Название: Cooperadores de la verdad
Автор: Joseph Ratzinger
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Patmos
isbn: 9788432153938
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18.2.
Éste es el camino que conduce a la vida recta: «amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10,27). Lo primero debe ser, pues, que Dios esté presente en nuestra vida. Las cuentas de la vida humana no salen bien cuando se prescinde de Dios. Cuando así lo hacemos, quedamos atrapados en flagrante contradicción. No hemos de creer, pues, que Dios existe de un modo meramente teórico. Debemos considerarlo, más bien, como lo más real de nuestra vida: Dios debe estar por encima de todo lo de más. Nuestra relación esencial con Él ha de ser el amor. En ocasiones tal vez resulte difícil. Puede ocurrir que alguien esté acosado por diversas enfermedades o impedimentos. A otro la pobreza le hace la vida insoportable. Un tercero, en fin, pierde las personas de cuyo amor pendía enteramente su vida. Puede haber, pues, múltiples modos de desgracia. En todos ellos es grande el peligro de que el hombre se enfurezca y diga: Dios no puede ser bueno, pues de serlo no se portaría así conmigo. Semejante revuelta contra Dios es fácilmente comprensible, pues a veces parece casi imposible estar de acuerdo con los designios divinos. Ahora bien, quien cede a una rebelión de ese tipo emponzoña su vida. El veneno de decir no a Dios, de la ira contra Él lo corroerá para siempre. Dios exige en cierto modo de nosotros un anticipo de confianza. Ya sé —nos dice— que todavía no me comprendes, mas ten confianza en mí a pesar de todo, fíate de mí, que soy bueno, y atrévete a vivir de esa confianza. Hay innumerables ejemplos de santos y de grandes hombres que han osado vivir de esa confianza. Así es como, en medio de la más tenebrosa oscuridad, han encontrado la felicidad para sí mismos y para muchos otros.
19.2.
Cuando Pedro regresa con pesca abundante sucede algo completamente inesperado. Tras la buena jornada, no abraza a Jesús como cabría esperar, sino que se arroja a sus pies. No lo sujeta con intención de tener en adelante alguien que garantice el éxito, sino que lo aparta de sí, pues le asusta el poder de Dios. «¡Apárta te de mí, Señor, que soy un hombre pecador!» (Le 5,8). Cuando se tiene experiencia de Dios, el hombre reconoce su condición de pecador. Sólo entonces, cuando efectivamente lo reconoce y acepta, se conoce a sí mismo. Por lo demás, de ese modo se convierte en un ser verdadero. Sólo cuando el hombre sabe que es pecador y ha comprendido la tragedia del pecador, entiende la invitación evangélica: «¡haced penitencia y creed en el Evangelio!» (Mc 1,15). Sin penitencia no es posible abrirse paso hasta Jesús ni hasta el Evangelio. Existe sobre el particular una frase paradójica de Chesterton que expresa claramente esta relación: a un santo se le conoce en que sabe que es pecador. El debilitamiento de la experiencia de Dios se manifiesta hoy día en la desaparición de la experiencia del pecado. Y también a la inversa: la supresión de ese saber aleja al hombre de Dios. Sin reincidir en una falsa pedagogía del miedo, deberíamos aprender nuevamente la verdad de esta sentencia: Initium sapientiae timor Domini. La sabiduría, el verdadero entendimiento comienza con el oportuno temor del Señor. Debemos aprender de nuevo a tener temor de Dios para conocer el verdadero amor y para entender lo que significa que debemos amarlo y que Él nos ama. La experiencia de Pedro es, pues, también un supuesto fundamental del apostolado y del sacerdocio. Sólo puede predicar la conversión —la primera palabra del Evangelio— quien toma conciencia de su necesidad y, en consecuencia, comprende la grandeza de la gracia.
20.2.
