El desaparecido. Franz Kafka
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Название: El desaparecido

Автор: Franz Kafka

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789877122169

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СКАЧАТЬ categórica, había provisto indirectamente la ocasión para que reconociera a su sobrino. Un sobrino que por cierto había buscado serle de utilidad desde antes y que por lo tanto ya le había dado de antemano un agradecimiento más que suficiente por sus servicios en ese reconocimiento; al fogonero ni se le ocurrió pedirle ahora alguna otra cosa. Por lo demás, aunque fuera el sobrino de un senador, eso estaba lejos de significar que fuera un capitán, y era de la boca del capitán que saldría a fin de cuentas la sentencia negativa. En consonancia con esta opinión, el fogonero intentaba no mirar a Karl, pero lamentablemente no quedaba en esta habitación llena de enemigos ningún otro sitio donde descansar los ojos.

      –No malinterpretes la situación –dijo el senador a Karl–, tal vez se trate de un asunto de justicia, pero al mismo tiempo es un asunto de disciplina. Ambos, y ante todo el último, se encuentran sometidos aquí al juicio del señor capitán.

      –Así es –murmuró el fogonero, y los que se dieron cuenta y lo entendieron sonrieron extrañados.

      –Aparte de esto, hemos estorbado tanto al señor capitán en sus asuntos protocolares, que seguro deben multiplicarse de manera increíble al atracar en Nueva York, que ya va siendo más que hora de que abandonemos el barco, no sea cosa que por medio de alguna intromisión absolutamente innecesaria encima transformemos esta rencilla insignificante entre dos maquinistas en un acontecimiento. Entiendo tu modo de proceder, querido sobrino, pero precisamente eso es lo que me da el derecho a sacarte de aquí con urgencia.

      –Enseguida haré que le pongan a flote un bote –dijo el capitán, para sorpresa de Karl sin presentar la menor objeción a las palabras del tío, que sin duda podían ser vistas como una autohumillación de su parte.

      El jefe de caja se precipitó hacia el escritorio y transmitió por teléfono la orden del capitán al jefe de botes.

      “El tiempo apremia –se dijo Karl–, pero no puedo hacer nada sin ofender a todos. No puedo abandonar ahora al tío, cuando acaba de reencontrarme. El capitán es amable, pero eso es todo. Con la disciplina se acaba su amabilidad y seguro que el tío dijo lo que pensaba. Con Schubal no quiero hablar, hasta me arrepiento de haberle dado la mano. Y todas las otras personas carecen de importancia”.

      Así pensando se acercó lentamente al fogonero, le sacó su mano derecha del cinto y la sostuvo jugueteando en la propia.

      –¿Por qué no dices nada? –preguntó–. ¿Por qué toleras todo?

      El fogonero se limitó a arrugar la frente, como si buscara la expresión acorde a lo que tenía para decir. Había bajado la vista hacia la mano de Karl y la propia.

      –Han sido injustos contigo como con ningún otro en el barco, lo sé perfectamente –y Karl movía sus dedos de un lado al otro entre los dedos del fogonero, que miraba en derredor con ojos brillantes, como si estuviera experimentando un deleite que nadie podía tomarle a mal–. Pero debes defenderte, decir sí y no, de lo contrario la gente no se entera de la verdad. Debes prometerme que me vas a hacer caso, porque me temo con muchos fundamentos que yo mismo no voy a poder ayudarte en nada más.

      Karl lloraba ahora, mientras besaba las manos del fogonero. Tomó después la mano inmensa, casi inanimada, y se la apretó contra sus mejillas, como un tesoro del que se viera obligado a prescindir. Para entonces el tío senador ya se había acercado y lo apartó, aunque ejerciendo la violencia más leve.

      –El fogonero parece haberte hechizado –dijo, echándole una mirada de inteligencia al capitán por encima de la cabeza de Karl–. Te sentiste abandonado, luego te encontraste con el fogonero y ahora le estás agradecido, es algo muy loable. Pero, al menos por mí, no lo lleves demasiado lejos y considera tu posición.

