La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova
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СКАЧАТЬ la puerta.

      Me enfrento de nuevo al abismo y me retiro el guante marrón. Levanto la mano huesuda a la altura de mi pecho y siento mis pupilas dilatarse cuando un suave resplandor anaranjado comienza a desprenderse de mis dedos descarnados. El fuego se introduce por mis falanges y se desliza hasta el codo para iluminar mi brazo como si estuviese hecho de carbón caliente.

      Lo estiro hacia la oscuridad.

      Dos enormes serpientes, gruesas como troncos, apuntan sus cabezas hacia mí. Ahogo un grito y retrocedo hasta casi estrellarme contra la puerta para escapar de aquellas criaturas, pero ellas permanecen quietas, inmóviles en la penumbra. Después de asegurarme de que mi corazón no se ha detenido con el susto, entrecierro los ojos y doy un cuidadoso, muy lento, paso hacia el frente.

      El macabro ser está dentro de una gran vitrina con pedestal de madera, enrollado en una especie de báculo. Y, para mi horror, también puedo notar que no se trata de dos serpientes, sino de una sola.

      Una serpiente con dos cabezas.

      —¿Qué demonios…?

      El animal en sí es real. Lo han disecado para luego coserle otra cabeza idéntica, mientras que un par de alas negras —también reales, al parecer— se extienden desde su lomo.

      Sus expresiones secas y sin vida parecieran amenazarme detrás del cristal, mientras que al pie de la vitrina hay una placa incrustada que reza en un latín que ahora soy capaz de entender:

       Caduceum I

      —¿Qué rayos es esto?

      Al mover la mano de un lado al otro, me percato de que esta cosa no es lo único que me observa en la habitación.

      La gigantesca cámara está repleta de vitrinas, la mayoría con criaturas igual de extrañas que la serpiente bicéfala: en una cúpula de cristal incluso hay un ser formado por dos cuerpos de serpientes aladas a las que se les han cosido cabezas de águilas, ambas colocadas en un círculo de tal forma que pareciera que una le muerde la cola a la otra. Debajo de la escalofriante escultura orgánica hay otro letrero, esta vez, escrito en griego:

       Ουροβóρος VI

       Uróboros.

      En otra vitrina, un tanto más pequeña, alargada y semejante a un ataúd, hay una especie de lagarto al que le han puesto la cabeza de un cuervo junto con sus alas; en otra, un cordero con la mitad trasera de un león; un ganso con seis cabezas idénticas; un pequeño ratón con alas de mariposa y muchas criaturas más que parecen haber sido sacadas de alguna retorcida pesadilla. Todo parece viejo y abandonado, ya que huele a encerrado, y gruesas capas de polvo recubren la madera y el cristal.

      Estos seres… los he visto antes, en los dibujos y pinturas que hay por toda la casa. ¿Qué carajos…?

      De pronto escucho de nuevo el golpeteo carnoso de aquello que estoy persiguiendo. Se aleja a través del laberinto de vitrinas.

      Al mirar hacia el suelo encuentro un rastro de sangre salpicado de trozos de lo que parece ser carne quemada, que se pierde en la oscuridad del fondo. Pero no es la carne desprendida lo que me hace arrugar la nariz, sino entender que no son pisadas lo que hay en el camino sanguinolento.

       Son huellas de manos.

      Despacio, me aventuro en el mar de colas, garras y colmillos, hasta que el rastro me hace llegar al fondo del macabro museo.

      Las manos han dejado sus marcas sobre una especie de chimenea cilíndrica de ladrillo en medio de la pared; parece que se trata de la torre que se ve desde afuera de la casa, pero compruebo que tampoco tiene una puertilla por donde poner la leña. El olor a quemado se intensifica, pero no parece venir de la chimenea.

      Un gemido humano, proveniente del lado derecho del cuarto, me congela de pronto en la oscuridad; mis huesos castañetean y el monstruo dentro de mí sisea, hambriento.

      Estiro despacio la mano hacia allá y distingo, muy apenas, una silueta pequeña y encorvada al pie de una larga vitrina vacía en forma de féretro.

       Es una mujer.

      —Por los dioses…

      Está desnuda, y su rostro, brazos, piernas… toda ella está repleta de quemaduras y costras negras que supuran sangre y pus, mientras que los temblores de su cuerpo hacen que la carne se le caiga a pedazos como a una leprosa. De hecho, sólo puedo adivinar su sexo por los pechos que cuelgan desnudos y la ausencia de un miembro en su entrepierna, porque la cara resulta por completo irreconocible.

      —Ayuda… —suplica con los labios a punto de quebrarse.

      Pero a pesar de su intenso hedor a quemado y su apariencia espantosa, en realidad no está deforme. No se trata de una criatura del plano medio, tampoco una seguidora de Samedi.

      Es sólo un espectro, un fantasma.

      La veo agazaparse detrás de la vitrina. A pesar de que no puedo tranquilizarme debido a su atroz aspecto, es fácil entender que, como cualquier otro espíritu, me teme más de lo que yo le temo a ella.

      —Ayuda… —suplica de nuevo mientras se abraza con fuerza.

      La placa de la vitrina vacía reza la palabra “Homunculus”homúnculo— grabada en ella.

      Me aproximo con cuidado.

      —¿Puedes ponerte en pie? —pregunto. Sus ojos hinchados señalan hacia sus piernas para mostrarme que el fuego le ha dejado expuestos los huesos de las pantorrillas. Y bajo las capas de costras y los canales de musculatura, se asoman astillas de hueso enterradas en tendones, como si se hubiese roto las piernas en alguna caída. Al parecer, usaba sólo sus manos para arrastrarse, de ahí las huellas.

       Dioses, ¿qué le pasó a esta mujer?

      Me pongo en cuclillas a su lado.

      —De acuerdo. Vamos —le digo, mientras paso un brazo debajo de sus rodillas y el otro alrededor de su espalda.

      Para mi sorpresa, no patalea, no se retuerce ni intenta escapar como suelen hacer todos los espíritus que se topan conmigo, y más al entender que soy capaz de tocarlos. Pero, aun así, se ve aterrada y no deja de mirar sobre mi hombro, hacia las vitrinas, mientras la conduzco a través del laberinto.

      Me las arreglo para salir de la habitación y cerrar el pesado candado, amparado por el estruendo de tormenta en el cielo.

      Alcanzamos la alcoba de invitados y llevo a la chica al baño contiguo, pero cuando ella ve la tina, comienza a gritar terriblemente:

      —¡No, no, no! —se retuerce con violencia en mis brazos mientras yo intento apretarla contra mí.

      —¡Eh, tranquila! —le susurro con la mayor calma posible, porque a pesar de que sé que nadie en esta casa puede escucharla más que yo, no quiero dar cabida a un espíritu violento.

      Al ser incapaz de sobreponerse a mi fuerza —o a la del monstruo que mora dentro de mí—, empieza a llorar СКАЧАТЬ