Название: Historia breve del mundo contemporáneo
Автор: José Luis Comellas García-Lera
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
Серия: Historia y Biografías
isbn: 9788432153761
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La revolución campesina alarmó a la Asamblea Nacional, que hubo de interrumpir la ya comenzada tarea constituyente. Los miembros de las clases medias deseaban la abolición del régimen señorial, pero no la revolución desde abajo, ni los atentados contra la propiedad: muchos de ellos ya eran propietarios, y otros aspiraban a serlo. En una serie de decretos aprobados entre el 4 y el 11 de agosto, se suprimió la división estamental de la sociedad: en adelante, todos serían ciudadanos con los mismos derechos y los mismos deberes. Se abolieron los derechos señoriales y los tributos que los vasallos pagaban a su señor. En cuanto a la propiedad, los campesinos podían acceder al dominio de las tierras mediante pagos a plazo bastante onerosos. Por lo general, aquellas propiedades pasaron más bien a manos de los grupos de las clases medias que habían hecho la revolución. También cambiaron pronto de dueño los bienes de la Iglesia. En general, la tierra en Francia quedó mejor repartida, pero no siempre en beneficio de los campesinos.
La obra de la Constituyente
El Nuevo Régimen se fue conformando por obra de la Asamblea. Aparte de las medidas sociales ya mencionadas, el 27 de agosto se aprobó la Declaración de derechos del Hombre y del Ciudadano. Aunque ya los americanos habían aprobado su Tabla de Derechos, este documento fue más operativo e influyente en la historia del mundo. Tocado de un cierto utopismo teorizante —«todos los hombres nacen libres e iguales»— ha servido de base a cuantas declaraciones de derechos humanos se han hecho después, y contribuyó en muchas épocas de la Edad Contemporánea y en muchos países a resaltar públicamente la dignidad de la naturaleza humana y el carácter inviolable de cada conciencia.
Antes de aprobarse la Constitución se puso en marcha la gran reforma administrativa. Francia fue dividida en 85 departamentos, gobernado cada uno por un prefecto, y dotado de las mismas instituciones y reglamentos. El deseo de igualdad, de supresión de privilegios territoriales, conducía a una homogeneización de la maquinaria administrativa que pudo degenerar en centralismo, o bien en la ignorancia de las peculiaridades de cada región: pero todo ello en nombre de unos criterios que se juzgaban más modernos y por tanto más «progresistas» que los del Antiguo Régimen. La división territorial fue al mismo tiempo un triunfo de la geografía sobre la historia. Los departamentos tomaban como base las comarcas naturales, y recibían nombres, por lo general, de ríos o montañas. Desaparecían las divisiones tradicionales, basadas en siglos de convivencia, en tradiciones culturales o de costumbres. La uniformación significaba por un lado igualdad absoluta entre todas las comunidades; por otra, monotonía y centralismo.
Los problemas económicos habían llegado a extremos angustiosos, y la Asamblea, para solucionarlos, decretó el 2 de noviembre la incautación de los bienes eclesiásticos, que a continuación el Estado vendió como si fueran suyos. Para facilitar la operación a los compradores, se emitió un tipo de papel moneda —los asignados— que provocó una inflación galopante. Casi todo el proceso revolucionario estuvo dominado por esta espiral de emisión de más papel y más inflación. Las bruscas subidas de precios provocaron continuas revueltas, que contribuirían a la posterior radicalización de la Revolución. Individuos de las clases medias o arrendatarios de buen nivel se quedaron con las tierras, en tanto la Iglesia resultó arruinada. Para complementar este giro, se dictó el 20 de julio de 1790 la Constitución Civil del Clero, que reducía el número de diócesis, y convertía tanto a obispos como a párrocos en funcionarios del Estado, dependientes de él y perceptores de un sueldo fijo. Aunque muchos clérigos pudieron con ello mejorar su situación económica, la mayor parte no aceptaron una solución que les hacía depender del poder político y no de Roma: se dividió así el clero francés en juramentados y refractarios, y se sembraba un nuevo campo de discordia.
