Amora. Natalia Borges Polesso
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Название: Amora

Автор: Natalia Borges Polesso

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878673271

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СКАЧАТЬ se enroscaban sobre sí mismos, los hombros rectos, siempre. Era como si no quisiera estar ahí. La recuerdo porque era muy linda y porque me gustaba imitarla. Me fascinaba cómo Carolina podía tener el pelo blanco sin parecer vieja.

      Mi abuela siempre decía que no las molestáramos durante el té y nos llenaba el cuarto con todo lo que pudiera mantenernos ocupados. Una de esas tardes, me tiré un poco de talco en la cabeza y fui a la cocina a mostrarles mi pelo blanco. Carolina me alzó riéndose y recuerdo haberle preguntado cuántos años tenía y por qué no era vieja si tenía el pelo blanco. Nos las arreglamos para quedarnos en la cocina. Pero después de esa tarde, las visitas empezaron a escasear y mi abuela se entristeció de una forma que dolía de ver. Lloraba por la casa y fumaba escondida en un rincón del balcón. Creo que también bebía, porque había olores extraños y durante ese período fue una abuela displicente. Tuvo que pasar un invierno entero y la primavera para que Carolina volviera a visitarnos, me acuerdo bien, porque fue en el cumpleaños de Joaquim que ella apareció. Mi abuela parecía otra mujer. Estaba bien vestida, contenta y nuevamente olía a perfume y crema de lavanda. Las cosas empezaban a tener sentido en mi cabeza, ahora, quince años después. Mi abuela era lesbiana.

      ―Joaquim, ¿terminaste de comer? ―preguntó ella.

      ―No.

      ―¿Y de dónde sacaste eso de que soy lesbiana?

      ―Se lo escuché a mamá y papá.

      ―Ah.

      e me congelaron las manos y, por más que masticara, la comida no bajaba. Me levanté de la mesa con el plato en la mano y fui a la pileta de la cocina, haciéndome la desinteresada.

      ―¿Joana? ―dijo mi abuela.

      ―Sí ―le respondí con la voz más débil que tenía.

      ―Traeme la pimienta.

      ―Claro, abuela.

      Llevé el molinillo a la mesa y cuando estaba a punto de escapar, habló.

      ―¿No vas a sentarte para escuchar la respuesta a lo que tu primo preguntó?

      Me senté. En verdad ni me di cuenta de que ya estaba sentada, fue como si mi cuerpo lo hubiera hecho automáticamente. La cabeza me daba vueltas, los hechos se conectaban.

      ―Sí ―dijo.

      Joaquim empezó a reírse y Beatriz simplemente lo siguió en la risa.

      ―Joana, ¿querés preguntarme algo?

      ―¿Hoy viene Carolina? ―la pregunta salió toda mal formulada, pero mi abuela comprendió.

      ―Sí. Viene hoy, mañana, viene todos los días, como vos sabés desde chica. ¿Otra cosa que quieras preguntarme?

      ―No.

      ―¿Segura?

      Pensé que no pero respondí un sí masticado por un tipo de curiosidad. En casa, todas las conversaciones eran así, muy aclaradoras. Pero en ese momento no me gustaba.

      Mi abuela fue contando toda la historia, y ella era muy buena para contar historias. Mientras hablaba, yo tenía los ojos clavados en un tapiz que cubría toda la pared por detrás de ella, un tapiz con dibujos medievales, una fiesta en una aldea. Había dos cosas en él que siempre me atraían: un enano ebrio y dos mujeres que bailaban un poco alejadas, detrás de un árbol. Mientras lo miraba, Taís invadió mis pensamientos. Me acordé de su mano caliente tocándome por debajo de la camisa y pensé en las manos llenas de anillos de Carolina tocando el cuerpo de la abuela. En el tapiz las dos mujeres estaban de la mano. Respiré fuerte y Taís volvió, me metí en su pelo y le olí la nuca. Pero cuando me volví hacia atrás era el pelo blanco de Carolina sobre la cara de la abuela Clarissa. Una jarra de cerveza derramada sobre un piso de lana amarilla en otra parte del tapiz, bailábamos en su cuarto, y después de una o dos vueltas, eran los cuerpos de Carolina y de la abuela Clarissa que caían sin aliento en la cama. Tuve la sensación de haberme perdido gran parte de la explicación. Sobre el final, mi abuela decía veinte años, hace veinte años. Hasta que Joaquim preguntó por qué no vivían juntas. Pero eso no lo respondió, dijo que ya habían sido suficientes historias por hoy y resumió diciendo que no vivían juntas porque no querían. De todos modos me vino el recuerdo de que Carolina había estado casada con Carlos. Se me ocurrió que quizás ella no podía quedarse con mi abuela. Que quizás nunca habían bailado ni bebido juntas, o sí. Pensé en la naturalidad con la que Taís y yo llevábamos nuestra historia. Pensé en mi inseguridad de contárselo a mi familia, pensé en todos los compañeros y profesores que ya lo sabían, cerré los ojos y vi la boca de mi abuela y la de Carolina tocándose, a pesar de todos los impedimentos. Quise saber más, quise saberlo todo, pero no pude preguntarle.

