Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco
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Название: Tríptico del desamparo

Автор: Pablo Di Marco

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670379

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СКАЧАТЬ se acomodan, su figura toma forma. Me acaricia una mejilla y va en busca de Ignacio.

      Ignacio retrocede, lo escupe y le lanza una patada mientras me grita “¡Puta de mierda!”. Rafael se arroja sobre él. Forcejean, pierden el equilibrio y caen. Rafael se levanta primero, se pone en guardia y espera a que Ignacio también se pare. Cuando lo hace, lo golpea una vez, y otra, le descarga una andanada de golpes. Mi hijo ya no ofrece resistencia. Una última trompada le abre un tajo en el pómulo, del que enseguida baja una hebra de sangre. Tambalea al borde de perder la conciencia. Tirada, olvidada al alcance de mis manos, reconozco el arma que le sobresalía de la cintura. Me arrastro a ella.

      —¡Rafael! —grito con voz monstruosa. El frío metal del arma tiembla en dirección a su pecho.

      Se queda inmóvil, reteniendo a Ignacio del cuello despedazado de su camisa.

      —Con mi hijo, no —digo sin dejar de apuntarlo—. Con mi hijo, no… Soltalo y andate. Andate ya mismo, si no querés que te mate.

      Libera a Ignacio, que se aleja de él trastabillando hasta refugiarse en mis brazos. No suelto el arma. Rafael se seca la transpiración estirando hasta la frente la remera que le lavé esta misma mañana en el Delta.

      Desliza los pies camino a la recepción. Se da vuelta y me interroga con una mirada de dolorosa mansedumbre: un niño obediente padeciendo el castigo de una madre enferma. Abre la puerta de salida, duda un instante. Entrecruza sus ojos con los de Ignacio. Lo observa sin odio. Él también se reconoce en su mirada, descubren que no son tan diferentes. Otra vez se dirige a mí, que sigo apuntándole con el revólver. Intenta decirme lo que no pueden sus labios tartamudeantes. Pero pronto da media vuelta y abandona el departamento.

      Asqueada, suelto el arma. Al caer, un eco metálico se expande por todo el comedor.

      Me parto en un llanto vacío de lágrimas. El lamento inútil de quien deja caer su máscara sin encontrar debajo más que un par de ojos turbios de muerte.

      Me arrastro hasta Ignacio, que ahora ha quedado inconsciente. Su cara destrozada es una caricatura cruel de quien, minutos antes, entró en este departamento.

      Sosteniéndome de las paredes y respirando con dificultad, llego al baño más cercano. Busco un par de toallas y una botella de alcohol. Al limpiarle la herida del pómulo, vuelve en sí, libera un gemido.

      —Sé cuánto duele, hijo. Sé bien cuánto duele.

      Aplico un trozo de algodón sobre sus encías ardientes. Le quito la camisa y le restaño la sangre con la toalla. Con su brazo enlazado a mi cuello, lo cargo como puedo hasta el dormitorio y lo acuesto en mi cama. Le saco las botas y las acomodo una junto a la otra, así como le enseñé a hacerlo cuando era un niño. Después le quito los pantalones y los doblo prolijamente sobre la silla del secretaire.

      Me tiendo con timidez a su lado. Me acerco de a poco, hasta que mi cuerpo se arrima al suyo, hasta que mis labios pueden rozar su cuello. ¿Cuánto hacía que no acariciaba, que no besaba a mi hijo?

      —Perdoname, Ignacio. Te suplico que me perdones.

      De mi memoria fluye una remota canción infantil: una canzonetta del Veneto que mis antepasados supieron transmitirse por siglos, de tierra en tierra. Una melodía nostálgica que ayudó a las mujeres de mi familia a vencer al tiempo cantándola por lo bajo, mientras calmaban con su leche tibia a sus recién nacidos.

      Acerco mis pechos secos a los labios destrozados de mi hijo. Y tarareo, en vano, jirones sueltos de aquella canción de cuna. Acariciándole el cabello, me abandono dócil en mi océano de soberbia y culpa, incapaz de tender un puente que aúne nuestras ruinas.

