Los árboles en la cuesta. [Sung-won Hwang
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Название: Los árboles en la cuesta

Автор: [Sung-won Hwang

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección literatura coreana

isbn: 9786077640905

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СКАЧАТЬ al caminar, midió diez metros con sus pasos. Antes de la caminata, secretamente había medido su paso con la mano: unos cuarenta centímetros; entonces, le bastarían unos veinticinco pasos. Esa noche los hicieron descansar después de pasar la sexta colina.

      En la oscuridad, Yungu vio que hacia la derecha estaba la montaña y a la izquierda una ladera abrupta. Lugar ideal. No apartó su vista del cabo Kim, que estaba sentado tres personas adelante.

      El vigilante del grupo de Yungu fue a pedir fuego al vigía de adelante. En ese momento, un rehén le dijo: “Oiga, deme un cigarrillo y le cambio mis zapatos por los suyos”. El otro contestó: “Primero veamos si mañana estás vivo” y luego se oyó una carcajada.

      Kim se convirtió entonces en un bulto redondo y rodó por la accidentada ladera. Yungu pegó sus rodillas al pecho, las abrazó fuertemente y rodó también. Los guardianes, al principio, ­creyeron que alguien había empujado una piedra grande. Uno gritó: “¡Nada de juegos!”, pero después se dieron cuenta de lo que sucedía. Los rifles lanzaron fuego al aire desgarrándolo agudamente entre el cielo bajo y el valle.

      Yungu oyó los disparos cuando se agarraba al tronco de un pequeño árbol. Calculó que ya estaba a diez metros más o menos. Un poco más lejos, hacia la izquierda, estaba Kim agachado, pero de repente se deslizó hacia abajo. Se derrumbó lo que lo sostenía. Dos guardianes lo siguieron veloces. Poco después se oyeron varios disparos seguidos. Luego avisaron: “Uno capturado”. Después de un rato, desde arriba contestaron: “Falta uno más”. Los de abajo ya le quitaban los zapatos. “¡Carajo!, mira, este maldito traía su reloj en el tobillo”, comentaron.

      Después de examinar los lugares cercanos a Kim, siguieron más abajo. Todo en vano. Maldiciendo, se resignaron y subieron.

      Cuando todos se fueron, Yungu descendió tanteando, sin saber a dónde dirigirse; en eso oyó una voz desde los arbustos cercanos. Era Kim, el supuestamente muerto. La bala había atravesado su vientre y él, aguantando el dolor, fingió estar muerto. Se moría. Le habló con serenidad. Parecía que la apuesta se había interrumpido en el momento del clímax. ¿Qué hacer? Sus comentarios no eran los de un moribundo. “Quiero pedirte un favor. Manda esto a mi casa.” Le dio lo que tenía en la mano. Era un puñado de tierra. “Mándalo a mi casa, por favor. No les escribas nada, sólo remítelo en mi nombre.”

      Desde entonces lo tengo guardado. Yungu fue a un rincón y trajo su mochila, de la que sacó un sobre. Lo abrió. Al andar de aquí para allá, la tierra roja había disminuido. No llegaba ni a un puñado.

      —¿Qué significará esta tierra?

      —¿Será tierra mezclada con un poco de oro? —comentó un soldado ebrio de ojos rojizos.

      —Calla, hombre, aunque todo fuera oro, no valdría lo que una vida —lo regañó otro y agregó—: Quizá deliraba en el momento de su muerte.

      Tongjo seguía con la mirada prendida en la tierra y dijo:

      —No. Seguro que es el aviso de su muerte a sus padres. Les dice que está volviendo a la tierra.

      —¡Basta!, hombre, tírala. ¿Para qué la sigues guardado? —intervino Jyonte.

      —No, sea lo que sea, lo enviaré. Así cumpliré con él —contestó Yungu.

      —De acuerdo, como es el último deseo de un muerto, hay que hacerlo. Mañana iré a la sección de personal y averiguaré su dirección. Luego lo enviaremos —dijo Tongjo.

