Название: Cooperadores de la verdad
Автор: Joseph Ratzinger
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Patmos
isbn: 9788432153938
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24.1.
El centro del Canon es el relato de la víspera de la Pasión de Jesús. Cuando se recita, el sacerdote no narra una historia pasada, un mero recuerdo de otro tiempo, sino algo que vuelve a ocurrir en el presente. «Éste es mi cuerpo» es una expresión que se dice en el respectivo hoy. Ahora bien, esas palabras las pronuncia Jesús. Ningún hombre puede decirlas por sí mismo. De ahí se sigue que sólo se pueden pronunciar en el sacramento de la Iglesia entera, gracias al poder que únicamente ella como unidad y totalidad tiene. Su grandeza no depende de nuestra configuración. Deberíamos aprender de nuevo que la Eucaristía no es nunca la obra de una comunidad exclusivamente. Sería preciso no olvidar que recibimos del Señor lo que ha regalado a la unidad de la Iglesia. Todavía me siguen impresionando los relatos de los campos de concentración y de las cárceles rusas en los que los hombres se veían privados de la Eucaristía. Esa dolorosa circunstancia no les llevó a la arbitrariedad de procurársela a sí misma. En lugar de ello celebraban la Eucaristía de la nostalgia. En una Eucaristía de la añoranza semejante los hombres maduraban como nunca hasta entonces para el regalo que el sacramento del amor entraña, y la recibían de un modo enteramente nuevo cuando un sacerdote hallaba en algún lugar un trozo de pan y un poco de vino. A partir de aquí deberíamos aceptar la cuestión de la intercomunión[4] con la debida humildad y paciencia. No es asunto nuestro hacerla como si hubiera unidad donde no la hay. La Eucaristía no es nunca un medio que debamos aplicar, sino un regalo del Señor, el centro —un centro que no se halla a nuestra disposición— de la misma Iglesia. No es un problema de amistad personal, sino de permanecer en la unidad de la Iglesia y esperar que el mismo Dios quiera regalárnosla. En lugar de hacer experimentos sobre el particular, de privar al misterio de su grandeza y envilecerlo reduciéndolo a la condición de medio a disposición nuestra, deberíamos aprender a celebrar la Eucaristía de la añoranza, a salir al encuentro de la unidad con el Señor orando comunitariamente y con una esperanza compartida.
25.1.
La vivencia cristiana brota en la experiencia cotidiana común. En nuestros días, el espacio íntimo de experiencia en que consiste la Iglesia es para muchos un mundo extraño. Con todo, ese mundo continúa siendo una posibilidad. Ésa es la razón por la que la tarea de la educación religiosa deberá consistir en abrir puertas al ámbito de experiencia propio de la Iglesia, en animar a tomar parte en él. En la fe compartida, en la oración, la celebración, la alegría, el sufrimiento y la vida comunes la Iglesia se torna «comunidad», es decir, se transforma en un efectivo espacio de vida para el hombre que le permite experimentar la fe, tanto en la vida cotidiana cuanto en los momentos críticos de la existencia, como fuerza portadora de vida. El verdaderamente creyente, dispuesto a asumir la madurez de la fe, comienza siendo luz para los demás: es un apoyo en el que los demás encuentran ayuda. Como ejemplos perfectos de fe vivida y acrisolada, de auténtica experiencia de la trascendencia, los santos son, valga la expresión, espacios de vida en los que se pueda entrar, en los que la fe está de algún modo almacenada como experiencia, aderezada antropológicamente y próxima a nuestra vida. La experiencia específicamente cristiana en el sentido propio de la palabra —lo que el lenguaje de los Salmos y del Nuevo Testamento (Salmos 34,9; Epístola I de San Pedro 2,3; Epístola a los Hebreos 6,4) llama «gustar la verdad de Dios»— puede crecer, en última instancia, gracias a una participación cada vez más madura y profunda en la experiencia referida. Con ella el hombre llega a la realidad misma y ya no cree más «de segunda mano». Tendremos que decir, con Bernardo de Claraval y los grandes maestros místicos de todos los tiempos, que algo semejante sólo puede ser, ciertamente, «un momento fugaz, un experimento extraordinario». En esta vida sólo se da, al parecer, como anticipo, sin que esté permitido nunca convertirlo en fin último. En caso contrario, la fe se transformaría en autofruición y no en superación de sí mismo, malogrando así su esencia propia. Los referidos momentos se hallan bajo la ley de la experiencia del Tabor: no son un lugar de permanencia, sino impulso, robustecimiento para adentrarnos de nuevo en la vida cotidiana con la palabra de Jesús, para entender que el cono luminoso de la comunidad divina está allí donde la marcha se celebra con la palabra.
