Secta. Stefan Malmström
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Название: Secta

Автор: Stefan Malmström

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Off Versátil

isbn: 9788412272536

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СКАЧАТЬ el veneno, es­ta­ría ma­re­a­do.

      Ma­re­a­do y a os­cu­ras: no había mo­ti­vos para que se lo pu­s­ie­ra tan di­fí­cil.

      Ga­br­iel dormía pro­fun­da­men­te. Luke se le­van­tó, salió del dor­mi­to­r­io y cerró la puerta sin mo­les­tar­se en echar el ce­rro­jo. De­ci­dió que al día si­g­u­ien­te por la tarde iría al piso de Viktor y tra­ta­ría de re­cons­tr­uir los hechos. A las ocho en punto, ba­ja­ría las per­s­ia­nas para com­pro­bar hasta qué punto estaba oscuro el salón.

      10

      Karls­kro­na, 29 de fe­bre­ro de 1992

      Aunque to­da­vía era fe­bre­ro, ya olía a tierra mojada en la ave­ni­da Östra Vit­tus­ga­tan. Jenny iba de camino a la Igle­s­ia de la Cien­c­io­lo­gía, si­t­ua­da en la cén­tri­ca zona de Mö­lle­bac­ken. Tres­c­ien­tos veinte años antes, el ganado de Vittus An­ders­son había pas­ta­do allí. Pero aq­ue­lla calle que lle­va­ba el nombre del gran­je­ro ahora se había mo­der­ni­za­do y acogía so­br­ios edi­fi­c­ios de la­dri­llo ama­ri­llo y rojo. Eran blo­q­ues de pisos de los años se­sen­ta. Jenny se es­tre­me­ció. Aq­ue­llos edi­fi­c­ios siem­pre le habían pa­re­ci­do de los más feos de Karls­kro­na.

      «Quién sabe. Quizás en el siglo xvii fui una gran­je­ra aquí al lado, en la isla de Trossö —pensó—. Y cien años más tarde bailé en los sa­lo­nes más ele­gan­tes de París». Era tan feliz que hasta se le escapó una car­ca­ja­da.

      El in­v­ier­no estaba siendo inu­s­ual­men­te tem­pla­do. La pri­ma­ve­ra solía que­dar­se a las puer­tas del ar­chi­pié­la­go y tar­da­ba en llegar a Karls­kro­na. El frío mar siem­pre re­t­ie­ne a la pri­ma­ve­ra en la bahía para ase­gu­rar­se de que los karls­kro­ni­tas tengan que po­ner­se el abrigo unas se­ma­nas más que la gente del in­te­r­ior.

      Jenny estaba emo­c­io­na­da, pero no porque la pri­ma­ve­ra es­tu­v­ie­ra al caer, ni tam­po­co porque quizás hu­b­ie­ra sido pa­ri­si­na en una vida pasada. Lo que la tenía tan con­ten­ta era que se di­ri­gía a su pri­me­ra sesión de te­ra­p­ia o, como la lla­ma­ban los cien­ció­lo­gos, a su pri­me­ra au­di­to­ría. Para colmo, no le había tocado con cual­q­u­ier au­di­tor: le habían asig­na­do a Peter, que era uno de los me­jo­res. Según le había con­ta­do él mismo, los no­va­tos podían hacer aq­ue­lla sesión de prueba tras una re­vi­sión de su salud mental. Era como una de­gus­ta­ción. Servía para ha­cer­te una idea de lo que te podías en­con­trar más ade­lan­te. Si te gus­ta­ba y que­rí­as re­pe­tir, tenías dos op­c­io­nes: pagar o em­pe­zar a tra­ba­jar para la Igle­s­ia de la Cien­c­io­lo­gía, o más bien para el «centro», como lo lla­ma­ban en Karls­kro­na. La pa­la­bra «igle­s­ia» no tenía buena fama entre la gente joven, pero a Jenny le habían ex­pli­ca­do que aq­ue­llo era una igle­s­ia, una re­li­gión en toda regla. Para en­ten­der­lo, solo hacía falta tener claro el sig­ni­fi­ca­do eti­mo­ló­gi­co de la pa­la­bra «re­li­gión». Re sig­ni­fi­ca «volver» y ligare sig­ni­fi­ca «origen»; volver al origen, a lo que hubo al prin­ci­p­io de todo. Ayudar a la gente a de­sa­rro­llar y re­cu­pe­rar sus ha­bi­li­da­des ori­gi­na­les. A Jenny aq­ue­llo le había pa­re­ci­do bonito, y desde en­ton­ces no tenía ningún pro­ble­ma en pre­sen­tar­se como miem­bro de la Igle­s­ia de la Cien­c­io­lo­gía.

      El centro estaba en un local de la calle Bryg­ga­re­ga­tan que había sido una tienda de mue­bles. Tenía ven­ta­na­les que daban a la calle, varias salas en la planta de abajo y un gran sótano que antes era el al­ma­cén.