      —Hagan como quieran. Bueno, ahora brindemos por el regreso de nuestro amigo Yungu, por el espíritu del cabo Kim y por los espíritus de nuestros compañeros muertos en el último combate… —Jyonte sirvió licor a los reunidos.

       4

      Los sobrevivientes se ponían tristes por el recuerdo de los compañeros muertos y ocultaban la alegría de estar aún vivos. Era la cortesía de los vivos frente a los muertos. Sin embargo, esa cortesía era invención de los propios vivos, por lo que en cualquier momento podía ser rota. En el mundo de los hombres el licor servía para romper esa costumbre.

      El campamento Sotogomi estaba apenas a unos doce kilómetros de la frontera. Por esa razón, la disciplina era rigurosa. Todas las mañanas tenían entrenamiento en el cuartel y prácticas al aire libre, y en las tardes hacían reparaciones o aseaban el campamento. Para ellos no había domingos, pero, desde mediados de septiembre, cuando terminó el intercambio de rehenes según el Acuerdo de Armisticio, les daban permiso de salir los domingos a quienes lo solicitaban.

      Los que tenían permiso de salida iban, en general, a la cantina o al prostíbulo, según les alcanzara el dinero.

      Apenas firmado el Acuerdo, aparecieron los activos comerciantes alrededor de los campamentos. Instalaron cantinas ­atendidas por chicas, y prostíbulos cuyos clientes, naturalmente, eran los soldados. En esos días ya había varios de estos negocios, y los padrotes tenían unas cuantas prostitutas.

      Los soldados, como vertían el licor en el estómago vacío, por quítame allá esas pajas armaban broncas o iban a desfogarse con las putas. Querían sentir la alegría de vivir mediante el trago y el sexo.

      —¿Vamos? Todavía me queda dinero del que me mandó mi viejo —dijo Jyonte preparándose para salir. Cada domingo Jyonte traía permisos no sólo para él, sino también para Tongjo y Yungu.

      Su padre le mandó dinero cuando estuvo internado en el hospital militar. Antes de la guerra, su negocio andaba bien. Importaba grasa de res, materia prima para fabricar jabón. La guerra arruinó el negocio y ahora se recuperaba con otro en Pusan, a donde había llegado huyendo de la guerra. Esta vez tenía que ver con el azúcar.

      Cuando se le subió la bebida en aquel tenderete humilde, Jyonte sacó dinero de su bolsillo, lo llevó a su nariz y lo olió.

      —¡Ah!, este dinero huele a azúcar. No está bien usarlo para tomar algo agrio —y agregó dirigiéndose a Yungu—: Bueno, a pasar lista a las chicas.

      Luego miró a Tongjo y le alcanzó unos billetes.

      —Cómprate unos caramelos y vete a escribir unos poemas románticos.

      Cuando esto ocurría, Yungu se ponía detrás de Jyonte sin decir ni pío. No tenía por qué rehusar la oportunidad de gozar sin gastar su dinero.

      Jyonte se burlaba de Tongjo por sus principios morales respecto a las mujeres, pero no le exigía que los acompañara, lo que éste agradecía.

      Tongjo se compró una cajetilla de cigarrillos y, como otras veces, subió la colina detrás del campamento. Allí había pinos talados para reparar las instalaciones y para leña. Sentado sobre un tronco cubierto de hierbas para protegerse de la resina, se sumergía tranquilamente en su propio mundo. Ese día, sin duda, recordaría a su enamorada Sugui.

      Junto al campamento, debajo de la colina, había terreno yermo con rastros de haber sido campo de cultivo. En esos tres años la tierra, que ignoraba pala y azada, mostraba manchas amarillas y toscas en varios lugares llenos de hierbas silvestres que estaban más amarillas que la vez pasada. Sobre ellas caía el pleno sol de aquel 10 de octubre que maduraba toda clase de frutos.

      Aunque en comparación con Jyonte y Yungu había bebido la СКАЧАТЬ