Cooperadores de la verdad. Joseph Ratzinger
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Название: Cooperadores de la verdad

Автор: Joseph Ratzinger

Издательство: Bookwire

Жанр: Документальная литература

Серия: Patmos

isbn: 9788432153938

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      9.2.

      La figura de Eva, que aparece como imprescindible compañera del hombre, de Adán —del que el Señor dice (Génesis, 2,18) que «no es bueno» que esté solo—, no procede de la tierra, sino del hombre. En el «mito» de la costilla se expresa la íntima y recíproca remisión del hombre y la mujer: sólo en esa esencial relación mutua se consuma la integridad del ser humano. Ello pone de manifiesto que la creación del ser humano se cumple, por decisión divina, como armonía de hombre y mujer. De manera semejante, el Génesis (1,27) caracteriza desde el principio la condición de imagen de Dios propia de la criatura humana como hombre y mujer y la vincula misteriosamente a la armonía entre ambos. Naturalmente, el texto expresa también con absoluta evidencia la ambivalencia de esta coordinación: la mujer puede convertirse en tentación para el hombre, pero también es la madre de la vida, y de ella recibe su nombre. A mi juicio, es muy importante que el nombre «Eva» le fuera puesto a la mujer (Génesis 3,20) tras la caída y después de las palabras condenatorias de Dios. De ese modo queda expresada la imperecedera dignidad y grandeza de la mujer. Ella custodia el misterio de la vida, el contrapoder frente a la muerte. Ella, que coge la fruta de la muerte, cuya misión está misteriosamente hermanada con la muerte, es también canciller de la vida y la antítesis de la muerte. La mujer, que porta la llave de la vida, está muy próxima al misterio del ser, al Dios vivo, del que en última instancia procede toda vida, al que, justamente por ello, llamamos vida, vida eterna.

      10.2.

      Una de las palabras más excelsas de nuestro lenguaje es también una de las más vacías y envilecidas: la palabra amor. Tan banalizada y manchada está que apenas se la quiere pronunciar. Con todo, el lenguaje no puede renunciar a ella, pues si dejáramos de hablar del amor dejaríamos de hablar del hombre. Pero sobre todo dejaríamos de hablar de Dios, de Aquel que conserva juntos el cielo y la tierra. A propósito del amor nos hallamos en una situación singular : tenemos que hablar de él para no traicionar ni a Dios ni al hombre, pero apenas podemos hacerlo, pues el lenguaje ha traicionado al amor de múltiples modos. En esta situación la ayuda sólo puede venirnos de fuera. Dios habla con nosotros sobre el amor. La Sagrada Escritura, que es palabra de Dios en palabras de hombre, desempolva, por decirlo así, esta palabra: la limpia y nos la devuelve inmaculada. Las Sagradas Escrituras hacen de ellas algo luminoso, puesto que la coloca donde posee toda su fuerza radiante : en el misterio de Jesucristo. Merced a la cruz recupera su singularidad única. El hombre no necesita solamente coger y agarrar, sino también comprender el poder de su acción y de sus manos. Pero además precisa percibir, oír, necesita la razón que llega hasta el fondo del corazón. Sólo cuando el entendimiento permanece abierto a la magna razón, puede ser verdaderamente inteligente y conocer la verdad. El que no ama tampoco conoce (cfr. Epístola I de San Juan 4,8). La ciencia es, sin lugar a dudas, importante. También lo es el poder de la técnica. Sin embargo, cuando se encierran en sí mismas no sólo se vuelven realidades vacías, sino también amenazantes para la vida. La experiencia actual de la ciencia y la técnica nos pone de manifiesto que sólo podrán seguir desempeñando una función positiva si se subordinan a aquella razón que, sin dejar de ser verdadera razón, percibe más de lo que la física es capaz de demostrar y la técnica de hacer. Cuando se excluye la razón de que venimos hablando, el mero entendimiento se convierte en tiranía de la irracionalidad.

      11.2.

