La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova
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СКАЧАТЬ la verdad?

      La respuesta era demasiado evidente.

      Guardo de nuevo aquella foto y el libro rojo en el morral. Mis recuerdos parecen ser la única cosa en el mundo que puede protegerme de las voces del monstruo que se esconde en mi interior, pero, a la vez, me han enseñado que estar cerca de las personas que amo es lo último que puedo permitirme.

      Sé que tal vez parezca que me estoy comportando como un tonto, como un absurdo cliché de héroe que tiene que alejarse de sus seres queridos para protegerlos, pero la verdad es que resulta muy difícil comprender el tremendo sacrificio que implica dejar a quienes amas; y yo haría lo que fuese por Comus Bayou, incluso tomar decisiones que me hicieran parecer egoísta y estúpido, así que si podía conseguir que ellos se mantuviesen con vida a costa de eso, entonces ya no importaría lo que ellos pudiesen pensar de mí.

      No cuando mi familia, lo único importante en realidad, estaba ya a salvo.

      Una corriente, ahora más fría, me roza las mejillas y me aparta de mis pensamientos. Me retiro el guante por fin y avivo un poco el calor de la fogata, dirijo la mano hacia las llamas para intensificar su fulgor con apenas un murmullo de mis labios.

      Sonrío complacido al ver cómo el fuego crece, se revuelve y lame mis dedos descarnados como si se tratase de una criatura dócil y viva, atenta a mi voluntad; una tremenda casualidad, puesto que gracias a la lengua de Samedi soy capaz de manipular el fuego, el único elemento que parece traer a la vida al monstruo que yace dentro de mí.

      Escucho el aullido de nuevo y sacudo la cabeza para desvanecer el veneno de mis pensamientos, para reemplazarlo con la dulce melancolía del hogar.

      En este paraje salvaje y lejano del indomable desierto de Utah, por fin me siento un poco cerca de casa, porque aquí, donde el hombre no ha pisoteado aún el instinto ni cubierto los cielos de luces artificiales, todo me recuerda a ellos. A mi familia.

      Y para mí, eso es lo más cercano a la felicidad.

      Demasiado cansado para instalar la tienda de campaña, me pongo el guante, saco de la mochila mi bolsa de dormir y me introduzco en ella con todo y botas, consciente de que no sé cuándo tendré que echar a correr de nuevo.

      Uso mi morral de almohada y, después de unos minutos y arrullado por el crepitar de las llamas, empiezo a adormecerme.

      Cierro la bolsa de dormir desde dentro y hago un capullo a mi alrededor. A pesar de la tranquilidad del cielo y la austeridad del paisaje, no me atrevo a asegurar que voy a dormir solo, ya que en la ausencia de la vida, en las pequeñas madrigueras cavadas en el interior de la tierra, entre las ramas de los matorrales y en el movimiento más suave oculto en la oscuridad… siempre siento que hay alguien observándome.

      CAPÍTULO 4

      TIERRA DE NINGÚN HOMBRE

       (ENVENENAMIENTO)

      ¿Cuándo fue la última vez que percibimos el hedor a podredumbre con semejante intensidad? ¿Fue cuando penetramos las vísceras de aquella última cabeza de ganado? ¿Cuando olimos el vientre abierto de Alannah?

      No. La peste de la comisaría del condado de San Juan es muy, muy diferente; un hedor que no se borra con agua y lejía, porque viene impregnado en algo mucho más trascendental que la carne podrida.

      Y a pesar de la repugnancia, el viento, caliente como el sol que abrasa nuestras debilitadas cenizas, pronto nos empuja contra las ventanas del edificio.

      El agua, o al menos las fuentes naturales, siempre nos da la fuerza necesaria para tomar forma y cuerpo, pero mientras el desierto contenga sus nubes, no nos quedará más que arrastrarnos como polvo.

      Regresamos nuestra atención hacia la comisaría, y a través de los cristales observamos a un joven sudoroso que no hace más que mirar idiotizado un monitor.

      No recordamos mucho de lo que fue nuestro mundo antes de que nos despertasen de los recuerdos, siendo nuestra hambre y crueldad unas de las pocas cosas que han quedado intactas de nuestro pasado, pero a pesar de los veinte años que hemos reptado en esta tierra tan nueva, tan diferente, seguimos sin concebir que los humanos, aquellos seres que alguna vez fuimos y fueron un vínculo sagrado entre lo divino y lo vivo, no encuentren hoy en día un placer mayor que sentarse a aburrirse frente a sus pantallas.

      Pero este novato, más que a aburrimiento, huele a humillación. A depresión y lodo de pantano, porque a pesar de que lleva en este condado más de tres meses, no ha podido ganarse el respeto de nadie en la oficina de corruptos donde trabaja. Y eso nos complace sobremanera, porque sin ilusiones, sin esperanzas, los humanos somos, son, tan sencillos de manipular…

      Estamos a punto de traspasar el cristal, cuando el sonido de unos neumáticos sobre el asfalto hacen al joven pararse de un salto. Se asoma por la persiana para ver cómo una camioneta, envejecida por el óxido, se estaciona frente a la comisaría.

      —¿Otra vez? —susurra nervioso al reconocer a los recién llegados.

      Las puertas del vehículo se abren de par en par. Del lado del conductor se baja una hembra blanca, una devorapieles con el cabello rubio y los ojos azules. La portadora de Ojo de Arena, Irina Hatahle, se sacude las ropas y va hacia la parte trasera de la camioneta, la zona de carga, la cual hiede de forma casi tan penetrante como la misma comisaría. Con un solo brazo saca un hinchado cadáver de ternero que ya lleva dos días pudriéndose bajo el sol. Se lo echa a los hombros y su fino rostro no se inmuta cuando los fluidos calientes que la carcasa aún conserva se desparraman sobre su cuerpo.

      Ah, flor de carroña. La hermosura y la podredumbre nunca habían sido tan balanceadas, tan perfectas.

      Pero al mirar al otro ser que se apea del lado opuesto de la camioneta, nuestra tenue admiración se transforma en burla.

      Es otro devorapieles, un hombre negro cuya estatura logra cubrir el sol al erguirse por completo; su cabello en rastas le cubre todo el largo de la espalda y su musculatura resalta como si no estuviera bajo ropaje alguno.

      No obstante, a pesar de la impenetrable rectitud en sus ojos dorados, nosotros sabemos que todo en Calen Wells hiede a bastardo.

      Nos cuesta cien soles mantener nuestra excitación quieta, pero al ver la caja de cartón que sostiene el devorapieles entre sus manos, nos vemos obligados a apaciguarnos.

      Los dos errantes se miran por un instante y entran en la oficina. El tufo del animal muerto se impregna con rapidez en el ambiente.

      —¿Pero qué es…?

      —Agente Clarks —saluda el devorapieles sin gentileza.

      El chico, en respuesta, se encoge en su silla.

      —¿E-en qué puedo ayudarlos? —tartamudea como un imbécil mientras sendas gotas de sudor, que poco tienen que ver con el calor, bajan por sus sienes.

      Irina, condescendiente, sonríe y levanta СКАЧАТЬ