Los árboles en la cuesta. [Sung-won Hwang
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Название: Los árboles en la cuesta

Автор: [Sung-won Hwang

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección literatura coreana

isbn: 9786077640905

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СКАЧАТЬ cuando era niño. ¿Entonces? Crecí bajo la tutela de mi tío. ¿Dónde se encuentra su tío ahora? Su familia murió durante el bombardeo del 28 de septiembre. Aquí el examinador mostró compasión por la situación de Yungu. Luego siguió preguntando: ¿En qué trabajaba su tío? Agente de una compañía de seguros. ¿Qué hacía usted cuando estalló la guerra? Estudiaba en la universidad. ¿Qué especialidad? Comercio. El hombre meneó la cabeza. ¿Cómo pudo su tío, siendo agente de una compañía de seguros, educar a su sobrino hasta la universidad? Trabajé como profesor particular y vivía en la casa de mi alumno. Ah, usted sufrió mucho. Otra vez movió la cabeza. ¿Cuándo entró al ejército? En la primavera de este año. ¿Cómo evadió el servicio militar hasta los veinticuatro años? Huía. El hombre tocó en la mesa con el lápiz que tenía en la mano. Y cuando Seúl estaba bajo nuestro mando, ¿por qué no se enroló en nuestro ejército? Yungu no tenía la respuesta para esa pregunta. No podía contar la verdad: vivía escondido debajo de la sala. Al verlo vacilar, el hombre sonrió. ¿No quisiera entrar en nuestro ejército en este momento? Dudó. Claro, no tiene que responderme de inmediato. Piénselo más. Luego cambió de tema. De los que están aquí, ¿quiénes son oficiales? No hay ninguno. Yungu comprendió por qué le preguntaba por ellos: querían averiguar algunos secretos. Por esa razón, antes de que los atraparan, habían arrancado de sus uniformes todas las insignias y tirado todas las identi­ficaciones, de manera que ni ellos sabían quién era soldado raso y quién era oficial. Yungu había contestado así no porque abogara por los oficiales, sino porque en realidad no conocía a ninguno. El hombre se puso serio. Eres un mentiroso. ¿De verdad no hay ningún oficial? No, señor. El hombre alzó la voz. Eres un perrito del capitalismo. Mira, dijiste que eres de la especialidad de comercio, ¡qué mentira! No tienes la menor noción numérica. En primer lugar, te confundiste al calcular el tiempo. Dices que entraste al ejército esta primavera, pero estoy seguro de que llevas más de dos años en la vida militar. ¿Ves? Lo correcto no es la primavera de este año, sino de hace dos o tres años. Tu mirada lo dice todo. Mirada tranquila, pero en pleno movimiento. Es suficiente con echar un vistazo a tus ojos. Cuando tu pueblo estuvo bajo nuestro control, debes haber estado planeando algo contra nosotros y soñando algo reaccionario.

      Después del interrogatorio les dieron un puñado de arroz mezclado con cebada. Cuando todos comían, entró un soldado del norte y llamó a alguien. Todas las bocas dejaron de masticar. Silencio absoluto. Otra vez dijo el nombre. Uno se levantó apenas. Era un joven de baja estatura. Caminó detrás del soldado. Por un momento movió la garganta. Había pasado la comida contenida en la boca.

      A mediodía cesó la lluvia y el cielo empezó a despejarse. En la tarde escampó completamente. Tenían ganas de secar al sol su ropa mojada. El crepúsculo seguía con un hermoso color rojizo, ajeno al sentimiento de los prisioneros de la casucha. Cuando la noche empujó al crepúsculo, los sacaron, los formaron en fila y los hicieron caminar. Hasta ese momento el joven de la mañana no había vuelto.

      Por cada cinco o seis rehenes había un guardia con carabina. Los capturados caminaban sin saber hacia dónde. Las estrellas les hacían suponer que iban hacia el norte.

      Habrían caminado unos cuatro kilómetros, cuando llegaron a un valle angosto. De repente dieron la orden de alto. Al principio creyeron que era un descanso, pero nadie les dijo que se sentaran. Más bien, les pidieron que mostraran todas sus pertenencias. Pronto se oyeron amenazas. ¡Carajo!, ¿crees que soy tonto? Tienes cosas escondidas. A Yungu también le quitaron el reloj que se había guardado en la cintura, amarrado en la punta de su camisa, previniendo este caso.

      Reanudaron la marcha. Yungu, a pesar de la oscuridad, empezó a contar las colinas que pasaban: hasta ahora eran cuatro. Al bajar de la cumbre de la quinta colina los dejaron descansar. Los ­soldados del norte fumaban ocultando las luces del cigarrillo con las manos.

