La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova
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СКАЧАТЬ Nuestros huesos se enroscan y saborean su piel empapada; una vuelta, una torcedura apenas y las vértebras de la contemplasombras se encajan en las nuestras hasta hacerse pedazos.

      Su carne blanda revienta, y la sangre baña nuestro pellejo como lo haría un manantial.

      Alannah se desploma, inerte, contra el suelo. Sus ojos vacíos contemplan nuestro cuerpo, traído de vuelta a la vida a base de cenizas, lluvia y recuerdos.

      El agua vuelve a cantar sobre la tierra. El viento susurra de nuevo entre los árboles.

      Nuestra columna vertebral se desliza desde las entrañas del bosque. Despacio, la enredamos en el tobillo de la chica mientras las voces que yacen dentro de la casa de ladrillos gritan, lloran y se retuercen al ver que su única esperanza es arrastrada hacia la oscuridad.

      CAPÍTULO 2

      REINO DE ÓXIDO

      El silencio se vuelve un susurro y comienza a silbar con más fuerza a medida que el viento, cargado de polvo y arena, se arrastra hacia aquí. Como una mano gigante e invisible, golpea el costado del solitario restaurante de carretera y hace vibrar tanto el cristal de las vetanas como las destartaladas paredes de aluminio.

      Ante la ráfaga, el único mesero alza el mentón para ver cómo se sacuden los muros, más curioso que atemorizado ante la furia de la corriente. Cuando el viento amaina, sólo deja un asfixiante olor a tierra seca que entra de lleno por mi nariz.

      La luz anaranjada que se cuela por las persianas, el zumbido de la radio sobre la barra, el rechinar de los grasientos ventiladores en el techo, el olor de la parrilla de hamburguesas… todo me provoca una repentina nostalgia, como si me hubiese perdido en algún lejano punto del pasado.

      Ante el sofocante calor, intento abanicarme con la postal en mi mano cubierta por un guante color marrón, pero al ver que el paisaje impreso ya está casi desvaído, decido meterla en el bolsillo de mi parka de verano.

      Tarareo una canción en hindi y saco un cigarro, dispuesto a transformar en humo la melancolía. Los huesos expuestos rumian debajo de mi guante, ansiosos por sentir el calor de las cenizas.

      Pero antes siquiera de que pueda buscar el encendedor, escucho un siseo frente a mí.

      Alzo la barbilla hacia mi acompañante invisible, sentado al otro lado de la mesa; tiene el rostro tenso como un ladrillo y sus hambrientas cuencas vacías prestas sobre mi cigarrillo. Sonrío y alargo el brazo hacia él.

      —¿Quieres? —ofrezco.

      Barón Samedi ni siquiera mueve los labios; tan sólo me mira en silencio como un espectador ausente mientras se llena, poco a poco, de una ira impotente que soy capaz de sentir en la punta de la lengua.

      Letras pequeñas de un mal contrato, si me lo preguntan.

      —Sí. Eso creí —sentencio con una risa ronca mientras llevo el filtro a la boca.

      De reojo, me percato de que el mesero arruga el entrecejo, desconcertado al escucharme hablar solo. Acostumbrado a que la gente me tome por un loco, me limito a aspirar una nube de humo caliente y a girar el rostro con indiferencia hacia la ventana.

      Y es entonces, justo cuando un placer nauseabundo se anida en medio de mis pulmones, que el fastidioso ruido de la radio se detiene de pronto. Alzo una ceja y miro al mesero, cuyos ojos perplejos yacen sobre mi cigarro.

      Me toma menos de un segundo comprender que, una vez más, lo he prendido sin necesidad del encendedor.

      El Señor del Sabbath se ríe de mi descuido con un sonido irritante y gangoso que retumba en las paredes de su boca vacía. Pero su sonrisa se transforma en una mueca de dolor cuando, de un solo movimiento, aplasto el cigarro sobre el dorso de su mano.

      El Loa contrae su extremidad y aprieta los labios hasta volverlos una línea siseante mientras yo arrojo una generosa cantidad de billetes de un dólar sobre la mesa, justo donde el cigarro ha dejado su rastro de ceniza.

      Me levanto y me largo a zancadas del restaurante, con el aún más estupefacto semblante del mesero sobre mi espalda. Echo a andar sobre el polvoroso suelo en dirección al motel detrás del negocio, con la mirada furibunda de Samedi siguiéndome desde la ventana.

      A medio camino me detengo para prender otro cigarro y contemplar los últimos rayos de luz del atardecer. Esta vez procuro usar encendedor.

      La brisa caliente y polvorienta de finales de julio me abrasa la piel, y la nostalgia vuelve a surgir cuando contemplo cómo el sol se acuna entre las montañas del sur de Utah, pintando todo de matices anaranjados y rojos.

      Aunque, vamos, aquí casi todo es rojo, sea cual sea la posición del sol.

      Frente al restaurante hay una gasolinera y la solitaria carretera estatal 95, una cicatriz de asfalto que separa el inhóspito horizonte rojo del estereotipado lugar en el que pienso quedarme esta noche: un parador mugriento en medio de la nada en el que ni loco te pararías si vinieras solo, situado a un lado del camino como un pueblo fantasma, revestido de una crujiente piel de óxido y letreros de Coca-Cola que han de ser tan viejos como el café que sirven aquí.

      Cuando el sol se oculta por fin, guardo la colilla en el bolsillo y me dirijo al cuarto de motel. El decrépito edificio de un solo piso me recibe con el rugido de su vieja cañería.

      Saco la llave y entro en la habitación; me muevo en la oscuridad apenas atenuada por la blanca luz del pórtico. Enciendo la lámpara del buró junto a la cama y desvío la mirada hacia la puerta del baño, la cual yace desatornillada y tendida en el suelo.

      Tal cual la dejé antes de ir a cenar.

      Miro mi enorme mochila para acampar sobre un sillón y, aunque todo parece estar en su lugar, reviso la puerta de nuevo, de arriba abajo.

      A pesar de que soy el único inquilino que alberga el motel ahora, no puedo evitar sentir que este sitio aún no está vacío del todo.

      Arrojo mi desordenada trenza hacia atrás y me acuesto en la rígida cama. La tentación de retirar el guante se vuelve persistente, pero en vez de ceder a ella, cierro los ojos y me permito escuchar el techo quejarse, la gotera del lavabo escupir sobre la porcelana y el viento del exterior golpear el cristal con su aliento. Hace calor, los huesos me duelen y necesito dormir con desesperación… pero tras unos cuantos minutos no puedo ni respirar con tranquilidad.

       Siento que he olvidado algo.

      Escucho que tocan la puerta.

      —¿Quién es? —pregunto con СКАЧАТЬ