Ciudadanía global en el siglo XXI. Rafael Díaz-Salazar
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      Manuela Mesa

      El mundo actual se caracteriza por el predominio de una cultura de violencia. Esta situación afecta a millones de personas en todo el planeta que sufren conflictos armados, situaciones de pobreza, injusticia y violación de los derechos humanos, entre otras. Las respuestas a un conflicto son múltiples y abarcan desde la negociación hasta la destrucción del adversario. Con frecuencia se legitima el uso de la violencia como inevitable para resolver los conflictos, pero a lo largo de la historia las opciones negociadas y pacíficas han resultado en numerosas ocasiones mucho más efectivas y no han generado sufrimiento, dolor y destrucción.

      Según el informe de Alerta 2019, de la Escola de Cultura de Paz (2019), en el mundo hay 34 conflictos armados, de los cuales 16 se concentran en África, 9 en Asia, 6 en Oriente Medio, 2 en Europa y 1 en América, el que se refiere a Colombia, como consecuencia de la fragilidad del proceso de paz y por la finalización del alto el fuego entre el Gobierno y el grupo guerrillero ELN (Escola de Cultura de Paz 2009: 30). En América Latina, aunque solo se contabilice el conflicto armado de Colombia, la situación de violencia y de inseguridad ciudadana es muy grave y el número de homicidios supera a los de algunos países en guerra (Unodc, 2019). La violencia forma parte de la experiencia de muchas personas en América Latina y la educación no puede quedar al margen de esta realidad.

      Violencia y conflicto

      Desde la investigación para la paz se diferencia entre violencia y conflicto. Uno de los aportes más relevantes fue el del investigador Johan Galtung (1969) y sus conceptos de violencia directa, violencia estructural y violencia cultural. La violencia directa se relaciona con la agresión y su máxima expresión es la guerra, pero también abarca asesinato, tortura, intimidación, delincuencia, crímenes y terrorismo. La violencia estructural es aquella que procede de las estructuras sociales, políticas y económicas opresivas, que impiden que las personas pueden satisfacer sus necesidades básicas y se desarrollen en toda su potencialidad: la pobreza, el hambre, la falta de acceso a la educación o la salud y el deterioro de los ecosistemas son formas de violencia. La violencia cultural es aquella que procede de la imposición de unos valores o pautas culturales, negando la diversidad cultural y legitimando el uso de la fuerza como forma de resolver los conflictos. Incluye aquellas ideologías o creencias que normalizan o naturalizan la desigualdad de género, la pobreza, el racismo y la xenofobia, la exclusión o la marginación.

      Por tanto, la violencia es una construcción social compleja, conformada por actitudes, acciones, palabras, estructuras o sistemas que causan daño físico, psicológico, social o medioambiental o impiden a una persona o grupo alcanzar su potencial humano pleno. Las distintas formas de violencia se retroalimentan entre sí en lo que se ha llamado el “continuum de las violencias” y, con frecuencia, la violencia directa se sustenta en violencias estructurales asociadas a la exclusión y discriminación y en una violencia cultural que legitima la agresión como algo inevitable e inherente al ser humano.

      Por su parte, se considera el conflicto como un elemento constitutivo de toda sociedad, que se produce en situaciones en las que las personas o grupos sociales buscan o perciben metas opuestas, afirman valores antagónicos o tienen intereses divergentes. El conflicto no es positivo ni negativo en sí mismo, lo que es importante es la forma en que se regulan o transforman estas incompatibilidades, si es de forma constructiva o destructiva. La mayor parte de los conflictos se resuelven de forma pacífica, recurriendo al diálogo y a la negociación, así como a reglas y procedimientos institucionalizados. A lo largo de la historia, los conflictos han sido una de las fuerzas motivadoras del cambio social y un elemento creativo esencial en las relaciones humanas. Para regular los conflictos de forma pacífica o transformarlos en situaciones no violentas se requiere abordar las raíces de la violencia directa y explorar vías para superar las desigualdades estructurales y avanzar hacia unas relaciones equitativas; y también la adopción de un enfoque global y multicultural que abarque las fuentes de la violencia global.

