Название: La Corona De Bronce
Автор: Stefano Vignaroli
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Историческая литература
isbn: 9788835420880
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―¡Mira allá! ―respondió éste último que, de una ojeada, había ya concebido un plan. Una pequeña faja de hierba había conquistado una lengua de playa y se dirigía hacia la colina, a breve distancia. ―Esa es una buena vía de escape.
Mientras otras balas de plomo silbaban cerca de sus cabezas los caballos, en cuanto llegaron a la faja de terreno más estable, relincharon satisfechos, recuperando las fuerzas y ganando en poco tiempo la falda de la colina. Por su parte los tres caballeros enemigos se habían lanzado en su persecución y ahora lo que pasaba cerca de ellos no eran ya balas metálicas sino peligrosas flechas con una punta afiladísima. Por fortuna, los caballos de Andrea y del Mancino eran mucho más veloces que los otros y tampoco iban cargados con caballeros vestidos de armadura. Los dos amigos lanzaron los caballos hacia arriba por el escarpado sendero que subía hacia el núcleo habitado de Monte Marciano. Cuando llegaron a lo alto de la colina, con el pueblo ya a pocas leguas de distancia, se giraron hacia abajo y vieron que los hombre de Della Rovere no se habían aventurado más allá de un cierto punto.
―Como estaba previsto, en los territorios de los Piccolomini no entran. Por ahora hemos puesto a salvo la vida ―afirmó el Mancino.
―¡Por ahora! ―fue la respuesta de Andrea.
Los dos esbirros, Amilcare y Matteo, eran originarios de un pequeño pueblo de las montañas en el territorio de la Reppublica Serenissima di Venezia. Ponte nelle Alpi se encontraba en el camino hacia Alemania, que seguía hacia el norte, más allá de los baluartes rocosos de los Dolomitas, hasta llegar a tierras alemanas. Al menos una vez cada dos meses los habitantes del pueblo invadían el Tirol para aprovisionarse de cerveza. Algunos de ellos habían intentado aprender el arte de destilar la cebada y el lúpulo para producir el hermoso líquido color ámbar y espumoso pero, dada incluso la dificultad para entender la lengua de los amigos tiroleses, nunca habían conseguido obtener un producto lo bastante bueno como el que iban a comprar más allá del paso transalpino. Amilcare, que era un goloso de la cerveza, había llevado una buena provisión que, ahora ya, estaba a punto de acabarse.
―En esta zona, no sé porqué, la cerveza es imbebible. Hace sólo una hora y media que estamos cabalgando y ya está caliente como el pis ―dijo Amilcare, bebiendo del odre y emitiendo un sonoro eructo.
Lanzó el contenedor vacío y flácido al compañero más joven que lo cogió al vuelo y lo levantó sobre la boca abierta haciendo caer las últimas gotas del líquido. Luego, desilusionado, lo colgó detrás de la silla. A Matteo, con tal de meter en el cuerpo algo estimulante le iba bien incluso el vino local y de esta manera había robado un par de odres de Rosso Conero de las bodegas del castillo de Massignano. Se había dado cuenta de que el vino tinto era bueno aunque no estuviera fresco pero que se podía ingerir una cantidad muy inferior con respecto a la cerveza antes de que comenzase a marearse. Así que, por el momento, intentaba no pasárselo al compañero que habría bebido una cantidad exagerada sin darse cuenta.
―¡Todavía tengo sed! ¡Pásame el vino, Matteo! ―casi gritó Amilcare volviéndose a su compañero, inconsciente de que estaban acercándose a los muros del castillo de Rocca Priora, después de haber atravesado ruidosamente el puente de madera que permitía superar el río Esino.
―¡De eso ni hablar! ―respondió el otro ―Debemos permanecer lúcidos, por lo menos hasta la hora de comer, para llevar a cabo la misión que nos ha confiado el Duca. Después de que hayamos ensartado al petimetre y a su guardaespaldas, podremos celebrarlo. Intenta permanecer en silencio. Estamos debajo de los muros del castillo. ¿No querrás que nos caiga encima toda la guarnición de soldados?
Amilcare hizo un gesto con la mano como si quisiese aplastar un fastidioso insecto.
