Amora. Natalia Borges Polesso
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Amora - Natalia Borges Polesso страница 4

Название: Amora

Автор: Natalia Borges Polesso

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878673271

isbn:

СКАЧАТЬ favor, Laura, basta. Eduarda, te llamé ayer y hoy temprano y tu mamá dijo que estabas descansando, es verdad, desde el martes que estoy queriendo hablar con vos y parece que estuvieras evitándome. ¿Qué es esta charla ridícula, Laura? ¿Qué? Ok, ok. Ya me dijiste lo que tenías que decir, ahora andate. Laura me miró dolida y fue hasta el auto mientras mi mamá gritaba. EDUARDA, ¿TU AMIGA NO SE QUEDA A ALMORZAR?

      El sábado se me hinchó la boca de aftas. Mi abuela tiene el don de hacer las salsas de tomate más ácidas de la galaxia. Siempre que hace pasta con tomate, casi instantáneamente se me llena la boca de heridas. Pasé la tarde y la noche leyendo procesos y mordiéndome la piel de alrededor. Sabía que el domingo tendría que socializar.

      No dormí, me levanté del sillón y fui a tomar un café a la cocina. Mi abuela ya se preparaba para hacer el almuerzo. Esa era la tradición. Llenarse de comida desde la llegada hasta la hora de irse. Abuela, ¿no se cansa de cocinar? ¿Y qué otra cosa puedo hacer, hijita? Me gusta cocinar, el tiempo pasa, la vida pasa, y por lo menos comemos, y vos sabés, con la boca llena se habla menos y con la panza llena más todavía, se piensan menos pavadas, y vos sos muy flaca, hijita, tenés que comer más y pensar menos. Pero yo no hablo tanto, ¿no, abuela? No hablás nada, sería bueno que hablaras un poco y no que te quedes con todo ahí adentro, esas ideas todas mezcladas, cosas que una ve y cosas que una inventa, así no se puede. Es verdad, abu. Ella tenía razón. Cosas que vemos mezcladas con cosas que inventamos. Y yo haciéndome la fría, la equilibrada, rodando escaleras abajo.

      En el almacén, por la tarde, mis tías me dieron cachaza de árnica para probar y me preguntaron si lo que me afligía era un hombre; porque si andaba triste y de cara larga, solo podía ser un hombre. No es hombre. No, claro. Y se mataron de risa. Yo seguí con la misma cara de quien está plantando albahaca. Tomé la cachaza y después otra, más dulce. Comí un pedazo de salame que me revolvió el estómago y después le pedí a mamá que condujera a casa. ¿Por qué, Eduarda? Porque tomé mucho, ma, esta vez tomé. Ay, Eduarda, me matás así, manejo yo entonces.

      Te acostás en tu cama, medio mareada y te preguntás cómo ese moretón en la pierna aumentó tres veces en pocos días. Tratás de encontrarle una explicación para lo morado, para el mareo, para la vida, quizás. Seguro que forzaste la pierna más de lo necesario. Condujiste. Sabés que cuando las cosas se mezclan de esa forma en tu cabeza es porque estás cansada. Estás exhausta. Y ves que las paredes del cuarto giran. Cerrás los ojos, respirás hondo y pensás que en un momento una está arriba con los pensamientos bien firmes sobre los hombros y enseguida las piernas vuelan por encima de la cabeza.

      La abuela Clarissa dejó caer los cubiertos sobre el plato, que quebraron la porcelana. Joaquim, mi primo, seguía con el mentón suspendido, golpeándose los labios con el tenedor, esperando la respuesta. Beatriz repitió la palabra como pregunta “¿qué significa lesbiana?”. Yo me quedé muda. Joaquim sabía sobre mí y me delataría ante la abuela y más tarde ante toda la familia. Sentí un calor letal que me subía por la nuca y me dolía detrás de las orejas. Preví la escena: abuela, ¿usted es lesbiana? Porque Joana sí. La vergüenza aparecía en mi cara y me denunciaba incluso antes de la delación. Cerré fuerte los ojos y contraje el pecho, esperando el tiro. Del otro lado de mis párpados, Taís y yo nos besábamos a escondidas en el último corredor del área de humanísticas de la biblioteca de la facultad. Abrí los ojos nuevamente y un poco mareada vi que mi abuela seguía con la mirada baja, Joaquim seguía golpeándose el tenedor en los labios y Beatriz apenas sacudía las piernas cortas sobre la silla.

