Los árboles en la cuesta. [Sung-won Hwang
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Название: Los árboles en la cuesta

Автор: [Sung-won Hwang

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección literatura coreana

isbn: 9786077640905

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СКАЧАТЬ escapar y llegar a un riachuelo. Aunque estaba oscuro, calcularon su anchura: unos cinco metros. En ambos lados del dique se percibían movimientos de gente. Quizás era la segunda línea del cerco enemigo.

      Los dos entraron al riachuelo. Por suerte, podían sacar la cabeza acurrucándose y así caminaron. En el fondo había piedras de diferentes tamaños. No era de esos riachuelos permanentes, sino de los que comúnmente estan secos y sólo cuando llueve se forma un río.

      El agua corría rápido. Los dos caminaron contra la corriente, porque supusieron que corría desde el pico Chuparyong, del norte. Jyonte le murmuró a Tongjo: “Carajo, ya no tendré que lavar la ropa para quitarle las manchas de sangre”.

      Sin embargo, era un duro trabajo caminar como patos con la cabeza encima de la superficie del agua, con enemigos en ambas orillas. Además, Jyonte no podía mover sus brazos heridos. Las vendas, mojadas por la lluvia, se hincharon por el agua y se pegaron más a las heridas. El dolor se intensificó, ya no movía los brazos. No bien avanzó unos metros, cuando sintió inertes sus piernas. Se quedó cada vez más lejos del amigo.

      Tongjo decidió empujarlo por la espalda, pero tampoco era fácil. Jyonte le pidió que lo jalara del cinturón. Le hizo caso. Caminaron un poco más rápido.

      Del cielo negro empezó a caer otra vez la lluvia.

      En ese momento sucedió algo muy chistoso: la cosita debajo del cinturón de Jyonte, al ser rozada por Tongjo, se puso tiesa. ¿Habría sido por el contacto con mano ajena? Un fenómeno instintivo que tampoco comprendió Jyonte. Estando en una crisis de vida o muerte, con el cuerpo cansadísimo y herido, esa cosa estaba llena de vida. Aunque eran mediados de julio, el cuerpo debajo del agua sentía frío, por la noche y por la lluvia. Tongjo también se dio cuenta del prodigio y soltó el cinturón. Jyonte bromeó: “Ay, hombre, agárralo y jálalo. No hay mejor timón”.

      Caminarían así unos dos kilómetros, hasta que pudieron abandonar la zona enemiga. Al salir del agua, Jyonte subió a la orilla y orinó.

      —Mientras tenga esta cosa llena de vida, no necesito pensar en la muerte.

       3

      Cuando después de tres semanas Jyonte salió del hospital militar, cerca de la planta Kumali de Jwachon, su regimiento ya se había trasladado a Sotogomi, un pueblo a ocho kilómetros al norte de Jwachon, y doce al sur del pico Chuparyong, la zona más cercana a la línea de armisticio.

      Al bajarse del camión militar, echó una mirada a su alrededor. Ese pueblo, antes de la guerra, perteneció a Corea del Norte por quedar al norte del paralelo 38, pero el año pasado, cuando su regimiento llegó por segunda vez, las casas debajo de la montaña quedaron en cenizas. Ahora, en menos de diez días, desde la firma del armisticio, en varios lugares ya había casas construidas y otras en construcción.

      El campamento quedaba a la derecha del camino. Con su maletín en una mano, caminó por la calle polvorienta en dirección al cuartel. Se sentía el calor que exhalaba la tierra.

      —Eres Jyonte… ¿verdad? —alguien le preguntó desde lejos. Volteó la cabeza y vio a uno que tenía la mano alzada entre los soldados que reparaban su bagaje. Era Tongjo.

      Jyonte le contestó en voz alta:

      —Oye, ¿escribiste muchos poemas?

      Después de informar su retorno en el cuartel, se dirigió a donde estaba Tongjo y se estrecharon las manos.

      —¿Cómo está tu mano?