      De nuevo empezaron a caminar. Cuando pasaron la segunda colina después del descanso, de repente se oyeron explosiones. Luego aparecieron aviones de las tropas de la onu disparando. Parecía que su blanco estaba en la montaña, del lado por donde ellos caminaban. En el cielo, otra vez las nubes ocultaron las estrellas. Allí un avión surgía como un cometa, disparaba y se iba, y detrás de él venía otro y otro.

      Los vigilantes les gritaron que se sentaran y se quedaran quietos, pero algunos, aprovechando el momento, corrieron hacia la ladera. Se oyeron disparos de carabina y pasos de dos o tres soldados que los seguían. Después de unos instantes de silencio, se escucharon descargas intermitentes desde el fondo oscuro de la montaña. Luego el grito hacia este lado: “¡Capturamos a tres!” El que había contado a los detenidos devolvió los gritos hacia el valle: “Todavía falta uno”. Después de infructuosa búsqueda subieron resignados llevando en sus manos tres pares de zapatos en vez de tres recapturados de carne y hueso. El soldado que vigilaba al grupo de Yungu era uno de ellos. Tenía en su mano un par de zapatos. Les sacudió la tierra, los amarró y se los colgó al hombro.

      Al día siguiente llegaron a la parte saliente de la montaña. Allí había unas cuevas camufladas con ramas.

      Al llegar ellos, salieron unos soldados de una caverna. Parecía que había cambio de guardia. Pasaron lista, marcaron a los tres nuestros fugados la noche anterior, uno desaparecido, y entregaron el documento a uno de la caverna. Los guardias se quitaron los zapatos gastados y se pusieron los que traían colgados de sus hombros.

      A los rehenes les dieron un puñado de arroz, los dividieron en dos grupos y los introdujeron en diferentes cuevas. Luego les ordenaron dormir.

      Se tendieron sobre hierbas esparcidas en el suelo. Sus piernas cansadas se entrelazaron. Pronto se quedaron dormidos. Yungu, echado al lado del cabo Kim, notó que éste no dormía. Le habló. ¿A quién se llevaron? Kim, con los ojos cerrados, le contestó. Al teniente segundo del pelotón de rifles que llegó hace poco. Yungu no conocía a muchos, pero el cabo Kim, por haber estado en el ejército desde antes de la guerra, conocía casi a todos los oficiales, aunque no fueran de su grupo. ¿Quién habría sido el soplón? En ese momento Yungu pensó que quizás el mismo Kim, ya que tenía fama de problemático. En el verano del año pasado, faltando sólo unos días para su ascenso, desapareció del campamento y volvió después de veinte días. Había rumores de que fue a trabajar al campo de su familia; sin embargo, era un tanto dudoso, porque había entrado al ejército justamente para no trabajar en las faenas agrícolas. Según las leyes, le correspondía ir a la cárcel y ser degradado, pero considerando su experiencia desde antes de la guerra, sólo lo castigaron con la anulación del ascenso. En el invierno, cuando su grupo fue remplazado por otro, descubrieron su delito: había robado cosas destinadas al campamento. Decían que con eso compró una mujer. Esa vez no lo perdonaron. Lo metieron al calabozo por un mes y le retiraron dos grados. Aunque su clase era inferior, no obedecía el mando de los tenientes-sargentos primeros y los tuteaba. Por todo esto era sospechoso: quizás alertó al interrogador sobre el teniente segundo. Kim seguía con los ojos cerrados y hablaba con indiferencia. Quizás un novato de su pelotón habría metido la pata. Un muchacho pudo haber tenido la ilusión de que sería mejor tratado y ahora estaría arrepentido. Quizás esté junto a nosotros. Yungu pensó que si el interrogador le hubiera ofrecido algo por la información —y si hubiera sabido quién era el jefe—, quizás él también habría hecho lo mismo. Se sintió avergonzado por haber sospechado de Kim. Éste, de repente, abrió los ojos, volteó hacia él y le habló en voz baja: “¿Para qué hablar más del asunto? En mi mente ya no cabe eso, ahora sólo pienso qué hacer ahora. Esta noche es muy importante. Después será imposible, porque habremos avanzado demasiado hacia el norte. ¿Viste anoche a los fugitivos? Murieron tres, pero uno se salvó. Esos tres quisieron correr lo más lejos posible. Ése fue el error. Se debe correr unos diez metros, luego esperar hasta que se vayan todos. Sólo después se corre. Bueno, pensando en lo que haré esta noche, será mejor que me duerma”. Kim se volteó.

      —En ese momento decidí irme con él.

      Al oscurecer les dieron otro puñado de arroz y los hicieron marchar otra vez. СКАЧАТЬ