Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco
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Название: Tríptico del desamparo

Автор: Pablo Di Marco

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670379

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СКАЧАТЬ volverme, descubro que Rafael se ha desnudado. Veintiséis años… Más un chico que un amante.

      —Espero que entre tanta mudanza —dice sonriente camino al baño— hayas dejado algún pedazo de jabón.

      Mientras oigo la ducha abrirse, enciendo la bombita que cuelga del techo de la biblioteca: fueron retirados los canastos y los libros. A mi alrededor, solo inútiles anaqueles de roble que sostienen la nada. Teresa ha olvidado embalar mis máscaras. Las ha dejado arrumbadas en el suelo. De los ojos huecos, alguna vez líquidos y brillantes, no se entrevén más que zócalos polvorientos.

      Arrastrando los pies, voy al dormitorio.

      Busco en el secretaire el sobre donde guardo mi pasaje de avión. Fecha de partida: 24 de febrero. Faltan nueve días, pienso. Apenas nueve días.

      Me abruma la insoportable falta del Ignacio que fue mi hijo, la ausencia de Gianluca, Lila y tantos, tantos más. Y también me abruma el peso de los siglos, apilados uno encima del otro, abriéndome la piel, ahogando las décadas, las edades, las eras. Paladas de tierra rellenando una fosa profunda.

      —Este vacío no me pertenece.

      Pasmada de frío, camino hacia el baño y busco consuelo en el rumor de la ducha. No me atrevo a entrar y descorrer la cortina.

      —¿Estás ahí, Irene?

      Cierro los ojos, invento su cuerpo bajo el agua. Me abrazo imaginando que mis brazos son los suyos. Puedo sentir su piel bajo la mía. La imagen me devuelve algo de calor, algo de paz.

      Ya en la cocina, pongo al horno la comida que Teresa dejó en la heladera. Después voy al teléfono.

      —Sí, Álvaro, soy yo. Estoy de regreso. Lo sé, entiendo tu temor. Es que la marea bajó de un momento a otro y las lanchas no podían navegar los ríos. No, ni siquiera los botes. Recién al tercer día volvió a subir el agua. Los pobladores decían que algo así no pasó nunca. Imposible llamarte, el teléfono más cercano estaba a kilómetros. ¿La casita? Resistió a duras penas el paso del tiempo. Tenías razón: está en mal estado, imposible venderla. Lo lamento, Álvaro, imagino tu intranquilidad. Están golpeando a la puerta, debe ser el encargado. Sí, mañana en la confitería, a la hora de siempre. Que descanses.

      A través de la mirilla distingo con dificultad a don Gómez alisándose los pelos de la sien. Cuando abro la puerta, me saluda levantando la boina.

      —Buenas noches, señora. No la quiero molestar, es que andaba medio preocupado. Tuvo las persianas cerradas por tres días, y nadie respondía al timbre. ¿Está bien, usted? ¿Está…? ¿Está sola? Porque la vi entrar acompañada, vio.

      —Le agradezco la inquietud, don Gómez. Me retrasaron ciertas obligaciones en las afueras de la ciudad.

      Permanece inalterable con las cejas arqueadas y el labio caído, como si mi explicación fuese un acertijo a resolver.

      —¿Alguna novedad estos días?

      —No, no. Nada nuevo, señora. Usted sabe lo que son las cosas acá. Qué le voy a explicar, si ya se me está yendo… —amaga a irse, pero se queda—. Y lo bien que hace. Porque acá lo único que se puede hacer es picárselas, rajarse carpiendo. Si está todo cada vez peor. ¿O no?

      Balbuceo una sílaba incomprensible que a él le basta para seguir su perorata.

      —Mire, qué sé yo: mientras no me metan la mano en el bolsillo, por mí que se maten todos. Del primero al último. Igual, la que se viene. ¡Mamita, la que se viene! Porque esto recién empieza. Y los que nos quedamos, ¿sabe qué? A los que nos quedamos, nos queda una sola: hacer igual que el monito.

