Los árboles en la cuesta. [Sung-won Hwang
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Los árboles en la cuesta - [Sung-won Hwang страница 4

Название: Los árboles en la cuesta

Автор: [Sung-won Hwang

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección literatura coreana

isbn: 9786077640905

isbn:

СКАЧАТЬ y continuó—: El vidrio es algo temible. Una vez que entra en la piel, avanza hacia adentro. De niño pisé una botella rota, y ¡qué dolor! El cuchillo no es nada comparado con el vidrio. Aunque saqué el pedazo, seguía el dolor punzante. Esa noche no pude cerrar los ojos. Al día siguiente tuve que ir al hospital. Había todavía dos pedazos como granos de mijo que se metieron muy profundo. Esos eran los causantes del punzante dolor, porque toda la noche penetraron poco a poco en la carne.

      Tongjo experimentó otra vez la sensación de aquel vidrio grueso que lo aprisionaba como allá, en el pueblo, que se rompía en miles de pedazos y que los más filosos caían en todo su cuerpo.

      Jyonte se puso de pie.

      —Oye, ¿estás por escribir algún poema acerca del vidrio? Está bien pensar en la poesía, pero ahora tenemos que cambiar de lugar.

      El sol ya no era tan intenso como antes; sin embargo, el calor todavía era fuerte. Estaban a principios de julio. Se dirigieron a la sombra de una roca.

      —Bien, aquí sí podrás pensar en imágenes poéticas cuanto quieras. Pero, hombre, deja a un lado eso del vidrio y cuéntanos algo hermoso.

      Tongjo entendía qué significaba eso de “algo hermoso”. Se refería a su enamorada. Todavía no les había dicho que tenía una, pero Jyonte y Yungu lo sospechaban al ver las cartas que le llegaban. Cuando recibía carta de ella, Tongjo nunca abría el sobre inmediatamente. La guardaba en su bolsillo, iba a un lugar solitario y allí la leía. Una vez Jyonte lo hizo enojar. Fue dos semanas antes, a la hora del almuerzo. Ese día no había novedades en el frente. Jyonte agarró la mochila de Tongjo y empezó a esculcarla. Al verlo, Tongjo intentó quitársela. Jyonte, que suponía esa reacción, pasó la mochila a Yungu, como habían acordado, y agarró a Tongjo. El plan era que, mientras Jyonte lo tuviera sujeto, Yungu leería en voz alta las cartas de la enamorada. Pero Jyonte, que intentó agarrar de la cintura a Tongjo, se apartó apresuradamente porque le mordió la mano. Casi le sangraba. Luego Tongjo se lanzó sobre Yungu, quien después de un ¡ay! cayó de espaldas, tras haber recibido un cabezazo cerca de la sien. No habían imaginado tal reacción. Tongjo agarró su mochila y respiró aguantando el enojo. Sus ojos estaban enrojecidos, como los de un borracho.

      Jyonte trató de suavizar el ambiente con bromas:

      —Hombre, en el momento de la batalla pondré tu mochila delante de ti para que te portes valiente —y aunque sabía que no les contaría de su amada, se lo pidió para distraerse—: A ver, ¿cómo es tu chica que tanto la cuidas? ¿Acaso con hablar de ella se desgasta? Mira, para mí, tu amor puro es peligroso.

      Tongjo, sin hacerle caso, miró el bosque de pinos hacia abajo, entre los altos había unos pequeños. Las puntas de las hojas afiladas estaban rojas. Quizá tendrían muchos gusanos.

      —Me preocupa hasta qué punto es tuya esa chica que tanto amas. Mira, ya pasó la época de considerar suya a una chica sólo con un amor platónico. Si no hay un recuerdo por el contacto directo con su cuerpo, ya no se puede pensar que es de uno. A ver, dinos, ¿qué recuerdo tienes de su cuerpo?

      —Si no tienes nada que hacer, duerme la siesta. No digas más tonterías.

      —Oye, te lo digo por tu bien. A ver, dime, ¿qué recuerdo inolvidable de ella tienes? ¿Los labios? ¿La palma de la mano? ¿Ese lugar? Hombre, ¿por qué escupes? Ah, conque mis palabras son sucias para ti, ¿eso es? Pero, mira, como dicen: el perro juicioso es el primero que mete el hocico en la comida; quizás un tipo como tú ya puso su huella digital en su espalda, como este señor —dijo señalando a Yungu que se fumaba todo el cigarrillo hasta la colilla.