      Jenny aca­ba­ba de cum­plir die­ci­n­ue­ve años y en solo unos meses su vida había dado un vuelco. Des­pués de ter­mi­nar el ins­ti­tu­to, había en­con­tra­do su pro­pó­si­to, su motivo para vivir. Se había ido me­t­ien­do más y más en el mo­vi­m­ien­to, y ahora se de­di­ca­ba casi por com­ple­to a la cien­c­io­lo­gía. A Stefan, por el con­tra­r­io, todo aq­ue­llo no lo había se­du­ci­do del todo. Es más, en las se­s­io­nes de or­ien­ta­ción, que se hacían en el bosque, en lugar de pres­tar aten­ción se había de­di­ca­do a leer la in­for­ma­ción de los postes sobre la flora y la fauna. Así que Jenny y él se fueron dis­tan­c­ian­do. Dos meses atrás, ella asis­tió al curso de co­mu­ni­ca­ción y co­no­ció a un chico tan novato como ella. Se lla­ma­ba Daniel y era un año mayor, alto, tímido y con una son­ri­sa en­can­ta­do­ra.

      El curso de co­mu­ni­ca­ción duraba una semana. El primer día tu­v­ie­ron que sen­tar­se en­fren­te de un com­pa­ñe­ro, con las manos en el regazo y los ojos ce­rra­dos. El ob­je­ti­vo de aquel ejer­ci­c­io era apren­der a co­nec­tar con los demás y a ser fe­li­ces en cual­q­u­ier si­t­ua­ción. Para ello era cru­c­ial no pensar en nada, sim­ple­men­te estar pre­sen­te. Des­pués tenían que pro­vo­car­se entre ellos, tratar de que al otro se le cayera la más­ca­ra. Daniel y Jenny rieron mucho ha­c­ien­do los ejer­ci­c­ios. Tam­bién ha­bla­ron en los des­can­sos y coin­ci­d­ie­ron en las sa­li­das gru­pa­les del final del día. Cuando es­ta­ban ter­mi­nan­do el curso, Jenny empezó a ena­mo­rar­se de Daniel, y se dio cuenta de que él sentía lo mismo. Quince días des­pués, rompió con Stefan y empezó a salir con él. Al cabo de un mes, se fueron a vivir juntos.

      Daniel había hecho su pri­me­ra au­di­to­ría hacía dos días. Volvió a casa ple­tó­ri­co, pero no le contó nada a Jenny porque estaba prohi­bi­do. Ahora, por fin, ella tam­bién em­pe­za­ría su te­ra­p­ia.

      Aquel día había mu­chí­si­ma gente en el centro. Jenny colgó el abrigo en la en­tra­da y fue a la pe­q­ue­ña re­cep­ción. Las pa­re­des es­ta­ban llenas de cua­dros, muchos de ellos con citas del fun­da­dor, L. Ron Hub­bard, o Ron, como lo lla­ma­ban los cien­ció­lo­gos que ya habían ter­mi­na­do la for­ma­ción. Había una cita que a Jenny le gus­ta­ba es­pe­c­ial­men­te: «Un hombre que no puede co­mu­ni­car­se está muerto. Un hombre que puede co­mu­ni­car­se está vivo». Detrás del mos­tra­dor col­ga­ba un cuadro de un puente que se aden­tra­ba en un sol enorme. Debajo de la imagen ponía: «El puente a la li­ber­tad».

      En la sala grande con la mo­q­ue­ta de color marrón ver­do­so, que cuando aq­ue­llo fue una tienda había sido la zona de ex­po­si­ción de mue­bles, ahora había diez per­so­nas sen­ta­das por pa­re­jas ha­c­ien­do ejer­ci­c­ios de co­mu­ni­ca­ción. Las vi­dr­ie­ras es­ta­ban cu­b­ier­tas por dentro con pós­te­res del mo­vi­m­ien­to. Antes, como no había nada, los niños y los ado­les­cen­tes fis­go­ne­a­ban desde la calle, y luego em­pe­za­ron a ti­rar­les cosas y a es­cu­pir­les.

      Maria, Ca­mi­lla y Mikael es­ta­ban al fondo de la sala le­yen­do libros de Ron. Los tres eran cien­ció­lo­gos de­di­ca­dos que tra­ba­ja­ban para el mo­vi­m­ien­to en su tiempo libre. La her­ma­na de Daniel, Åsa, aca­ba­ba de em­pe­zar el curso de co­mu­ni­ca­ción y en aquel mo­men­to estaba ha­c­ien­do los ejer­ci­c­ios en el centro de la sala. Peter estaba en el mos­tra­dor de la re­cep­ción to­man­do café y char­lan­do con George, el mítico y mís­ti­co inglés que había im­pul­sa­do el mo­vi­m­ien­to en Karls­kro­na. Jenny solo lo había visto de pasada СКАЧАТЬ