      —¿El monito? —pregunto.

      Mi desconcierto parece divertirlo.

      —No me va a decir que no conoce el dibujo del monito. ¿De verdá no lo conoce? ¡El monito! ¡Ese que ni habla, ni escucha, ni ve! —y comienza a hacer entre risas la representación de los tres simios sabios, llevando sus manos a la boca, oídos y ojos—. ¡Es la única forma de no tener problemas en este país! ¿O no le parece, señora?

      Ante esa interpretación tan libre y personal de la clásica figura, desprendo una mueca que aparentemente lo deja satisfecho. Se despide elevando una vez más la boina sobre la cabeza. Mientras cierro la puerta le oigo repetir con plana jocosidad:

      —Es así, señora. Hágame caso. ¡Acá para pasarla bien hay que hacer como el monito! ¡Je, je! ¡Como el monito!

      La medianía: una de las tantas formas de la barbarie. Invisible y silenciosa, degrada a los hombres a indolentes monigotes de paja. Espectadores alegres con su ubicación de anteúltima fila, abucheando o aplaudiendo cuando el titiritero de turno así lo ordena. Hace demasiados años que no me despiertan compasión ni sus lamentos ni sus lloriqueos. No son víctimas. Son dictadorzuelos de sus propias vidas estrechas, y no hacen más que propagarse como una peste hasta reducir a los pueblos a comarcas de opereta.

      Asomada al pasillo, vuelvo a buscar consuelo en el rumor de la ducha. Me esfuerzo por distinguir el vapor que escapa del baño. Imagino los contornos de mi hombre perfilándose a través de la cortina. Mi hombre-niño. Mi Tadzio.

      De vuelta en la cocina, controlo el horno y busco dos platos de lo alto de la alacena. No puedo quitarme de la mente a don Gómez. Hubo un tiempo en que buscaba comprenderlos. Los justificaba, los apañaba, me esforzaba por reencauzarlos. A fin de cuentas, ese era mi deber. Pero ya no. Me he alejado de ellos, así como ellos se han alejado de mí. Hemos dejado de hacernos falta. Y muy pronto lo pagaremos. Todos lo pagaremos.

      Golpean otra vez. Abro la puerta con los platos en la mano, preguntándome qué estupidez habrá olvidado exponerme don Gómez, cuando una descarga helada me hiende el pecho.

      —Quedate tranquila. No vengo a lastimarte.

      Entra perturbado, como dudando. Cierra la puerta y se queda un instante con la cabeza inclinada, atento a los sonidos del palier.

      Un chirrido le acompaña los pasos al caminar hasta la mesa. Mientras se desploma en una silla, descubro el piso regado de trozos de porcelana. Miro mis manos abiertas sin poder recordar cuándo se me cayeron los platos ni el estruendo que debieron provocar.

      Hace años que Ignacio se redujo a un timbre que me espanta por las medianoches, a una sombra que me aterroriza con amenazas, insultos y exigencias de dinero. Y ahora lo tengo sentado frente a mí, vuelto un harapo, la cara oculta detrás de las manos y el pelo desgreñado que le cae sobre la ropa mugrienta.

      Busco bajo este hombre devastado algún vestigio del chico que fue mi hijo. Su actitud vencida no apacigua mi pavor: es una fiera herida, bastaría tocarle un nervio para que me devore de una dentellada.

      Deja caer las manos. A los veintiocho años tiene la mirada partida: sus ojos son los de un viejo sepultado bajo paladas de rabia y frustración.

      No debo preguntarme qué porción de su fracaso me corresponde. Este no es mi país, esta no es mi ciudad. Y poco me identifico con la cultura que me rodea. Pero este chico naufragando en mi cocina es mi hijo. Lo cobijé en mi vientre y se alimentó de mis propios pechos. Nada de su derrota me es ajena. Su derrumbe no es más que un espejo que me delata, libre de máscaras y de disfraces.

      —Estabas por cenar —dice señalando СКАЧАТЬ