26.1.
El verdadero fin de los esfuerzos ecuménicos debe seguir siendo, naturalmente, transformar la pluralidad de iglesias confesionales separadas unas de otras en una pluralidad de iglesias locales que sea, pese a su configuración plural, una sola Iglesia. A mí me parece, no obstante, que en la situación que de hecho se da es importante proponerse fines intermedios, pues, de lo contrario, el entusiasmo ecuménico podría convertirse en resignación, e incluso, en un nuevo fanatismo, que atribuye a los demás el fracaso del fin principal. En ese caso, el remedio sería peor que la enfermedad. Los fines intermedios referidos variarán según cuál sea el progreso del diálogo sobre asuntos particulares. El testimonio del amor (obras sociales y caritativas) debería expresarse siempre solidariamente. Al menos sería preciso que sintonizaran entre sí, incluso si las organizaciones separadas pudieran parecer, por razones técnicas, más eficaces. De igual modo, habría que esforzarse en dar testimonio común sobre las grandes cuestiones morales de la época. Por último, en un mundo lleno de dudas y estremecido de miedo, sería preciso también dar testimonio común de fe. El testimonio sería tanto mejor cuanto más extendido. Mas, en cualquier caso, si sólo fuera posible hacerlo en una medida relativamente pequeña, debería hacerse en forma común todo cuanto fuera posible. Ello debería llevar, a pesar de las divisiones, a reconocer y amar cada vez más intensamente la común esencia de lo cristiano; a que la desunión deje de ser un motivo para el enfrentamiento recíproco y se transforme en un reto para la comprensión y aceptación íntimas del otro. Ello no significa simplemente tener tolerancia, sino vincularse recíprocamente en la fidelidad a Jesucristo. Un punto de vista semejante, que no pierde de vista lo último aun cuando provisionalmente haga lo más próximo, puede tal vez hacer efectiva la maduración profunda necesaria para la unidad completa. Sería una especie de ética de la unificación que, aun cuando parece evidente, obra a veces de modo engañoso.
27.1.
La impaciencia ante la historia de la cristiandad hasta el presente hace surgir una y otra vez esta idea: ¿no deberíamos borrar la historia completa de estos 2000 años y derribar así los muros de los dogmas y los credos? ¿No deberíamos empezar de nuevo la marcha sólo con Cristo? Sin embargo, por muy seductor que sea ese programa, si lo lleváramos a cabo convertiríamos la unidad en una obra, en un resultado, y la Iglesia en un producto fabricado por nosotros. De ninguna manera estaría justificado hacerlo así, pues de ese modo volveríamos a levantar muros contra Dios y a confiar tan sólo en lo que nosotros hacemos. Sin embargo, el muro de la ley y el que se levanta alrededor de Dios no fueron derribados por los méritos excelentes de los hombres, sino que los elevaron a mayor altura. Sólo fue capaz de abatirlos Aquel que trajo al mundo el amor de Dios y sufrió en la cruz el peso de todas las obras de este mundo. No es posible, pues, realizar el programa. Cuando hablamos de unidad, tenemos que dejar de soñar en esfuerzos denodados y en grandes hazañas llevadas a cabo por nosotros. La Carta a los Efesios nos señala una dirección distinta: nos insta a sumarnos a los hombres nuevos, a la nueva humanidad que Cristo ha creado. «La unidad no puede ser hecha por hombres. A ellos sólo les cabe descubrirla» (J. Gnilka, Der Epheserbrief, 1971, p. 142). La verdadera Iglesia no es algo hecho por nosotros, sino algo que nos precede, pues ha sido instituida por Cristo. Nuestra tarea consiste en adherirnos a ella. Si hacemos eso; si dejamos que el Señor nos talle pacientemente como sillares; si renunciamos a hacer el plan de lo que la Iglesia debe ser; si nos dejamos llevar adonde no queremos, surgirá la verdad: en medio de las divisiones los muros se tornarán permeables.
28.1.
Sería insensato esperar que en un tiempo no lejano tuviera lugar un acuerdo general de la cristiandad sobre el papado del que resultara un reconocimiento de la sucesión de Pedro en Roma. Una de las ataduras y de los límites de este cometido tal vez sea que no se puede cumplir nunca del todo. Otro, que provocará el enfrentamiento de fieles cristianos que, СКАЧАТЬ