      Despierto entre un estrépito de gritos y maquinarias.

      Un sinfín de motas de polvo flota en el aire. Las sábanas, mi cara y mis lentes aparecen cubiertos de ceniza.

      Cuando me asomo a la ventana, entiendo el desastre: han terminado de demoler la vieja casona de los Ugarte Peñaloza. Del otro lado del vidrio no hay más que una polvareda espesa entre un ejército de gusanos armados con taladros y picos.

      Pero no les basta. Pretenden más. Lo pretenden todo. No tardarán en ir por la manzana de al lado, por la de enfrente. Y muy pronto vendrán por mí. Y cuando acaben conmigo irán por sus hermanos y por sus padres, y al final se regodearán con la carne de sus propios hijos. Y ni así estarán satisfechos. Sigan adelante, no se detengan. A fin de cuentas, no hacen más que cumplir con su destino, con su mandato de cerdos.

      Me aseguro de que la ventana esté cerrada del todo y bajo la persiana. Pero igual los ruidos la penetran. Doy media vuelta y recorro el dormitorio vacío. ¿Dónde está? ¿Dónde estás? Las sábanas revueltas, la almohada empapada en sangre. También faltan sus botas y su pantalón. ¿Cómo es posible? Si yo misma los acomodé anoche.

      —¡Ignacio! —grito asomada al pasillo.

      Vuelvo al dormitorio. Noto el secretaire torcido, sus cajones semiabiertos. Martirizada por el zumbido de una sierra, los abro uno por uno. Sí, fueron revisados. El sobre con mi pasaje está intacto, pero todo lo demás ha sido revuelto. No preciso ver el fondo del último cajón para saber con qué me encontraré.

      Igualmente, lo saco y lo apoyo con estúpida esperanza sobre las sábanas manchadas. El doble fondo, violentado. Faltan mis joyas y el reloj que me obsequió Álvaro. Y más atrás, nada: ni las banditas elásticas de los fajos de dinero. Solo Lila e Ignacio supieron alguna vez de este compartimiento escondido.

      Mis rodillas se doblan de a poco, me envuelvo y me encierro en mí misma. Permanezco así, oculta en lo más hondo de mi cuerpo marchito. Acurrucada en el suelo, un ovillo contra una esquina del dormitorio.

      Otro estruendo. El cielorraso cruje, el suelo vibra a punto de quebrarse. Más explosiones, más gritos.

       Allá afuera nos estamos matando. Allá afuera hay una guerra y vos todavía no te enteraste.

      Me cubro los oídos, pero es inútil. Son como disparos de un pelotón de fusilamiento. Y, con cada débil respiro, una puntada en las costillas. Y el vacío. El vacío que me despelleja por dentro.

      El polvo se me adhiere a los lentes. Me raspa la boca y la garganta.

      De rodillas espío a través de las junturas de la persiana: el ejército de gusanos sigue allí, a punto de desplomar el último muro. Provocan otro derrumbe. Le insuflan más polvo a la humareda que todo lo devasta, en la que todo desaparece.

      ¿Por qué han destruido la mansión? ¿Qué los obligó a hacerlo? Era el caserón de doña Esther, donde nos besamos por primera vez con Gianluca. ¿Dónde quedaron mis noches de baile? ¿Qué fue de los violinistas, la glorieta del jardín?

      Vuelvo a buscar sus botas bajo la cama. ¡Los gusanos! Se las habrán comido los gusanos. Como también al pantalón que yo misma colgué en la silla.

      —¡Ignacio!

      ¿Dónde está mi hijo? ¿Dónde?

      —Ignacito estará en la biblioteca —me respondo.

      Pasa horas enteras encerrado allí. Porque mi hijo es un gran lector. No podría ser de otra manera. O, tal vez salió con esa chica. Esa chica… ¿Por СКАЧАТЬ