      —Hombre, ¿por qué te metes conmigo? No tengo nada que ver con ese cuento —protestó Yungu. Quería permanecer ajeno.

      —¿Acaso no eres un bandido? Mides todo, hasta al elegir a una mujer. Siempre escoges las de cierta edad, ¿no? Es que ellas saben amar. Eres un conocedor.

      Con tres horas de intervalo hacían turnos de vigilancia en ambos lados de la ladera de la montaña.

      Cuando Tongjo volvió de su turno, el sol estaba en el occidente. Sus luces eran lánguidas y el viento fresco de la tarde ventilaba el uniforme. El 30 de marzo había caído mucha nieve en esta cordillera centro oriental de la península, lo cual impidió maniobras militares. Como ahora estaban en verano, apenas cuando se atenuaba la intensidad de los rayos solares, se sentía un poco de frío.

      Jyonte, sentado con los brazos cruzados, estaba detrás de la roca, que ahora lo defendía del viento.

      Tongjo se sentó a su lado y otra vez recordó a Sugui, de quien se había acordado mientras estaba de centinela hacía poco. Dos años antes, la noche anterior a su ingreso al ejército, los dos habían trasnochado en un hotel de la costa de Jeunde. Toda la noche cayeron copos de nieve, y se besaron tanto que sentían dolor alrededor de la boca; había dejado de nevar a la mañana siguiente. Cuando resplandeció el sol, los dos se morían de risa, como niños, al ver uno de los ojos de ella con tres líneas en el párpado en vez de dos. Cada vez que recordaba a Sugui le parecía más preciado su secreto y aquella risa por los párpados diferentes. Las caricias de los labios, el mentón, el cuello, el pecho, no eran los recuerdos más importan­tes. En su primera carta, Sugui también mencionaba ese ojo. Dijo que no había salido de casa durante dos días, hasta que su ojo tuvo dos líneas otra vez. Además, había evitado a sus familiares porque no quería que descubrieran su secreto. Esperaba el día de su salida para que le hiciera otra línea en el párpado como aquella noche.

      Cuando recordaba los ojos con párpados diferentes de Sugui, no podía dejar de sonreír.

      —¿Por qué sonríes? ¿Hay algo bueno…? ¡Caramba, qué frío! —Yungu se levantó y empezó a ejercitarse estirando sus brazos hacia adelante y a los lados.

      Llegó el anochecer entre las montañas. Antes de que el crepúscu­lo rojizo desapareciera detrás del monte, una sombra gris empezó a llenar el pequeño valle. Se apresuró a tapar todo y subió a la montaña. Parecía lenta, pero era rápida. En el cielo morado aparecían las estrellas una tras otra. Volvieron los soldados de turno desde su lugar de guardia. Todos esperaban la orden de Jyonte de volver al campamento.

      —Está calentando la casa… —comentó un soldado mirando el pueblo.

      Detrás de la sombra de los pinos ya oscuros, subía un hilo de humo de color más claro. Era el humo de una chimenea.

      —El humo me despierta el apetito —dijo otro soldado—. Quizás esté haciendo crema de maíz.

      —Se habían llevado todo, ¿te acuerdas? No había ni una papa —añadió el anterior.

      —Quisiera tomar siquiera un vaso de agua caliente.

      —Oye, y aquella mujer ¿no sería una espía?

      Jyonte se paró y dijo a Yungu:

      —Informa al campamento que ya volvemos —y luego bajó con su carabina a la espalda.

      Tongjo sabía por qué bajaba Jyonte. Iba a matar a la mujer. Aunque no fuera espía, como temían que avisara de sus movimientos a los enemigos, debían llevarla al campamento. Como eso significaba un fastidio, la desaparecería. Con razón había informado al campamento que no había ni un alma en el pueblo.

      Tongjo esperó el sonido de la bala mirando las sombras por donde se había ido Jyonte. Yungu se le acercó.

      —¿Qué miras con СКАЧАТЬ