En septiembre de 1791 se aprobó al fin el texto de la Constitución, principal finalidad de la Asamblea, y símbolo de la entrada de Francia en el Nuevo Régimen. La Constitución de 1791 es monárquica moderada. Proclama la soberanía nacional y divide el poder en los tres preconizados por Montesquieu: Legislativo, Ejecutivo y Judicial. Refrenda los derechos ciudadanos, pero limita el ejercicio del sufragio a los «ciudadanos activos», por lo general de acuerdo con su capacidad económica. Curiosamente, la primera ley electoral del Nuevo Régimen es menos democrática que la última del Antiguo, la decretada por Luis XVI para reunir los Estados Generales. Cuando el monarca juró la nueva Constitución fueron muchas las voces que se alzaron para proclamar que la Revolución se había consumado.
La sobrerrevolución
Sin embargo, no fue así. No es la primera vez que ocurre un caso semejante en la historia. La revolución acaba siendo desbordada en sus impulsos iniciales por un segundo impulso que la lleva mucho más lejos de lo previsto en un principio. Crane Brinton, en su Anatomía de la revolución, habla de un doble poder: el de aquellos revolucionarios que han accedido a la dirigencia de la cosa pública, y el de aquellos, no menos entusiastas que los primeros, que no han podido acceder, porque no caben todos en el puesto de mando. Unos son dueños de los resortes del Estado; los otros son dueños de la calle.
En Francia, y especialmente en París, el poder de la calle estaba ejercido por los clubs, y por las secciones, nombre que se daba a los distritos electorales, en cuya sede se peroraba y se discutía de política. En cuanto a los clubs, la mayoría toman curiosamente el nombre de una orden religiosa, pues se reunían en los antiguos conventos incautados. Así los feuillants o fuldenses eran los más moderados; los jacobinos se convirtieron en una fuerza de choque extremista y bien organizada. Aunque los más radicales eran los cordeliers o franciscanos, llamados también «enragés», rabiosos. Los girondinos no llegaron a ser propiamente un club, pero sí un grupo bien caracterizado, partidario de no llegar tan lejos como los jacobinos en las formas de la revolución, pero sí de extender sus máximas al exterior: como informaba el embajador español, conde de Fernán Núñez, aspiraban a «llevar la Revolución al mundo entero».
De estos clubes salían las consignas, las manifestaciones multitudinarias, los oradores callejeros que hablaban desde tribunas improvisadas. Había algunos, como el ciudadano Barlet, que llevaban su propia tribuna portátil. La radicalización de la Revolución comenzó a operarse cuando en junio de 1791 se descubrió un intento de fuga del rey (la fuga de Varennes), que fue detenido y obligado a regresar a París. Luis XVI seguía siendo necesario, a juicio de muchos revolucionarios, pero desde entonces se le vio con desconfianza. Los monárquicos, como Mirabeau, La Fayette, Barnave, Sieyès, comenzaban a verse desbordados por republicanos, como Robespierre, Danton o Marat.
Fueron los girondinos los que impusieron el criterio de la guerra exterior. Esta podría no solo propagar la revolución, sino dar a los franceses un sentimiento popular-patriótico: por primera vez no iban a defender a su rey, sino a su patria, y la guerra podría unir en un solo haz a tantos grupos dispersos. Las potencias europeas, especialmente Austria, Prusia y Rusia, habían visto la revolución francesa con más satisfacción que recelo, pues parecía debilitar a su más poderoso enemigo, Francia. Se dieron cuenta un poco tarde de su error. El 20 de abril de 1792, Luis XVI, contra su voluntad, declaraba la guerra a Austria.
Sin embargo, a los revolucionarios radicales les convenía que la lucha comenzara con derrotas, para justificar la toma de medidas extremas, que de otra forma no hubiera sido posible adoptar en un supuesto régimen de libertades. Y esto fue, efectivamente, lo que sucedió, cuando los prusianos se adelantaron a los austriacos y comenzaron la invasión de Francia. «Sin la guerra no hubiera habido terror, y sin terror nada de anticipaciones socializantes ni de victoria revolucionaria» (Godechot). Por otra parte, estas derrotas desacreditaron a los girondinos y fueron dando СКАЧАТЬ