      Del otro lado de la puerta se armó barullo, se oyeron gritos, incluso pareció como si empujaran a alguien con brutalidad contra la puerta. Entró un marinero, algo desencajado, que llevaba atado un delantal de mujer.

      –Hay gente afuera –exclamó, dando codazos a su alrededor como si aún estuviera en medio del gentío.

      Al fin volvió en sí y quiso cuadrarse ante el capitán cuando descubrió el delantal de mujer, se lo arrancó y lo tiró al suelo, exclamando:

      –Esto es asqueroso, me ataron un delantal de mujer.

      Luego entrechocó los tacones y saludó. Alguien intentó reír, pero el capitán dijo con severidad:

      –Eso es lo que yo llamo buen ánimo. ¿Quién está afuera?

      –Son mis testigos –dijo Schubal adelantándose–, ruego encarecidamente se los disculpe por su comportamiento inapropiado. Cuando la gente ha concluido el viaje por mar, a veces se vuelve como maniática.

      –Haga que entren de inmediato –ordenó el capitán y, volviéndose enseguida hacia el senador, dijo cortés, pero apresurado–: Tenga usted la bondad, estimado señor senador, de seguir junto a su señor sobrino a este marinero, que los llevará al bote. No hace falta que exprese el placer y el honor que me ha deparado haberlo conocido en persona, señor senador. Espero tener en breve la oportunidad de retomar con usted nuestra interrumpida conversación sobre la situación de la flota estadounidense, y acaso volver a ser interrumpidos de manera tan amena como hoy.

      –Por el momento me basta con este solo sobrino –dijo el tío, riendo–. Acepte entonces mi mayor agradecimiento por su gentileza, y adiós. No sería para nada imposible, por lo demás, que en nuestro próximo viaje por Europa –apretó a Karl afectuosamente contra sí– podamos pasar juntos un tiempo más prolongado.

      –Sería una sincera alegría para mí –dijo el capitán.

      Ambos caballeros se estrecharon las manos, Karl apenas si pudo alcanzarle fugazmente la propia al capitán sin decir palabra, porque a este ya lo reclamaban las quizá quince personas que habían entrado guiadas por Schubal, algo sobrecogidas, pero haciendo mucho barullo. El marinero le pidió permiso al senador para tomar la delantera y separó al gentío en dos para ellos, que lo atravesaron con facilidad entre las reverencias de la gente. Daba la impresión de que estas personas, todas por cierto de buen ánimo, consideraban la pelea entre el fogonero y Schubal como un divertimento cuyo carácter ridículo no cejaba ni ante el capitán. Karl notó que entre ellos estaba también la muchacha de la cocina, Line, quien, guiñándole divertida un ojo, se ató el delantal que había arrojado el marinero, que era el de ella.

      Siguiendo al marinero salieron de la oficina y doblaron por un pequeño pasillo, que tras algunos pasos los llevó a una puertita, de la que bajaba una breve escalera hasta el bote preparado para ellos. Los marineros del bote, al que su guía se subió enseguida de un solo salto, se pusieron de pie y saludaron. El senador justo le estaba advirtiendo a Karl que bajara con cuidado cuando Karl, todavía parado en el escalón superior, estalló violentamente en llanto. El senador le tomó el mentón con la mano derecha y lo apretó fuerte contra él, mientras lo acariciaba con la mano izquierda. Así bajaron despacio escalón por escalón y entraron bien juntos al bote, donde el senador le buscó un buen lugar frente a él. No bien se alejaron un par de metros del barco, Karl hizo el inesperado descubrimiento de que se encontraban justo del lado del barco hacia el que daban las ventanas de la sala de pago. Las tres ventanas se hallaban ocupadas por los testigos de Schubal, que saludaban y hacían señas con la mayor amabilidad, hasta el tío agradeció y un marinero logró el portento de elevar un besamanos sin dejar al mismo tiempo de remar a la par del resto. Fue realmente como si ya no existiera ningún fogonero. Karl miró con atención al tío, cuyas rodillas casi rozaban las propias, y dudó que ese hombre pudiera reemplazar alguna vez al fogonero para él. También el tío apartó su mirada y se quedó observando las olas que mecían el bote todo alrededor.

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