Название: La Corona De Bronce
Автор: Stefano Vignaroli
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Историческая литература
isbn: 9788835420880
isbn:
Por lo tanto, el Duca había elegido transferirse aquí, dejando la Rocca Roveresca de Senigallia, porque Mondavio representaba el lugar ideal del que partir para la conquista de Urbino. Y debía hacerlo antes de que llegase Malatesta desde Rimini o, peor, desde Pesaro. El final de la primavera del año del Señor de 1522 era el momento adecuado para mover las propias guarniciones. El Papa Leone X había muerto y había sido sustituido por el Cardenal Adriano Florensz de Utrecht, que había tomado el nombre de Adriano VI. Éste era una marioneta, de cuyos hilos tiraba la oligarquía eclesiástica, y todos estaban convencidos de que no duraría mucho antes de que el Cardenal de Firenze, Giulio Dei Medici, hubiese tramado algo para reconquistar el solio pontificio. Por lo tanto, era necesario aprovechar el momento, anticipándose a los movimientos tanto de los Malatesta como de los Medici. Pero creía a su lugarteniente, Orazio Baglioni, un incapaz. Y, si incluso no hubiese sido un incapaz desde el punto de vista estratégico y militar, lo creía, de todas formas, un espía de Malatesta. Sólo unos meses antes, en diciembre, Francesco estaba aliado con Malatesta y junto con él había mandado las legiones pontificias desde Fabriano y desde Camerino, restableciendo el poder de los Duchi di Varano y dirigiéndose, a continuación, con las milicias unidas hacia Perugia. Se habían parado a la noticia de la muerte del Papa Leone X, volviendo, respectivamente, a sus territorios de Senigallia y Pesaro. Oficialmente Francesco Maria Della Rovere todavía estaba aliado con Malatesta y prueba de eso era aquel lugarteniente que continuaba a tener entre sus pies. Era necesario eliminarlo y coger un buen sustituto para su puesto, si quería entrar en Urbino rápidamente, burlando a su viejo aliado. Sólo un nombre le rondaba por la cabeza, el de Andrea Franciolini. Había hecho averiguaciones sobre él, en la época en que había asaltado la ciudad de Jesi, unos años antes. Los mercenarios a sueldo lo habían puesto al borde de la muerte pero se las había arreglado. No había comprendido muy bien cómo había escapado a la condena de muerte que pendía sobre su cabeza, quizás gracias al largo brazo del Duca di Montacuto, por lo menos eso se decía por ahí. Franciolini era joven pero tenía fama de ser muy bueno, como condottiero y como combatiente. Pero con el estado actual de las cosas parecía que estaba retenido, desde hacía ya unos años, en la Corte del Duca Berengario di Montacuto. Gracias a algunos espías que tenía en el castillo de Massignano, dos jóvenes siervos de origen senigalliese, finalmente había obtenido la información que necesitaba.
―Montacuto se ha puesto de acuerdo con Malatesta para enviar a su servicio al joven Franciolini. El 22 de mayo, Andrea Franciolini, con un hombre de escolta, pasará por la zona de Senigallia, para llegar hasta Malatesta en Pesaro y unirse a su ejército ―le había contado el joven cocinero Giuliano, un día que había vuelto a Senigallia con la excusa de ir a buscar a su madre ―Pero no llegará jamás porque es una trampa. En efecto, el Duca di Montacuto se ha puesto de acuerdo en secreto con el nuevo Papa para malvender la Marca Anconitana al Estado Pontificio por unos miles de florines de oro. Y, por lo tanto, ahora Franciolini es un personaje incómodo. Lo hará matar por dos sicarios cerca de la Torre di Montignano. Poco importará, cuando llegue ese momento, que esté por medio también aquel que, hasta ahora, ha considerado su brazo derecho, Gesualdo, llamado el Mancino. El Duca di Montacuto necesita dinero, mucho dinero, es ha endeudado hasta las cejas para hacer edificar una enorme, a la vez que inútil, fortificación para la defensa del puerto de Ancona. Y ya no consigue justificar sus gastos ante el Consiglio degli Anziani. Así que...
―He comprendido ―dijo Della Rovere haciendo deslizar en las manos del muchacho algunas monedas de plata ―Así que ha decidido vender al mejor postor la ciudad, la fortaleza, el puerto y los territorios, eliminando los personajes incómodos. Creo que dentro de unos días encontrarán muertos a todos los componentes del Consiglio degli Anziani de la ciudad de Ancona. Quién sabe, a lo mejor una epidemia, ¡repentina y providencial!
Esa misma noche, el Duca Francesco Maria Della Rovere, entró en Mondavio. A la mañana siguiente, los sirvientes de Orazio Baglioni encontraron al lugarteniente tendido en su propio lecho con los ojos abiertos de par en par y con espuma que le salía por los labios. Sobre el mueble de al lado de la cama fue encontrado un vaso que todavía contenía residuos de líquido envenenado.
―Se ha suicidado ―sentenció el Duca en cuanto le contaron la noticia ―Hace unos días me había confiado que sufría de penas de amor. Estaba enamorado pero la damisela objeto de sus deseos le había rechazado dos veces. ¡Una pena, era un soldado valiente. Ahora deberé encontrar un digno sustituto!
La jornada primaveral anunciaba la llegada de un verano tórrido y Francesco Maria vestía un ligero jubón amarillo y unas cómodas calzas. En ese momento tenía treinta y dos años pero demostraba algunos más. Era un hombre no muy alto pero robusto, el físico templado por las innumerables batallas, siempre combatidas en campo abierto. Incluso como condottiero nunca había retrocedido ante una batalla. Y los enemigos que había matado ya ni se contaban. La larga barba oscura, los cabellos rizados y el estrabismo del linaje Montefeltro, heredado de su madre, hacían de él un hombre sombrío, que infundía temor a cualquiera que se le pusiera delante. Era infrecuente que vistiese hábitos ligeros como ese día. A menudo, incluso en sus mansiones, vestía jubones claveteados y calzas reforzadas. Y nunca abandonaba su espada, siempre dentro de su funda sobre el flanco derecho. Por razones políticas se había casado muy joven, con sólo quince años, con la hermosa Eleonora Gonzaga, con la que había tenido un hijo, Guidobaldo, que ya tenía ocho años. Mujer e hijo estaban muy lejos de él y de sus campos de batalla y gozaban del lujo y de las comodidades de la Corte de Mantova. Pero cuando Urbino estuviese de nuevo en su poder, haría que Eleonora y Guidobaldo fuesen al Palazzo Ducale de Urbino que, en cuanto a hermosura, no se quedaba atrás con respecto al castillo de los Gonzaga. Y el hecho de tener de nuevo a Eleonora a su lado le permitiría comenzar a pensar en tener otro hijo. Es verdad, su descendencia estaba asegurada, pero un señor que se respete debe tener un montón de hijos, para mostrar en público y para enviar, en el momento oportuno, a desempeñar importantes cargos, dignos del nombre que llevarían.
Pensar en su mujer ausente, le había producido deseos e instintos reprimidos desde hacía tiempo y ya sentía como se erguía su sexo. ¿Pero cómo hacer para satisfacer en aquel lugar instintos que surgían con toda su potencia?
Llamó a un soldado de confianza, aquel que en ausencia del lugarteniente mandaba a sus tropas con base en Mondavio, el capitán de armas Lorenzo Ubaldi.
―Ahora que el leal Baglioni ya no está, querría pasar revista a la fortaleza para percatarme de las fuerzas que tenemos. Venga, guíame por los meandros y por los baluartes del castillo.
Pero la intención del Duca era la de hacerse conducir СКАЧАТЬ