El desaparecido. Franz Kafka
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Название: El desaparecido

Автор: Franz Kafka

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9789877122169

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СКАЧАТЬ triste a la maleta de Karl. Podía reconocerlo con toda claridad porque siempre había alguien aquí o allá que, con la inquietud del emigrante, encendía una lucecita, a pesar de que el reglamento del barco lo prohibiera, para intentar descifrar los folletos incomprensibles de las agencias de emigración. Si la luz estaba cerca, Karl podía dormitar un poco, pero si estaba lejos o reinaba la oscuridad, entonces debía permanecer con los ojos abiertos. El esfuerzo le había producido un profundo agotamiento, y ahora tal vez había sido completamente en vano. ¡Ese Butterbaum, si alguna vez volvía a cruzárselo!

      En ese momento resonaron a lo lejos, dentro de la calma hasta ahora perfecta del camarote, unos golpecitos breves, como de pies infantiles, que se fueron aproximando con sonido creciente hasta convertirse en la marcha tranquila de hombres. Iban en fila, como resultaba natural en el angosto pasillo, y se oía un tintineo como de armas. Karl, que había estado a punto de estirarse en la cama para entregarse a un sueño libre de todas las preocupaciones por maletas y eslovacos, se levantó de un salto y tocó al fogonero, para que al fin prestara atención, ya que el principio de la hilera parecía haber alcanzado la puerta.

      –Es la banda de música del barco –dijo el fogonero–, estuvieron tocando arriba y ahora van a empacar. Ya está todo listo, podemos irnos. ¡Venga!

      Tomó a Karl de la mano, descolgó a último momento una imagen enmarcada de la Virgen que estaba en la pared sobre la cama, se la metió en el bolsillo superior, alzó su maleta y abandonó apresuradamente el camarote junto a Karl.

      –Ahora iré a la oficina y les diré a esos señores mi opinión. No queda ningún pasajero, así que ya no hay que andar cuidándose.

      El fogonero repitió esto de diferentes maneras y quiso aplastar al paso una rata que se le cruzó en el camino con un golpe lateral del pie, pero que solo logró empujarla más rápido dentro del hueco que había alcanzado justo a tiempo. Sus movimientos en general eran lentos, porque si bien tenía piernas largas, eran demasiado pesadas.

      Pasaron por una sección de la cocina donde algunas muchachas con delantales sucios –se los rociaban adrede– limpiaban vajilla en grandes cubas. El fogonero llamó a una tal Line, la tomó por la cintura y la llevó consigo un trecho, con ella haciendo fuerza coquetamente contra su brazo.

      –Es el momento de la paga, ¿quieres venir? –preguntó él.

      –¿Para qué molestarme? Mejor tráeme el dinero –respondió ella, se escurrió por debajo de su brazo y se escapó de prisa.

      –¿Dónde pescaste a ese bonito muchacho? –llegó aún a exclamar, pero sin esperar respuesta.

      Se oyeron las risas de todas las muchachas, que habían interrumpido su trabajo.

      Ellos siguieron su camino y llegaron a una puerta que tenía arriba un pequeño frontispicio sostenido por unas pequeñas cariátides doradas. Para ser un decorado de barco se veía bastante suntuoso. Karl notó que nunca había estado en esta zona, que seguramente había estado reservada durante el viaje a los pasajeros de primera y segunda clase, pero ahora, antes de la gran limpieza del barco, habían retirado las puertas de separación. De hecho, ya se habían cruzado con algunos hombres que llevaban escobas al hombro que habían saludado al fogonero. Karl estaba sorprendido por el gran ajetreo, en su entrecubierta había notado poco de todo eso. A lo largo de los pasillos corrían también los cables de las líneas eléctricas y todo el tiempo se oía una pequeña campana.