      Los médicos suelen decir que apenas se dan ya aquellas tempranas neurosis que surgían como consecuencia de una educación demasiado estricta. En cambio, la falta de orientación interior y exterior del hombre provocada por la permisividad general, añade, se ha convertido en la causa principal de neurosis. Es enteramente cierto que el hombre se convierte en un ser enfermo cuando no sabe quién es ni hacia dónde debe ir con su vida. Esta otra constatación de la medicina es también importante: la permisividad y la hostilidad a los niños son expresión de la misma íntima actitud ante la vida. Ambas expresan una actitud que no está dispuesta a sacrificarse por los demás, es decir, un narcisismo mortífero y un amor a sí mismo que empequeñece y empobrece cada vez más al hombre. El empobrecimiento del ser humano es tanto mayor cuanto más compulsivamente quiere defender su vida pequeña y exigir todo de ella sin renunciar a nada. La permisividad no es expresión de generosidad, sino una forma de egoísmo que priva a los demás de lo decisivo: del don del amor que sólo la vida puede enseñar. Por eso, no puedo por menos de gritar a los jóvenes: ¡no creáis a los profetas de la permisividad! ¡No confiéis en quienes día tras día venden el hombre convirtiendo su cuerpo en mercancía! ¡No deis crédito a aquellos que caricaturizan la fe y la entienden como jardín de las prohibiciones y la obediencia, como pusilanimidad! ¡No prestéis oídos a quienes ofrecen la comodidad como libertad y la desorientación como felicidad! El hombre tiene derecho a la grandeza. Dios tiene derecho a nuestra grandeza. No creáis a quienes envilecen al hombre. Al final, el hombre se queda desnudo y se avergüenza: no le queda más que ocultarse y negar su existencia vacía.

      12.2.

      ¿Se puede ser fiel cuando no se sabe en absoluto qué deparará el futuro? ¿No es lícito, más aún, no es obligatorio mantenerse abierto ante lo nuevo, ante aquello capaz de cambiar todo lo habido hasta ahora? ¿Se puede confiar para siempre en los demás, cuando no se sabe quién es uno mismo ni quién llegará a ser en el futuro? ¿Es legítimo hacerlo? ¿Se puede tener confianza en el mundo, cuando nadie sabe los sobresaltos —o, en su caso, las nuevas oportunidades— que nos tiene preparados? Éstas son las preguntas con las que de una u otra forma nos topamos en nuestros días. Todas ellas expresan una mala inteligencia de la verdad y una profunda desconfianza hacia ella. Al final, el hombre, incapaz de afirmar su libertad, parece un juguete en manos del destino y sus posibilidades arcanas. Esta actitud estaría justificada, más aún, sería la única posible, si Dios no existiera, pues el futuro, el propio y el del mundo, es de hecho impenetrable. Mas, si Dios existe, estamos autorizados a responder de antemano afirmativamente a todo lo imprevisto como algo incluido en el plan de Dios, vale decir: no hay nada que no esté en manos de Dios. Si Dios existe, la certeza es más fuerte y más grande que la incertidumbre, pues la mayor certidumbre es que Dios subsiste y que su amor es más grande que todos los poderes de la historia. Si Dios existe, conserva todo su valor la afirmación de que ni la muerte ni la vida ni cualquiera otro poder podrá separarnos de Cristo (Epístola a los Romanos 8,38 y ss.). Como quiera que Dios es siempre el mismo, podemos seguir confiados y madurar en nuestra fortaleza. Ésa es la razón por la que de antemano no necesitamos penetrar, como hace Dios, en el futuro, ni precisamos una libertad semejante a la divina para poder tomar decisiones definitivas. Existiendo Dios, sabemos lo esencial y podemos aceptar el camino en el tiempo como si fuera nuestro modo natural de madurar y hacernos libres. Sólo así son posibles la decisión y la fortaleza humana. Sólo si existe Dios, puede el hombre seguir siendo hombre.

      13.2.

      Si reflexionamos sobre lo que para nosotros significa el cuerpo, notaremos que entraña una cierta dualidad. Por un lado, el cuerpo es la frontera que nos separa de los demás. El espacio que ocupa uno de ellos no puede ocuparlo ningún otro. Si estoy en este lugar, no puedo estar a la vez en ningún otro. El cuerpo es, pues, la barrera que nos separa de nosotros mismos, la causa de que seamos de algún modo extraños unos para otros. Nadie puede penetrar en la intimidad del otro. La corporalidad oculta su interioridad, hace que permanezca velada. Ésa es la razón por la que somos extraños incluso para nosotros mismos. Tampoco podemos ver lo más hondo de cada hombre ni descender hasta la profundidad de nuestro ser. De todo ello hay que extraer la siguiente conclusión: el cuerpo es la frontera que nos hace opacos e impenetrables, nos yuxtapone unos a otros y nos impide ver y tocar lo más hondo del alma. Ahora bien, también es obligado extraer esta otra: el cuerpo es también puente. Gracias al cuerpo podemos encontrarnos unos con otros y comunicarnos con la materia común de la creación. Gracias a él nos vemos, nos sentimos y nos aproximamos unos a otros. El porte del cuerpo revela quién es y qué es el otro. En su modo de ver, de mirar, de obrar y de componerse nos vemos a nosotros mismos. El cuerpo nos lleva al otro: es a la vez frontera y comunión.

      14.2.

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