―El Duca ha dicho que no debemos preocuparnos, ni aquí en Rocca Priora, ni cuando lleguemos a la Torre di Montignano. Ha engrasado las bisagras de las puertas justas y nadie se preocupará por nosotros. ¿Ves soldados que nos observen desde el paseo de ronda de la guardia?
―No, pero esto no me tranquiliza. Estarán bien escondidos pero seguro que nos están observando.
―Pero no nos pararán. Y en la torre de Montignano no encontraremos ninguno. Tenemos el campo libre, tomaremos posiciones, esperaremos a los dos y los dejaremos secos sin que se den cuenta. Un trabajito sencillo y limpio. Luego no nos quedará otra cosa por hacer que volver a Ancona a recoger la recompensa y ya está… A casa. No veo la hora de volver a nuestras queridas montañas. Y, en cuanto sea posible, ten la seguridad de que llamaré a la puerta del burgomaestre de Vipiteno para hacer una buena provisión de cerveza. ¡Aparte de vino!
Y hablando de esta manera emitió otro sonoro eructo en dirección a una abertura en los muros del castillo, detrás de la cual había tenido la impresión de ver brillar unos ojos que observaban la escena. Pero nadie, en la fortaleza, dio señales de vida y los dos la superaron sin problemas. Avanzaron hacia septentrión siguiendo la ribera del mar, con los caballos a los que les costaba un poco avanzar en el terreno pedregoso, hasta que llegaron al Mandracchio, un baluarte hecho erigir por Piccolomini para defender la zona interior de las correrías de los piratas. Entraron en la fortaleza e hicieron abrevar a los caballos, luego se saciaron ellos mismos en la fuente de agua fresca. El patio, ya desde primeras horas de la mañana, era un ir y venir de personas de todo tipo, desde campesinos que con la carreta cargada de frutas y hortalizas se dirigían a vender sus productos al mercado de Monte Marciano, a los señorones locales que exigían los diezmos a los labriegos para que continuasen cultivando los terrenos de su propiedad, a los hombres armados que montaban a caballo, después de escogerlos con cuidado en los establos. Un mozo de cuadra se acercó a Matteo y Amilcare y, después de haber superado el asco debido al olor que los dos emanaban, se dirigió a ellos de manera amable.
―¿Quizás necesitáis cabalgaduras frescas, messeri? Por dos piezas de plata cuido vuestros caballos y os doy otros bien frescos. Cuando volváis a pasar por aquí a la vuelta podréis recoger vuestras cabalgaduras.
―No volveremos a pasar por aquí a la vuelta ―replicó Matteo, haciendo lo posible para que no fuese Amilcare quien respondiese, siendo éste último más rudo de modales que él. ―Los caballos son del Duca di Montacuto y es mejor que se los devolvamos. Nos va en ello nuestras cabezas. Realmente debemos llegar a la torre de Montignano. Ahora ya no debería estar muy lejos. Indícanos el mejor camino.
―¿Cuál es la recompensa por la información? ―preguntó el muchacho a Matteo poniendo al mal tiempo buena cara.
Matteo echó un poco de vino tinto de uno de los odres llenos en aquella que había contenido la cerveza, vaciada poco antes, y se la ofreció al joven mozo de cuadra.
―Esto debería ser suficiente. Si no te basta siempre puedo invitarte a husmear el aliento de mi compañero. ¡No tienes más que pedirlo!
El muchacho observó a Amilcare con aire asqueado y aceptó el odre que le ofrecían.
―Coged por la cañada y llegad hasta el pie de la colina. No vayáis hacia la localidad de Monte Marciano, manteneos a la derecha para alcanzar la cresta de la colina. Seguid siempre el sendero en lo alto de la colina y llegaréis a la torre mucho antes de la hora de la primera comida. ¡Mucha suerte!
―Suerte a ti, muchacho. Y gracias. ―Matteo casi estuvo a punto de sacar una moneda del talego que les había dado el Duca el día anterior pero la mirada de Amilcare le hizo desistir de recompensar aún más al mozo de cuadra.
Tiene razón Amilcare, dijo para sus adentros Matteo. Con su actitud amable, este podría ser un espía y ponernos detrás unos ladrones, una СКАЧАТЬ