Secta. Stefan Malmström
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Название: Secta

Автор: Stefan Malmström

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Off Versátil

isbn: 9788412272536

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СКАЧАТЬ Em­pe­ce­mos. Piensa en la última vez que tu­vis­te dolor de cabeza.

      La res­p­ues­ta llegó con ra­pi­dez.

      —Creo que fue hace dos meses. Des­pués del curso de co­mu­ni­ca­ción de tres horas que hice aquí, al llegar a casa tuve una ja­q­ue­ca re­pen­ti­na, y cuando me metí en la cama me dolía mucho. Me tuve que tomar un ibu­pro­fe­no y todo.

      Peter le pidió que le diera más de­ta­lles. Jenny tuvo que hacer un gran es­f­uer­zo para re­cor­dar­los. Hasta que no contó la misma his­to­r­ia tres veces, Peter no pro­si­g­uió.

      —¡Bien! La aguja ya fluye —dijo con una gran son­ri­sa. Luego le pre­gun­tó si re­cor­da­ba haber tenido ja­q­ue­cas en cir­cuns­tan­c­ias si­mi­la­res. A Jenny no le solía doler la cabeza y al prin­ci­p­io no se le ocu­rrió nada, pero fi­nal­men­te se acordó de la pri­me­ra vez que había bebido al­co­hol. Cogió una bo­rra­che­ra tre­men­da y al día si­g­u­ien­te se le­van­tó con resaca. Peter le hizo las mismas pre­gun­tas sobre aq­ue­lla oca­sión y luego pa­sa­ron a la si­g­u­ien­te ex­pe­r­ien­c­ia. Jenny le contó que a los seis años se había caído de la mesa del co­me­dor y se había ab­ier­to la frente. To­da­vía tenía la ci­ca­triz. Se sabía aq­ue­lla his­to­r­ia porque sus padres la con­ta­ban a menudo, pero en re­a­li­dad ella no se acor­da­ba de nada. Aun así, al final, Peter —Jenny no supo cómo— con­si­g­uió que ella res­ca­ta­ra los de­ta­lles que per­ma­ne­cí­an es­con­di­dos en su mente. O por lo menos eso pensó Jenny. Cuando tu­v­ie­ron bien clara la his­to­r­ia, Peter re­pi­tió:

      —¿Re­c­uer­das algún mo­men­to an­te­r­ior en el que tu­v­ie­ras ja­q­ue­ca?

      Jenny lo miró. No podía creer lo que le estaba pre­gun­tan­do.

      —Pero Peter, ahora nos es­ta­mos re­mon­tan­do a cuando era una bebé. Soy in­ca­paz de re­cor­dar si me hice daño o si tuve dolor de cabeza cuando era tan pe­q­ue­ña.

      Él no dijo nada. Esperó a que ella ha­bla­ra. Jenny se quedó en si­len­c­io y trató de pensar. Se ima­gi­nó a sí misma de bebé, pero aparte de eso tenía la mente en blanco.

      —No. No con­si­go re­cor­dar nada.

      —Te lo vol­ve­ré a pre­gun­tar. Ve a un mo­men­to previo en el que tu­v­ie­ras ja­q­ue­ca.

      Peter no se rendía. Jenny volvió a in­ten­tar­lo. Se quedó en si­len­c­io. Luego le entró la risa.

      —¿Qué ocurre? —pre­gun­tó Peter.

      —Que veo a una bebé que se res­ba­la del cam­b­ia­dor y cae a la bañera. Pero solo me lo estoy in­ven­tan­do para no de­cep­c­io­nar­te.

      Peter la miró tran­q­ui­la­men­te.

      —Des­cri­be lo que ves.

      Lo hizo, y se le ocu­rr­ie­ron mu­chí­si­mos de­ta­lles. O quizás los re­cor­dó. No sabía si la his­to­r­ia era cierta o falsa, pero en ese mo­men­to le im­por­ta­ba bien poco. Las pa­la­bras flu­ye­ron con una fa­ci­li­dad asom­bro­sa. Pensó que ten­dría que pre­gun­tar­le a su madre si de bebé se había caído en la bañera y se había dado un golpe en la cabeza. Des­pués de contar la his­to­r­ia varias veces, Peter dijo que la aguja fluía y le hizo la pre­gun­ta de nuevo:

      —Ve a un mo­men­to previo en el que tu­v­ie­ras ja­q­ue­ca.

