellos: el objeto de su reflexión es justamente la proclamación de la fe. En ese sentido, la fe de los sencillos no es una teología rebajada a la medida de los laicos, ni una especie de «platonismo para el pueblo». La relación es exactamente la contraria: la proclamación es la medida de la teología, no la teología la regla de la proclamación. En virtud de su función pastoral, la Iglesia tiene poder para anunciar el Evangelio, no para proclamar una determinada doctrina científico-teológica. Esa función anunciadora es también la función doctrinal de los teólogos.

      30.1.

      La Iglesia crece de dentro hacia fuera, no al revés. Antes que nada, Iglesia significa íntima comunidad con Cristo, y se forma en la vida de oración, en la vida de los sacramentos, en la actitud fundamental de la fe, de la esperanza y del amor. Así pues, si alguien pregunta «¿qué debo hacer para que la Iglesia se desarrolle y se extienda?», debemos darle la siguiente respuesta: debes aspirar ante todo a que haya fe, esperanza y amor. La oración edifica la Iglesia y la comunidad de los sacramentos. Dentro de ella nos beneficiamos de las plegarias de la Iglesia. Este mismo verano tuve la oportunidad de encontrarme con un párroco que me contaba lo siguiente: «lo que más me impresionó al recibir el ministerio sacerdotal fue que en los últimos decenios no hubiera surgido ninguna vocación sacerdotal en mi comunidad». Mas ¿qué podía hacer él? Las vocaciones no se pueden fabricar. Sólo el Señor puede otorgarlas. ¿Significa ello que debamos quedarnos con los brazos cruzados? El sacerdote del que vengo hablando decidió hacer en peregrinación todos los años el largo y fatigoso camino hacia el santuario mariano de Altótting con el propósito de pedir que surgieran nuevas vocaciones, e invitó a todos los que quisieran rogar al Señor por ello a que le acompañaran y rezaran con él. El número fue creciendo año tras año, hasta que en el actual pudieron celebrar, en medio de la alegría indescriptible de todo el pueblo, la primera misa desde tiempos inmemoriales de un nuevo sacerdote. La Iglesia crece desde dentro, nos dice la palabra del Cuerpo de Cristo. Mas también incluye este otro: Cristo ha edificado un cuerpo y yo debo acomodarme a él como miembro sumiso. Sólo se puede contribuir a extender el cuerpo de Cristo siendo un miembro suyo, un órgano del Señor en este mundo y, en última instancia, para toda la eternidad. La idea liberal, según la cual Jesús es interesante y la Iglesia, en cambio, un asunto fracasado, entra en contradicción consigo misma. Cristo sólo está presente en su cuerpo, no de un modo meramente ideal. Es decir, está presente con los demás, con la comunidad perpetua, inextinguible a través del tiempo que es su cuerpo. La Iglesia no es idea, sino cuerpo. El escándalo de la encarnación, ante el que retrocedieron muchos contemporáneos de Jesús, sigue dándose hoy día cuando la Iglesia se enoja. Sin embargo, también aquí es válida la siguiente observación: bienaventurado quien no se enoja conmigo. La condición comunitaria de la Iglesia significa que ha de tener necesariamente el carácter de «nosotros». La Iglesia no está localizada en ningún sitio: nosotros somos la Iglesia. Nadie puede decir «yo soy la Iglesia», sino «nosotros somos la Iglesia». Ese «nosotros» no es, por su parte, un grupo que se aísla, sino una colectividad que se mantiene dentro de la gran comunidad de los miembros de Cristo, de los vivos y de los muertos. Un grupo así sí puede decir: somos Iglesia. La Iglesia está presente en este «nosotros» abierto que rompe todas las barreras, no sólo las sociales y políticas, sino también las que hay entre el cielo y la tierra. Nosotros somos Iglesia. De esa índole comunitaria procede la corresponsabilidad y el deber de cooperar. De ella deriva en última instancia el derecho a la crítica, que debe ser siempre y en primer lugar autocrítica, pues la Iglesia —repitámoslo— no está localizada en ningún sitio particular ni es otra persona: la Iglesia somos nosotros.

      31.1.

      Cristianismo y martirio se hallan, sin duda alguna, en correspondencia. Ahora bien, el mártir se distingue clarísimamente del rebelde. Cristo ha muerto como mártir, no como rebelde. Junto a Cristo había también un rebelde: se llamaba Barrabás. En el se cumplió lo que Cristo había dicho a Pilato: «si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos» (Ioh 18,36). Por Barrabás se luchó, efectivamente, y sus partidarios gritaban pidiendo su libertad. Por Cristo no hubo manifestaciones. Él tampoco quería que las hubiera. ¿Dónde se halla, empero, la diferencia entre el mártir y el rebelde? El mejor modo de apreciar el contraste es fijarse en el primer pasaje en que un cristiano se califica a sí mismo como tal: en la Epístola I de San Pedro, (4,16). En ese lugar, San Pedro dice a los cristianos: «que ninguno padezca por homicidio, o por ladrón, o por malhechor, o por entrometido; mas si por cristiano padece, no se avergüence, antes glorifique a Dios en este hombre». De este texto se desprende que uno de los elementos esenciales de la condición cristiana es atenerse al derecho, incluso en un Estado en que estuviera privado de él. Aquí mantienen su validez estas palabras de Jesús: «dad al César lo que es del César» (Mt 22,21). Por eso, los cristianos han orado por el César incluso en los siglos de persecución. En épocas de opresión sangrienta los cristianos son exhortados, ya en el Nuevo Testamento —en la Epístola I a Timoteo (2,2)—, «a orar por los emperadores y por todos los constituidos en dignidad». Los cristianos se han negado a adorar al soberano, pero han orado espontáneamente por él y por la conservación del Estado. Ya en el siglo II los cristianos reivindicaron que fueron ellos, los acusados y proscritos, los que con sus vidas conservaron el Estado y la sociedad y los preservaron del ocaso.

      [1] Para entender cabalmente el sentido de la expresión, es decir, para percibir el marco —que se anuncia como ya sabido de antemano— dentro del que se van a desarrollar las reflexiones, debe tenerse en cuenta que el texto procede de una obra, Die Hoffnung des Senfkorns, esencialmente teológica. (N. del T.)

      [2] СКАЧАТЬ