      —Hombre, ya todo está bien —Jyonte estrechó más la mano de su amigo. Tongjo casi se quejó de dolor.

      —Menos mal, estaba preocupado de tener un amigo con los brazos chuecos. Uno que volvió del hospital nos dijo que los primeros días no podías sostener la cuchara y que la enfermera te daba la comida en la boca. Lo que me perdí. Me hubiera gustado ver esa escena.

      —Es verdad, al principio me dolió mucho porque la herida se infectó.

      —Y, ¿qué sabes de Yungu?

      —¿Yungu? Está aquí. ¿Por qué?

      —Qué bien. Creí que esa noche le había pasado algo fatal.

      —Ese día lo capturaron, pero después logró escapar.

      —Caray, experimentó lo bueno. Y, ahora, ¿dónde está?

      —Creo que esta mañana fue a Jwachon. Necesitaba informar sobre la comunicación. Como son las cuatro, ya debe estar de vuelta.

      Los soldados que conocían a Jyonte se acercaron y lo ­saludaron. Había varios nuevos. Eran soldados llegados para cubrir ciertas ausencias, lo cual le reconfirmó que muchos compañeros habían muerto en los combates sucedidos días antes del armisticio. Al nom­brar uno por uno a los ausentes, se pusieron tristes. Sin embargo, no se podía negar que esa tristeza se mezclaba con la alegría de que ellos, en cambio, estaban vivos. ¿Quién podía reprochárselo? Nada más se cuidaban de no expresarla ante otros.

      Yungu llegó de Jwachon poco antes de la hora de la cena. Después de comer, cuando volvieron a su tienda de campaña, Jyonte le habló:

      —Creí que te había pasado algo malo. Pregunté por ti a los heridos que llegaban al hospital, pero nadie me supo dar noticias tuyas. Mira, traje esto pensando en celebrar un humilde rito por tu alma —sacó de su mochila dos botellas de aguardiente y tres calamares secos—. Ahora será para celebrar tu vuelta a la vida. A ver, aunque el estómago esté lleno, tomemos mientras me cuentas cómo te fugaste.

      Destapó la botella con los dientes y le sirvió a Yungu en el pocillo. Yungu, cogiendo el envase con mucho cuidado, comenzó su relato:

      —Aquella noche decidí escaparme hacia el sur, desde donde se oían los cañones de nuestra tropa. Más tarde supe que había cometido un error. Debí ir hacia el este.

      Los enemigos los habían sitiado por el oeste y el sur en varias líneas. Por lo tanto, aunque él creía que se había escapado, prácticamente se encontraba dentro de las líneas enemigas. Así, toda la noche dio vueltas en el territorio sitiado, bajo una terrible lluvia.

      Al amanecer se metió en un hueco lleno de agua y ahí encontró a otra persona. Era el famoso y problemático cabo Kim. Ambos, agotados y sin ganas de hablar, estuvieron quietos dentro del mismo agujero. Después de un buen rato, Kim balbuceó: “Qué bueno sería si atacaran en la mañana”. Después de un rato, habló otra vez: “Dicen que es preferible ser capturado por los chinos que por los norcoreanos”. Por esta guerra el pueblo llegó a saber una verdad: los coreanos son más crueles con sus propios hermanos. Era muy común que, en vez de tratar a los capturados como re­henes de guerra, después de un breve e inmediato juicio los fusilaran.

      Sería por suerte o quizá no, el caso es que Yungu y su gente fueron capturados por el ejército chino, que los llevó a Kumsong, donde estaban los campamentos enemigos. Los metieron en una casucha junto a un edificio destruido que apenas los protegía del viento y la lluvia. El piso de tierra estaba cubierto por unos tapetes empapados de agua. Habría unos cincuenta capturados. Pronto empezaron a examinarlos.

      El hombre de más de cuarenta años, con la insignia de capitán del ejército norcoreano, estaba sentado detrás de una mesa СКАЧАТЬ