      Jenny volvió a mi­rar­lo. Lo decía to­tal­men­te en serio. Ella trató de pensar en algún mo­men­to an­te­r­ior a 1972, el año de su na­ci­m­ien­to.

      La sala se quedó en si­len­c­io mucho tiempo. Como no se le ocu­rría nada, le empezó a entrar sueño. Peter volvió a decir lo mismo. Jenny se in­cor­po­ró.

      —Eso es —dijo Peter de pronto, mi­ran­do el e-metro—. ¿Qué ha sido eso? ¿En qué acabas de pensar?

      Jenny sonrió. Se sentía tonta, pero lo dijo:

      —He visto una ofi­ci­na.

      —¿Dónde estás? —pre­gun­tó Peter.

      —En Nueva York. —Las pa­la­bras le sa­l­ie­ron con na­tu­ra­li­dad—. Me parece que es la década de los cua­ren­ta. Estoy en una ofi­ci­na ban­ca­r­ia y el dolor me mar­ti­llea en la cabeza. Acabo de ave­ri­g­uar algo ho­rri­ble: que mi yerno, a quien yo mismo con­tra­té (porque soy el di­rec­tor del banco, por cierto) ha de­fr­au­da­do dinero. Lo estoy mi­ran­do. Él me de­v­uel­ve la mirada y me doy cuenta de que sabe que lo sé. —Jenny se quedó en si­len­c­io, sumida en sus pen­sa­m­ien­tos.

      —¿Te en­c­uen­tras bien? —pre­gun­tó Peter.

      —Sí. Solo estoy pen­san­do que es raro que en mi última vida fuera un hombre.

      Peter no res­pon­dió.

      —Y… vaya, lo que veo es ho­rri­ble —pro­si­g­uió Jenny—. Creo que cuando des­cu­brí el des­fal­co, se lo dije a mi yerno. Él lo ad­mi­tió. Estaba des­tro­za­do. Lo des­pe­dí y salió de la ofi­ci­na. Era el padre de mis nietos.

      Más imá­ge­nes, al­gu­nas de ellas frag­men­ta­r­ias, le vi­n­ie­ron a la cabeza. Jenny no hizo ningún es­f­uer­zo, sim­ple­men­te dejó que la his­to­r­ia sa­l­ie­ra de su boca.

      —Está claro que lo pri­me­ro que hizo fue em­bo­rra­char­se en un bar. Luego se fue a su casa, metió a mi hija y a mis dos nietos en el coche y se tiró por un ba­rran­co. No me ex­tra­ña que haya notado el dolor de cabeza.

      Jenny rio por lo bajo. Se sentía feliz y triste a la vez. La his­to­r­ia la había im­pac­ta­do. Como había hecho con las otras, la contó varias veces, aña­d­ien­do de­ta­lles en cada oca­sión. En­ton­ces Peter dio por ter­mi­na­da la sesión, sa­tis­fe­cho. No acor­da­ron qué harían a partir de ahora, pero Peter le pidió que vol­v­ie­ra al centro para hablar de si quería co­la­bo­rar con ellos. Luego le dijo que la te­ra­p­ia cos­ta­ba dinero, pero que si tra­ba­ja­ba allí se la harían gratis.

      Salió del centro ma­re­a­da. ¡Las imá­ge­nes que le habían venido a la cabeza pa­re­cí­an tan reales! ¿Era cierto todo aq­ue­llo? Si lo bus­ca­ba, quizás podía en­con­trar aq­ue­lla his­to­r­ia que había su­ce­di­do en el Nueva York de los años cua­ren­ta. Ten­dría que dar con un hombre que hu­b­ie­ra estado casado con la hija de un di­rec­tor de banco y que se hu­b­ie­ra sui­ci­da­do con su fa­mi­l­ia. Pero lo que más la acu­c­ia­ba eran sus ganas de con­tár­se­lo todo a Daniel. No podía es­pe­rar a llegar a casa.

      Cuando entró en el piso, el am­b­ien­te era muy aco­ge­dor. Había velas en­cen­di­das por do­q­u­ier, Daniel había pre­pa­ra­do té y en la mi­ni­ca­de­na sonaba Black Velvet, de Alan­nah Myles. Hablar de las au­di­to­rí­as estaba prohi­bi­do, pero ellos de­ci­d­ie­ron sal­tar­se la norma y pro­me­t­ie­ron que no lo com­par­ti­rí­an СКАЧАТЬ