      Giré la llave en la cerradura y todo mi mundo giró también cuando la puerta se abrió. El humor de la casa todavía era el mismo en las paredes. El nombre del color era hielo y lo habíamos elegido porque era más fácil para combinar con los otros bloques de colores, que nunca pintamos. Caminé hasta el final del pasillo y me detuve frente a la puerta del cuarto de la derecha. No estaba. Dejé la mochila y volví a la cocina haciendo ruido sobre las maderas sueltas del parqué. Nada. Ni en el living, ni en el baño, ni en el escritorio. Fui al balcón y abrí las persianas crujientes de madera marrón. Vacía, en la lucidez de la mañana, mi casa parecía un lugar mucho más grande que el que conocía.

      Cuando Luiza se fue y me dejó todas las cuentas para pagar, tuve que irme del departamento. Vomité durante tres días. Vomité de rabia, de miedo. De miedo de estar sola. Supe que Luiza se había ido de casa porque después de la pelea que duró una semana, decidí llamarla. La llamé al celular, no atendió. Llamé de nuevo, fuera de área. La llamé al trabajo y me dijeron que se había mudado a Río. Tengo pocos recuerdos de ese período. Me acuerdo de vomitar y llorar durante días y recuerdo que veía las cosas un poco borroneadas y en horizontal. Me fui del departamento porque en mis planes de vida, planes que eran los nuestros hasta entonces, no estaba escrito que tendría que pagar las cuentas sola, ni que tendría que elegir un color que derritiera ese hielo incrustado en las paredes a mi alrededor.

      Dejé el departamento y me fui a vivir a lo de una amiga que se iba de intercambio. Me dio la llave, dijo que podía quedarme, solo tenía que hacerle un favor, cambiar la canilla de la cocina, o el cuerito de la canilla ―está gastado― y se fue. Me quedé ahí. Un buen departamento, desconocido y absolutamente silencioso. Nos quedamos mi desaliento y yo. Volví a ver a Caetano.

      ―No estás en el control de la situación.

      Siempre que me encontraba sentada en ese sillón, me daban ganas de enterrarme en el terciopelo verde musgo, liquenizarme, aplastarme en los pelos de la tela hasta desaparecer en un abrazo verde e inhumano. La alfombra entre nosotros parecía un agujero negro. Era un dibujo en espiral que me absorbía los ojos y los pensamientos. Me quedaba ahí petrificada mirando la cortina de la ventana detrás de él, quería quedarme así, solamente respirando el aire caliente de enero que entraba, pero el agujero me comía los ojos y los llevaba al medio de la sala, y cuando volvía en mí, él estaba ahí, mirándome fijo, esperando que comenzara a vaciar mi interior. Como si fuera fácil, ligero y de todos los días, desanudarme como si me desnudara. Hacer que las palabras atravesaran la garganta y vinieran en forma ordenada con todo el sentido preciso o confuso. Antes de hablar, antes de abrir la boca, trataba realmente de ordenarme, organizar las ideas, pasaba toda la semana ensayando mi parte de la escena, mi parte del diálogo. Sin embargo, cuando él abría la puerta, el vacío sin fin de la sala СКАЧАТЬ