La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova
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СКАЧАТЬ vibrar con violencia.

      —¡Abra!

      Murmuro un insulto al reconocer la voz del encargado, pero no alcanzo ni a cruzar la estancia cuando una furiosa patada se estrella contra el marco y abre la puerta de par en par.

      —¿Pero qué…? —cierro la boca en el acto al ver a un tipo enorme en el dintel, con la nariz arrugada y una larga escopeta en brazos la cual apunta directo hacia mi pecho.

      —¿Tu madre no te enseñó a respetar a tus mayores, cabrón?

      Detrás del tipo se asoma el larguirucho mesero con gesto nervioso. Estoy a punto de balbucir una excusa, cuando los ojos del encargado se deslizan desde mi cara hasta el interior del cuarto.

      —¿Pero qué diablos le has hecho al baño?

       Mierda.

      El tipo amartilla la escopeta.

      —¡Tienes un minuto para largarte de aquí antes de que te llene de plomo! —afianza el arma entre sus manos.

      Ante la amenaza, las voces del monstruo de hueso se alzan dentro de mí.

      Mi corazón se torna pesado a medida que esos murmullos se vuelven gritos violentos e incitantes, así que cierro los ojos por un efímero segundo y pienso en ojos azules.

      Eso basta para que el ruido dentro de mí desaparezca y decida ceder.

      Me lanzo hacia mi mochila de viaje y la echo sobre mi espalda. Sus casi veinte kilos de peso me doblan las rodillas, pero paso de largo ante los dos hombres sin darme el placer de dedicarles una mirada desdeñosa.

      Abandono el decrépito motel y cruzo el restaurante por un costado para lanzarme al camino de asfalto, apenas iluminado por las luces de la gasolinera.

      El polvo se levanta detrás de mis botas, el calor del desierto me abrasa aun en su esplendor nocturno. Estrujo la postal arrugada en mi bolsillo y arrojo la barbilla hacia las estrellas para buscar la Osa Menor entre el mar de constelaciones.

      Por suerte, encuentro en su cola el resplandor de la estrella Polaris.

      —Sólo ciento ochenta más —susurro—. Ciento ochenta kilómetros más.

      CAPÍTULO 3

      NOSTALGIA

       —Anda. Date prisa —me apresuró Nashua con un bufido, pero yo tenía tanto frío que ni siquiera me tomé la molestia de responderle.

       Esa tarde, el pantano croaba a lo lejos y el viento comenzaba a soplar con más fuerza en el llano desnudo donde habíamos decidido acampar. No me estaba siendo nada fácil apilar la leña; el aliento invernal del páramo me mordía los huesos y la mirada burlona del moreno sobre mí, sentado cómodamente sobre un tronco caído, tampoco me facilitaba las cosas.

       Me había mandado a preparar la fogata, pero yo no pensaba en otra cosa que no fuera matar a Tared por su brillante idea de enviarme solo con Nashua a pasar la noche a la intemperie.

      “También es tu hermano, después de todo.”

       Su idea de una hermandad ideal no me terminaba de convencer, pero no es que pudiese negarme, así que después de colocar la leña, construí un círculo con piedras grandes a su alrededor y me giré hacia el errante, quien me observaba con una media sonrisa burlona.

       —Bueno, ¿esperas a que nos congelemos el trasero o qué? Enciéndela.

       Saqué los fósforos y la yesca y durante casi diez minutos intenté prender la fogata, pero resultaba inútil. El viento apagaba el fuego cada vez y mis dedos estaban tan entumecidos que me costaba mucho siquiera sostener los malditos fósforos.

       Nashua llevó los ojos hacia el cielo y se puso en pie de un movimiento.

       —Sí que eres estúpido —dijo, para luego ir hacia mí y tumbar el círculo de piedra de una patada.

       —¡Oye! —exclamé, indignado—. ¿Qué diablos te…?

       —Escúchame bien, renacuajo —espetó. Echó las piedras y la leña a un lado y, con las manos desnudas, comenzó a cavar—. El viento sopla, el aire es frío y tu leña no durará mucho por más piedras que pongas a su alrededor; la corriente encontrará rendijas por donde colarse y será peor porque provocará el efecto de un silbato. Si estás en un páramo, en un desierto o en un sitio donde haya mucho viento, hacer una fogata sobre la superficie es una imbecilidad. Pero si cavas un agujero y colocas tu fogata allí dentro, tal vez puedas mantenerla. ¿Me entiendes?

       Abrí y cerré la boca como un idiota.

       —Hum, sí. Eso creo —contesté por fin en voz baja. Me puse en cuclillas y observé con atención cómo terminaba de cavar y ponía la leña dentro. Encendió sin problemas la fogata y, poco a poco, ésta comenzó a avivarse.

       Escondí mis puños en mi regazo para buscar un poco de calor, avergonzado de haber exhibido mi inexperiencia una vez más.

       Humillado, no me atreví a acercar las manos al fuego a pesar de que me helaba. El calor era una de las poquísimas cosas que a veces echaba de menos de la India, así que siempre bastaban unos pocos grados menos para que me dieran ganas de revolcarme entre el carbón caliente.

       —¿Qué diablos crees que haces? Mamá Tallulah me dará una tunda si te enfermas —bufó Nashua de pronto. Ante mi estupefacción, tomó mis manos y las acercó a la fogata.

       Creo que me quedé inmóvil varios segundos, sin respirar. Parpadeé más veces de las que pude contar y el calor me inundó con rapidez, pero no a causa del fuego. Eran sus manos tibias manchadas de tierra que sostenían las mías frente a las llamas. Eran sus ojos que se negaban a fijarse en mí, pero que parecían complacidos al ver que mis dedos empezaban a calentarse.

       Era extraño, casi antinatural, poder vislumbrar esa pizca de preocupación en su mirada oscura.

       Siempre me pregunté por qué a Nashua le costaba tanto ser gentil, qué era aquello que lo tenía siempre tan molesto y le impedía comportarse como una persona normal.

       Él jamás me dirigía una palabra amable, pero a veces hacía cosas como éstas, cosas que le fastidiaban, pero que eran tan auténticas que me demostraban que, en el fondo, no se trataba СКАЧАТЬ