Por razones de trabajo hube de ocuparme del pensamiento de Ernst Bloch, cuya obra filosófica central es el Principio Esperanza. La esperanza es, según Bloch, la ontología de lo todavía no existente. La auténtica filosofía no debería aspirar a examinar lo que es —eso sería conservadurismo o reacción—, sino a preparar —ésa sería su verdadera ocupación— lo que aún no es, pues lo que es merece sucumbir. El mundo que merece la pena vivir no ha sido construido todavía. El cometido del hombre creador sería, pues, crear el mundo verdadero aún no existente. Para esta alta misión, empero, la filosofía tendría que cumplir una función decisiva. Ella es el laboratorio de la esperanza, la anticipación en el pensamiento del mundo del mañana: anticipación de un mundo racional y humano que no se originaría ya del azar, sino que sería pensado y producido por nosotros los hombres y por nuestra razón. Lo que me sorprendió y sobrecogió fue el uso en este contexto de la palabra «optimismo». Para Bloch y para los teólogos que le siguen, el optimismo es la forma y la expresión de la fe en la historia. Como consecuencia, es también una actitud obligatoria para el hombre que quiera servir a la liberación, al ascenso revolucionario del nuevo mundo y del nuevo hombre. La esperanza sería según eso la virtud de una ontología combativa, la fuerza dinámica de la marcha hacia la utopía. No me resulta difícil entender que, en una interpretación semejante, el «optimismo» sea la virtud teológica de un nuevo Dios y una nueva religión: la de la historia divinizada, la del dios «historia» es decir, del gran dios de las modernas ideologías y sus promesas.
21.2.
La moral fue uno de los temas más importantes para la Ilustración. Quería reducir la religión a moral, si bien la moral misma fue reducida, por su parte, a una doctrina de la utilidad, a la doctrina del bienestar humano. La moral era el cálculo de utilidad y lo inmoral, en consecuencia, lo insensato. Sin embargo, lo más importante y decisivo para el hombre, también para su bienestar y felicidad, no es sentirse bien, sino ser bueno. El hombre no es engrandecido, sino más bien empequeñecido, cuando goza de autonomía, pues el ser humano sólo se logra verdaderamente a sí mismo cuando se excede a sí propio. Está más cerca de sí cuando está con Dios que cuando quiere ser él mismo. La moral no puede significar construir lo que parece útil para el mundo y para nosotros, sino esto otro: escuchar la palabra de Dios en el lenguaje de la creación. No debemos ni estamos autorizados a disponer el ser de forma que sirva a nuestros intereses y nos sea útil, pues cuando lo hacemos así destruimos el mundo y nos destruimos a nosotros mismos. De ambas cosas tenemos ya suficiente experiencia. Escuchar la palabra de Dios significa estar en conformidad con El. Cuando lo hacemos, la creación persiste como una obra buena y nosotros mismos también nos hacemos buenos. El Señor ha salido a nuestro encuentro y su mandamiento es sencillo: que seamos conformes con la verdad y respondamos al amor con el que Él ha salido a recibirnos. Todos sus mandamientos son instrucciones que nos adentran en el misterio del amor y, como consecuencia, en el fundamento de la verdad. La moral vive, pues, del misterio, del amor revelado por Jesucristo. Si se separa del misterio, se convierte en moral fanática y rigurosa. Cuando pierde la conexión con él, se convierte en algo que pertenece al afán productivo del hombre. Ya sabemos cuán cruel puede llegar a ser una moral que es exclusivamente resultado que quiere «producir» su esperanza para el mundo.
22.2.
¿No es cierto que las preocupaciones cotidianas de la vida nos parecen tan importantes que nos impiden encontrar tiempo para mirar más allá de ellas? Existe preocupación por el sustento y la vivienda, tanto para nosotros como para aquellos que dependen de nosotros. Hay inquietud por la profesión y el trabajo. Nos sentimos responsables, incluso, de la sociedad en su conjunto, de que sea mejor, de que cese en su seno la injusticia y puedan todos sus miembros procurarse el sustento en libertad y en paz. Comparada con la urgencia de estos problemas, ¿no resulta fútil todo lo demás? ¿No representan estas dificultades la más alta tarea a que cabe dedicarse? Cada vez son más los hombres que opinan que la religión es una pérdida de tiempo. Para ellos, sólo la acción social significa una verdadera ocupación. En la actualidad hace falta, pues, una especie de milagro para que nos pongamos en pie y nos encaminemos hacia lo más elevado. Gracias a Dios, en nuestros días contamos con él. Un obispo amigo mío me refería no hace tiempo lo que le dijeron a él durante su visita a la Unión Soviética: actualmente se estima que en Rusia habrá un 25 por 100 de creyentes y un 13 por 100 de ateos; el resto, es decir, la mayoría, son personas que «están buscando». ¿No es esto un dato estimulante? Sesenta años después de la revolución que calificó a la religión de superflua y nociva, el 62 por 100 está buscando. Hay, pues, un elevado número de hombres que vuelven a percibir en su interior la existencia de algo superior, aun cuando todavía no lo conozcan. Las cosas terrenas crecen sólo cuando no nos olvidamos СКАЧАТЬ