Tríptico del desamparo. Pablo Di Marco
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Название: Tríptico del desamparo

Автор: Pablo Di Marco

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Avalancha

isbn: 9789878670379

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      —¿Te acordás cuando Lila preparaba la cena cada noche? —dice, y toma un cuchillo de la mesa. Recorta una figura en el aire, le da forma a su recuerdo—. Yo me sentaba acá, donde estoy ahora. Papá siempre allá y vos ahí enfrente —apunta el cuchillo en dirección a la cabecera—. La Reina siempre enfrente.

       Vengan… vengan todos a ver… La Reina está desnuda.

      Doy media vuelta para abrir el horno. El calor me abrasa las mejillas. Saco la bandeja ardiente y la suelto con torpeza sobre la mesada.

      —¿Tenés hambre? —le pregunto poniendo la mano bajo la canilla de agua fría.

      —Tengo sed.

      Esquivo los platos rotos para alcanzarle un vaso de agua.

      —Mamá…

      Una criatura balbuceando por vez primera un manojo de sílabas desconocidas. Desde los catorce, quince años que no me llama así: “mamá”.

      —Decime, Ignacio.

      —Tenés mal los ojos.

      —Estoy quedándome ciega. Los médicos no creen que se pueda hacer demasiado. Solo retrasar el proceso, en el mejor de los casos.

      Toma el agua de un largo sorbo. Temo que el vaso le estalle en la mano. Lo deja de un golpe sobre la mesa. Quiere decirme algo y no sabe cómo hacerlo.

      —Tengo miedo, mamá. Estoy… estoy jugado, ¿sabés?

      —¿Jugado? —pregunto confundida.

      —Me tienen agarrado de las pelotas —vuelve a esconder la cara detrás de las manos. Hace tanta presión al secarse las lágrimas que podría arrancarse los ojos—. Van tres meses que duermo cada noche en un lugar distinto. Me están mordiendo los talones.

      —¿Quiénes?

      —¿Quiénes? —lanza una risotada despectiva. Su voz se endurece—. ¿Quiénes, me preguntás? Allá afuera nos estamos matando. Allá afuera hay una guerra, y vos todavía no te enteraste.

      Estrujo el repasador hasta que me duelen los dedos. Tomo coraje y digo:

      —Desde que el hombre es hombre que allá afuera hay una guerra. Vos no inventaste nada. Ninguno de ustedes está inventando nada.

      Me arrepiento de lo dicho. Desearía volver atrás.

      —¿Cómo podés vivir así? —pregunta.

      —¿Así cómo?

      —Así. Encerrada en tu caja de cristal, de espaldas a todo.

      Me quedo callada.

      —Me voy —dice—. Antes dejame pasar al baño.

      —Ignacio…

      —¿Qué querés?

      —¿Precisás plata?

      Ni me responde. Busco sostén en la mesada cuando, al levantarse, creo reconocer la culata de un revólver asomándose por debajo de su cinturón.

      Ruego que utilice el toilette de la habitación de servicio, así no descubre a Rafael, que ya habrá terminado de ducharse. Pero camina en dirección al living. Lo sigo con cautela, mientras sus pasos desaparecen en lo profundo del departamento. Se detiene, da vueltas en la penumbra del inmenso comedor vacío.

      —Vení para acá —ordena masticando las palabras. Permanezco estática varios metros detrás—. Te dije que vengas para acá. Decime: ¿dónde están los muebles?

      Su brazo chasquea como un látigo sobre el interruptor. En lugar de las arañas, solo se enciende una pálida bombita. La luz se derrama penosa por las paredes, le otorga a sus facciones angulosas un aspecto animal.

      —¿No me oís? Te pregunté dónde carajo están todos los muebles.

      —Es que me estoy yendo —balbuceo.

      —¿Eh? ¿Qué dijiste? ¿A dónde mierda te estás yendo?

      —A Italia. A Venecia. Vuelvo a Venecia, junto a tía Tina.

      Se ha quedado paralizado, estudiándome. Y dice, en una voz tan baja que apenas logro entenderlo:

      —Te escapás, pedazo de mierda. Me dejás, me abandonás. Te hartaste de tu papelito de vieja millonaria, de jugar a la escritora fantasma. Y ahora te escapás como lo que siempre fuiste: una rata. —Se lanza hacia mí, su aliento arde en mi cuello—. ¡Vos no te vas a ningún lado! ¡No te vas a ningún lado, porque vos no sos nadie! ¡No existís! ¿Me escuchás, hija de puta? ¡No existís!

      Me zamarrea, sus dedos atenazan mi cuello. Impedida de respirar y estrujada contra la pared, agito los brazos como aspas. Acerca sus labios a mis oídos y murmura entre dientes:

      —¿Me podés escuchar? Mové la cabecita de arriba abajo, si me podés escuchar.

      Hago sumisa lo que me ordena. Mis lágrimas le humedecen la mano.

      —Vas a decirme que no te vas a ninguna parte. Ahora me lo vas a decir. Me vas a pedir perdón y me vas a decir que todo es mentira. ¿A ver, ratita? Hablá. Hablá de una puta vez, que no se te escucha una mierda.

      —Me voy, Ignacio —balbuceo con la voz destruida—. Vuelvo a Venecia… Vuelvo a casa.

      De una cachetada me desparrama en el suelo. Mis lentes vuelan por el aire hasta estrellarse contra la pared. De pronto, impulsada por una fortaleza que desconozco, me levanto y me lanzo sobre él como una poseída.

      —¿Qué es lo que querés que te diga? —grito desgarrándome la garganta, devolviéndole una catarata de cachetazos—. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¡Te tengo miedo, Ignacio! ¡Te tengo terror! ¿Qué te hice para que me odies tanto? ¡Respondeme de una vez! ¡Respóndanme todos de una vez, hijos de puta! ¿En tanto me equivoqué para que me odien así?

      Me detiene sujetándome del brazo. Veo cómo cierra con lentitud cada uno de los dedos de la mano derecha. Hurgo en su mirada y no encuentro más que dos cuencos turbios, tan vacíos e inútiles como los míos. Y me rindo ante su mano vuelta un puño.

      —Sí —dice—. Te equivocaste mucho. Demasiado.

      Y me demuele de una trompada en el estómago.

      Mis brazos alrededor de las rodillas. Un feto ahogado en un charco de horror.

      Me arrastro intentando alcanzar los lentes tirados en una esquina. Mis ojos distinguen los cristales partidos entre motas amarillas que flotan a ras del suelo.

      Me detiene pisándome la mano, estrujándome los dedos con la suela de sus botas. Suelto un grito. Le ruego entre sollozos que me deje en paz.

      De repente algo lo arroja violentamente a un lado. Dos brazos me rescatan, me apoyan junto al hogar. No distingo más que una figura empañada, pero reconozco su aroma, su piel fresca. Debió de oír el escándalo desde el baño.

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