La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova
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СКАЧАТЬ y me levanto. Al abrir, me encuentro con el anochecer recostado sobre la carretera, acompañado de una estremecedora quietud. Giro la cabeza hacia un lado y hacia el otro sin lograr distinguir nada ni a nadie.

      Pero en cuanto cierro la puerta y doy un paso rumbo a la cama, llaman de nuevo.

      Arrugo el entrecejo y miro atrás, irritado por el insistente golpeteo. Me acerco a la ventana y descorro un poco la cortina para asomarme, pero no hay nadie, muy a pesar de que aún escucho el llamado.

      —Un momento… —susurro a la par que me percato de algo inusual: el sonido no es hueco como la madera, sino algo chirriante. Vidrioso.

      Mi mandíbula se tensa cuando miro hacia el baño, porque aquel llamado no proviene de la puerta, sino del espejo.

      La lámpara del buró parpadea hasta apagarse y me deja sumido en un tenebroso claroscuro, donde las sombras de la habitación luchan por erizarme la piel.

      Muy despacio, me acerco al baño mientras aquel golpeteo se vuelve cada vez más insistente. Contemplo mi rostro reflejado en el espejo, el cual se sacude a medida que lo que sea que esté del otro lado empieza a arremeter con más fuerza. Me detengo en el umbral del baño con la mirada clavada en el cristal.

      Detrás de mí, a través del reflejo y la oscuridad del cuarto, la realidad se tuerce. Las paredes están despellejadas y ennegrecidas, las cortinas desgarradas y llenas de mugre… Y, sobre el colchón destrozado y embadurnado de sangre seca, una silueta negra me observa desde la cama.

       Crac.

      El espejo se quiebra desde la esquina y arroja una grieta que me parte el rostro de lado a lado. Mi cara en el cristal se contorsiona en una mueca abominable y, por fin, un escalofrío domina mi espalda.

      Mi reflejo me sonríe.

      Un grito detrás de mí retumba por toda la habitación, a la vez que la luz de la lámpara vuelve a encenderse; doy media vuelta y aprieto los dientes.

      Laurele está sentada en el borde de la cama, y me mira con los ojos desorbitados y con las venas tan hinchadas que parecen a punto de reventar. Está desnuda y con la entrepierna cubierta de costras de sangre, igual que la última vez que la vi.

      Despacio, levanta su dedo índice hacia mí.

      —Monstruo… —susurra.

      Cierro los ojos con fuerza, pero me veo obligado a abrirlos de nuevo al escuchar un fuerte gemido.

      La bruja ha desaparecido para dejar en su lugar a una mujer completamente diferente: también es negra, pero muy joven y tiene las mejillas empapadas de lágrimas, mientras que por su vestido celeste se asoma una abundante mancha roja que brota de entre sus muslos.

      —Tanpri, mèt mwen!!¡Mi señor, por favor!, grita en un tosco haitiano, pero al mirarme un instante más, contrae los brazos y comienza a chillar a todo pulmón—. Enposteur! Enposteur!

      Cruzo el cuarto a zancadas y aferro mis dedos enguantados a su brazo. La arrebato de la cama, por lo que ella gime confundida y se retuerce bajo mi furioso agarre mientras la arrastro hacia el baño.

      —Mwen te di ou dè milye fwa! —bramo, también en haitiano—. Mwen pa Baron Samedi!

       ¡Se los he dicho miles de veces! ¡Yo no soy Barón Samedi!

      Arrojo al fantasma hacia el espejo. Las negras manos de los sirvientes del Señor del Sabbath surgen del vidrio como serpientes para atrapar a la mujer entre sus garras; la jalan con fuerza hasta hacerla entrar en el portal. Ella desaparece casi al instante mientras escupe detrás de sí un estremecedor grito de terror.

      Con pesadez, dejo caer mis codos sobre el borde del lavabo. El sudor se aglomera en mi frente mientras miro hacia la puerta de madera, tendida en el piso como una tabla inútil.

       Carajo.

      Sabía que la sensación de que algo me observaba no había desaparecido del todo, aun después de quitar esa porquería.

      Furioso, estampo el puño de mi mano izquierda, la que no llevo enguantada, contra lo que queda del espejo, una y otra vez, hasta reducirlo a trizas sobre el lavabo. Mi piel se desgarra y el dolor me hace sisear, pero lo dejo latir como una advertencia. Para recordar que por más cansado, débil o enfermo que esté, nunca debo bajar la guardia, porque no haber detectado cuál era el verdadero portal al plano medio de esta habitación pudo haberme costado la vida.

      Le echo una mirada anhelante a la cama, dispuesto a arrastrarme hacia ella si hace falta. Pero antes de que pueda dar un paso, un nuevo golpear de nudillos, ahora sí contra la puerta de la habitación, me hace susurrar un “carajo”.

      —¿Está todo bien, jovencito?

      No es más que el mesero del restaurante quien, junto con el viejo y malhumorado encargado, parecen ser el único personal de este mugriento motel.

      —Sí. Dejé caer algo, eso es todo —respondo con la mayor tranquilidad posible. Abro el grifo y empiezo a arrancar los vidrios que se han quedado incrustados en el dorso de mi mano.

      —¿En verdad? Lo escuché gritar hace unos momentos.

      —No fue nada. Todo bien, sólo estoy un poco cansado —insisto a la par que aprieto los dientes debido al dolor.

      El olor a sangre me sube de forma inevitable hasta la nariz.

      —Su nombre es Ezra, ¿cierto?

      Comienzo a perder la paciencia cuando el tipo, quien claramente no tiene intenciones de irse, me llama por el nombrecito falso que uso ahora.

      —Ajá.

      —Eh, bueno, no se veía muy bien hace un momento, ¿en verdad no necesita ayuda?

      Alzo una ceja, porque algo en el tono acusador del mesero me dice que no busca ayudarme.

      Estoy a punto de negar otra vez, cuando el hombre empieza a forzar el pomo de la puerta.

      —¿Qué diablos está…?

      —Abra, por favor, me preocupa que…

      —¡Por los dioses, ya lárguese! —grito por fin, exasperado de su maldita terquedad.

      Después de unos segundos de silencio, escucho que sus pisadas se alejan.

      Abro mi mochila y saco una venda de uno de sus compartimentos. Me vendo la mano con torpeza mientras mis ojos recorren una y otra vez los rincones de la habitación para detectar si algo más se mueve en la negrura. Vuelvo a toparme con el desastre que he provocado en el baño, y la simple idea de inventar una excusa me resulta agotadora.

      Buscar explicaciones, desplazarme de un lugar a otro, no quedarme demasiado tiempo en espacios cerrados, alejarme lo más posible de puertas y ventanas; toda esta rutina de supervivencia empieza a enloquecerme, todavía más.

      No acabo de ahogarme en mi frustración cuando todo mi cuerpo se estremece debido a una nueva oleada de llamados a la puerta, pero esta vez son mucho más urgentes СКАЧАТЬ