      El fogonero llamó respetuosamente a la puerta y cuando se oyó el “¡Pase!” instó a Karl con un movimiento de la mano a que entrara sin miedo. Cosa que Karl hizo, aunque se quedó junto a la puerta. Ante las tres ventanas de la habitación vio las olas del mar, y observando sus alegres movimientos el corazón empezó a latirle como si no se hubiera pasado cinco largos días mirando ininterrumpidamente el mar. Grandes barcos entrecruzaban sus caminos, cediendo al embate de las olas lo que les permitía su peso. Si uno entrecerraba los ojos, los barcos parecían balancearse por su sola masa. En sus mástiles llevaban banderas angostas pero largas que, si bien tensas por la marcha, igual seguían agitándose a un lado y al otro. Sonaron unos cañonazos de saludo, seguramente provenientes de barcos de guerra. Los cañones de uno de ellos que pasó no muy lejos, brillantes por el reflejo de su revestimiento de acero, parecían como acariciados por la marcha segura, lisa y aun así no del todo horizontal. Desde la puerta podía observarse solo a lo lejos los pequeños barquitos y botes entrando de a grupos en los espacios que quedaban entre los barcos grandes. Detrás de todo eso estaba Nueva York, que miraba a Karl con las cien mil ventanas de sus rascacielos. En efecto, en esta habitación uno sabía dónde estaba.

      Sentados alrededor de una mesa redonda había tres hombres, uno era un oficial de navío, en uniforme naval azul, y los otros dos eran funcionarios de la administración del puerto, en uniformes negros estadounidenses. Sobre la mesa había varios documentos apilados, que el oficial sobrevolaba primero con la pluma en la mano para luego alcanzárselos a los otros dos, que leían o copiaban algunos extractos, o bien los guardaban en sus portafolios, si es que el que hacía casi todo el tiempo un pequeño ruido con los dientes no le dictaba algo a su colega para el protocolo.

      Sentado ante un escritorio contra la ventana y de espaldas a la puerta había un hombre más pequeño que manipulaba unos grandes infolios alineados sobre un grueso estante a la altura de su cabeza. A su lado, una caja para guardar dinero, abierta y a primera vista vacía.

      La segunda ventana, que estaba libre, tenía la mejor vista. Cerca de la tercera, dos señores dialogaban a media voz. Uno estaba reclinado junto a la ventana, llevaba también el uniforme del barco y jugaba con el puño de su espada. La persona con la que hablaba estaba vuelta hacia la ventana y al moverse dejaba al descubierto cada tanto una parte de las hileras de condecoraciones sobre el pecho del otro. Estaba de civil y sostenía un delgado bastón de bambú que, con ambas manos en la cadera, sobresalía también como una espada.

      Karl no tuvo mucho tiempo para ver todo, porque enseguida se les acercó un auxiliar y preguntó al fogonero, como diciéndole con la mirada que este no era su sitio, qué era lo que quería. El fogonero respondió, tan bajo como había sido interrogado, que quería hablar con el señor jefe de caja. El auxiliar, por su parte, desestimó el pedido con un movimiento de la mano, pero igual se acercó en puntas de pie al señor con los infolios, dando un gran rodeo para evitar la mesa redonda. Este señor –se vio con toda claridad– quedó helado ante las palabras del auxiliar, aunque al final giró hacia el hombre que quería hablarle e hizo ademanes de fuerte rechazo hacia el fogonero y, por las dudas, también hacia el auxiliar. El auxiliar volvió entonces con el fogonero y dijo en un tono como de confidencia:

      –¡Váyase inmediatamente de la habitación!

      Tras esta respuesta, el fogonero bajó la vista hacia Karl, como si este fuera su corazón, ante el que lamentaba en silencio su desgracia. Sin pensarlo dos veces, Karl se lanzó hacia adelante y atravesó la habitación, rozando ligeramente la silla del oficial. El auxiliar lo siguió abalanzándose con los brazos abiertos, como si persiguiera un insecto, pero Karl fue el primero en llegar hasta la mesa del jefe de caja, a la que se aferró, para el caso de que el auxiliar intentara arrancarlo de allí.

      Por supuesto que enseguida la habitación quedó convulsionada. El oficial de navío que estaba sentado a la mesa se levantó de un salto, los señores de la administración portuaria observaron con calma pero también con atención, los dos caballeros junto a la ventana se habían puesto uno al lado del otro, mientras que el auxiliar, creyendo que allí donde los grandes señores mostraban interés ya no debía meterse, dio un paso atrás. Junto a la puerta, el fogonero esperaba tenso el momento en que se requiriera su ayuda. Finalmente, el jefe de caja dio un amplio giro hacia la derecha en su silla.

      Del bolsillo secreto, que dejó expuesto sin escrúpulos ante la mirada СКАЧАТЬ