      La abuela Clarissa era profesora de Historia, por eso la casa estaba repleta de libros, atlas, guías, videos con documentales, revistas, papeles, todo. Cuando era chica, le preguntaba qué había en esos libros y ella me decía que eran historias, muchas historias, de diferentes personas, lugares, tiempos, con formas diferentes de contar. Ella me preguntaba si quería escuchar alguna, me decía que eligiera un libro. Se me encendían los ojos de curiosidad. Corría por la casa y, con pasos torpes y cargando más libros de lo que podía llevar, tiraba todo en el sofá y volvía corriendo a buscar alguno perdido en el camino. Ella se reía fuerte y me preguntaba: Decime, ¿cuántas historias querés que te cuente? ¡Creo que no vamos a tener tiempo para todo eso! Yo seguía con los ojos golosos, esperando que comenzara. ¿Cuál querés? Yo señalaba un libro al azar. Muy bien entonces. Y comenzaba: Ah, ¡una historia muy buena! No me olvido nunca de esa. Es sobre un hombre que se llama Gregor Samsa, un vendedor. Después de una noche llena de sueños curiosos, se despierta sintiéndose muy extraño, tan extraño que no es capaz de levantarse de la cama. Yo pensaba que ya me había sentido así alguna vez. Su madre va a ver lo que pasó, pero él no abre la puerta. Entonces la hermana va a ver lo que pasó, pero tampoco le abre la puerta, hasta que su jefe decide ir a la casa porque Gregor nunca se había atrasado para ir al trabajo. Yo pensaba que si la maestra golpeara la puerta de mi cuarto, yo necesitaría una buena excusa. Entonces se siente obligado a abrir la puerta. Todos están horrorizados: ¡Gregor Samsa es un bicho! ¿Un bicho? Dios mío, decía yo. Como una cucaracha. El hilo de saliva que me colgaba de la boca hacía un charquito en el sofá. La metamorfosis fue uno de los primeros libros que leí, sacando los que son para chicos. Pero creo que lo leí recién a los once. Presenté el libro en una clase de lectura y, aunque lo hubiera leído y sacado mis propias conclusiones, lo conté exactamente como la abuela lo hacía cuando tenía seis años, haciendo todo el suspenso y las revelaciones en el momento preciso.

      Mis papás trabajaban mucho y nosotros, los chicos, nos quedábamos en la casa de la abuela por la tarde, después de la escuela. Mi abuela y mi mamá pensaban que era mejor ir a turno mañana porque el cerebro está más atento en ese momento del día, entonces desde siempre estudié durante la mañana. Ahora me parece extraño tener clases en la facultad en el turno vespertino, no puedo controlar el sueño, especialmente cuando el profesor de Latín empieza a hablar. Es un viejito de voz litúrgica que funciona a café y caramelo de leche. Fue en su clase que conocí a Taís.

      Solo reparé en ella a mitad de semestre, cuando llegó con la pierna enyesada y se sentó cerca de mí, enfrente, porque siempre me sentaba al lado de la puerta. Pensó que sería más cómodo. Me ofrecí a ayudarla. Cuaderno, carpeta y café en la mano, más las muletas, y nadie que me ayude, dijo, parezco invisible. Taís era de lingüística y yo, de literatura. Me alegra que Latín sea obligatoria para las dos áreas. En la pausa le pregunté si quería que le llevara otro café. Me dijo que sí. Nos quedamos conversando el resto de la clase, y en la otra, y en la siguiente, hasta la semana en que faltó. Yo no tenía ningún contacto, ni teléfono, email, no sabía su nombre completo, nada de nada. Pasé la semana entera pensando si iba a verla de nuevo, si se había muerto, si había dejado la materia, si algo terrible le había pasado.

      La semana siguiente, cuando apareció toda sonriente y sin el yeso, le pregunté la razón de su ausencia. Ella estiró la pierna fina encima del banco, después me agarró del brazo y me dio un chupetín a cambio del apoyo para subir la escalera. En la pausa, fuimos a la biblioteca. Dijo que buscaba un libro, pero que no se acordaba del nombre, no obstante, dijo que sabía dónde estaba y fuimos al último pasillo, sin ventana y con una luz baja. Ahí, en el fondo, dijo ella, y me arrastró de la mano hasta donde el estante casi se tocaba con la pared. Tomó el libro, lo abrió y le pasó la vista. Después levantó los ojos hacia mí y con una mano muy rápida me acercó a ella tomándome del cuello de la camisa y apoyó su frente contra la mía. Yo sabía lo que tenía que hacer, solo que nunca lo había hecho. Taís sonrió con esos dientes blancos y enormes, sonrió dentro de mi boca.

      Después de que echaron a la niñera por el episodio del horno a leña en el que se quemó media cocina, empezamos a pasar las tardes con la abuela. Ella y su amiga Carolina. Alrededor de las tres de la tarde, mi abuela ponía la mesa para el té. Las tazas con flores azules, el juego de porcelana, los cubiertos de plata, bandeja. Poco después del almuerzo, nos dejaba solos y se iba a la panadería. Volvía veinte minutos después con una caja de exquisiteces que siempre nos daba curiosidad. A las tres СКАЧАТЬ