      El concepto de paz, al igual que el de violencia, ha ido evolucionando y se ha pasado de la paz negativa, considerada como la ausencia de violencia directa o guerra, a la paz positiva, entendida como un proceso orientado a la transformación pacífica de los conflictos en el ámbito personal, local e internacional. La paz positiva promueve valores relacionados con la armonía social, la igualdad, la justicia, los derechos humanos, la solidaridad, el respeto a la naturaleza y a la diversidad. Y facilita el desarrollo de capacidades relacionadas con el diálogo, la empatía, la construcción de consensos para abordar los conflictos desde la creatividad y la imaginación.

      La paz es sinónimo de justicia y satisfacción de las necesidades básicas y está influida por el contexto, la cultura y la política. Pueden existir diversas maneras de construir la paz y por eso algunos autores hablan de “paces” (Martínez-Guzmán, 2001). La paz se construye a partir de la acción de personas que en distintos lugares del mundo optan por abordar los conflictos desde la no violencia, construyendo consensos y escenarios de “gana-gana”. En este proceso de construcción de paz, la contribución de las mujeres ha sido muy importante, pero con frecuencia sus aportes han sido ignorados e invisibilizados y no han formado parte del conocimiento dominante. En los últimos años se ha incorporado la perspectiva de género a la construcción de la paz, reconociendo toda una genealogía de mujeres que a lo largo de la historia han jugado un papel relevante en poner la vida en el centro frente a las dinámicas de la violencia, en promover el diálogo y las alianzas, que han tendido puentes entre los grupos enfrentados y han facilitado la reconciliación en las sociedades rotas por la violencia (Mesa y Alonso, 2009). Como dice María Zambrano, la paz es mucho más que una toma de postura; es una auténtica revolución, un modo de vivir, un modo de habitar el planeta, un modo de ser persona y, añadiríamos, una manera de ejercer la ciudadanía.

      La construcción de la paz y la ciudadanía global

      En un contexto de globalización, ¿qué significa construir la paz y como afecta la noción de ciudadanía? La ciudadanía se relaciona con la titularidad de unos derechos y deberes que tienen las personas en relación con un territorio determinado. Como afirma Adela Cortina (2000), el concepto pleno de ciudadanía integra un estatus legal —un conjunto de derechos—, un estatus moral —un conjunto de responsabilidades— y también una identidad por la que una persona se sabe y se siente perteneciente a una sociedad. La identidad colectiva de una comunidad social se basa en aquello que se comparte, en aquello que se tiene en común, en aquello en que se reconoce o identifica con el común.

      Con la intensificación de los procesos de globalización se ha producido una expansión de las actividades sociales, políticas y económicas que supera las fronteras estatales, regionales y continentales. Las fronteras entre los asuntos locales y globales son cada vez más difusas. De este modo, un acontecimiento puede ocasionar un profundo impacto en regiones distantes del planeta y, al mismo tiempo, acciones locales pueden tener enormes consecuencias globales.

      El concepto de ciudadanía ligado a un territorio se ha ido transformando y la idea de “comunidad política” ya no puede situarse dentro de los límites del Estado-nación (Martínez-Guzmán, 1999). Se configura una nueva noción de ciudadanía que trasciende las fronteras de los Estados y goza de un alcance internacional. La ciudadanía, para no ser excluyente, debe ser progresivamente desnacionalizada, desterritorializada y democratizada, y pasar a fundarse en criterios respetuosos con la dignidad humana, la igualdad de derechos y el respeto por las diferencias (Silveira-Gorski, 2000), promoviendo una convivencia pacífica y abordando la conflictividad desde el diálogo y el consenso.

      Surge así la noción de ciudadanía global, que se enmarca en las propuestas de democracia cosmopolita (Held, 1997). Las personas pueden disfrutar de múltiples ciudadanías —la pertenencia política a las diversas comunidades que las afectan de forma significativa—. Serían ciudadanos de sus comunidades políticas inmediatas y de las redes regionales y globales que afectan a sus vidas.

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