Raúl Alfonsín. Eduardo Zanini
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Название: Raúl Alfonsín

Автор: Eduardo Zanini

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: Historia Urgente

isbn: 9789873783920

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СКАЧАТЬ ministro de Economía juró Bernardo Grinspun, un economista de carácter explosivo que hacía años trabajaba en las comisiones técnicas del radicalismo y que se las iba a tener que ver con las duras condiciones de negociación que ya anticipaban los organismos financieros internacionales.

      Raúl “el Flaco” Borrás quedaba a cargo de un área sensible e importante. Se iba a ocupar de la relación con los militares, nada menos, desde la cartera de Defensa Nacional.

      El Flaco, de gruesos anteojos culo de botella, muy canoso y de un metro noventa de estatura, había arrancado políticamente en Pergamino (provincia de Buenos Aires) y desde la fundación del Movimiento de Renovación y Cambio en 1972 era el lugarteniente principal de Alfonsín.

      Pero, además, la impronta de Alfonsín estaba presente en la figura de quien juraba como canciller, el licenciado en Ciencia Política Dante Caputo, un joven de 39 años con muchos años de residencia y estudios en Francia, desconocido para los veteranos radicales que aspiraban a un equipo homogéneamente partidario.

      Carlos Alconada Aramburú, su consuegro, iba a estar a cargo del Ministerio de Educación y Justicia por sugerencia de sectores de la Iglesia, dijeron entonces.

      En tanto el sanitarista Aldo Neri se ocuparía de la cartera de Salud, el sindicalista gráfico de origen socialista Antonio Mucci, de Trabajo, y el ingeniero Roque Carranza, un furioso militante antiperonista de la década de los 50, del Ministerio de Obras Públicas.

      Germán López, otro de los integrantes de la mesa chica alfonsinista, iba a ocupar la estratégica Secretaría General de la Presidencia, Juan Vital Sourrouille, un extrapartidario, la Secretaría de Planificación, y el periodista José Ignacio López se iba a encargar de la relación con los medios de comunicación.

      En la Plaza de Mayo una manifestación aclamaba el acto democrático en medio de una temperatura que superaba los treinta grados poco después del mediodía del 10 de diciembre de 1983. “El pueblo unido jamás será vencido”, cantaban convencidos miles de jóvenes militantes.

      Las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo ocupaban un lugar en uno de los laterales del Cabildo. Una bandera pedía por “la aparición con vida de nuestros hijos”.

      El presidente de la nación, que a esa hora también sentía el rigor del clima y la intensidad de su agenda, se trasladó al Cabildo y desde el balcón central hizo su primer discurso como mandatario constitucional con la banda presidencial cruzada de derecha a izquierda sobre su traje.

      “Iniciamos todos hoy una etapa nueva de la Argentina”, arrancó a las 12.55 con su discurso de cerca de diez minutos, y pidió “asegurar hoy y para los tiempos la democracia y el respeto por la dignidad del hombre”.

      “Soy el servidor de todos, el más humilde de los argentinos”, dijo, para comprometerse “otra vez a trabajar junto con todos ustedes”.

      La democracia estaba en marcha después de 7 años, 8 meses y 16 días de dictadura.

      Alfonsín seguramente representaba, para la mayoría de los argentinos, los valores republicanos, la visibilidad de la figura de un hombre nuevo y un carácter seductor y firme como pocos.

      Unos meses antes, el 30 de octubre de 1983, el radicalismo había vencido por primera vez al peronismo en elecciones libres, con 51,7 % de los votos contra 40,1 % del Partido Justicialista.

      El peronismo, sin líderes excluyentes, se había convertido por primera vez en su historia desde 1945 en la principal fuerza opositora. Tenía por delante varios desafíos cargados de recelos hacia el nuevo Gobierno y una guerra política interna encarnizada, que ya ubicaba a sus mariscales de la derrota en una posición insostenible.

      En cambio, para el radicalismo, era la primavera alfonsinista que, según pensaban y difundían por todos lados, había llegado para quedarse durante décadas.

      Los radicales sostenían que el liderazgo de Alfonsín inauguraba el tercer movimiento histórico, detrás de los ciclos políticos de Hipólito Yrigoyen y Juan Domingo Perón.

      Para la mayoría de los argentinos arrancaba una esperanza.

      Con 58 años, varios mandatos como legislador y ninguna experiencia en cargos ejecutivos, la carrera política de Raúl Ricardo Alfonsín escalaba hasta su punto superior. Llevaba siempre ese recuerdo imborrable de cómo y cuándo había empezado a caminar desde el llano hasta la cumbre casi treinta años antes, desde Chascomús, ese pueblo de vascos y gallegos inmigrantes, en el corazón de la cuenca lechera de la provincia de Buenos Aires.

      Capítulo II

      Los Alfonsín

      Nunca podría haber hecho lo que he hecho sin los hábitos de puntualidad, orden y diligencia, sin la determinación de concentrar en mí un objetivo a la vez.

      −Charles Dickens

      Ana María Foulkes de Alfonsín estaba parada en uno de los vértices del comedor, el rostro serio, erguida como una profesora inglesa de modales severos. Alrededor de la mesa de estilo europeo antiguo todos sus hijos se disponían a empezar la cena.

      La voz de la señora sonó firme, seca, sin estridencias.

      −Raúl –le indicó al más grande de sus hijos−, traé los libros.

      El resto de sus hermanos, Ana María, Ramiro, Silvia, Fernando y Guillermo no se animaron a mirarse entre sí frente a la orden de la madre.

      −Para comer el primer plato cada uno se pone un libro debajo de cada brazo para que sepan cómo se deben manejar las manos encima de la mesa, como les digo siempre −precisó la mamá de los Alfonsín.

      Religiosamente todos cumplieron sin chistar y cada uno agarró sus cubiertos con la imposición de hacerlo con el ejercicio riguroso que les marcaba su progenitora.

      Foulkes pensaba que la disciplina era parte de la formación de sus hijos, así como la rigurosidad en el estudio y los buenos modales de un tiempo que podía ubicarse poco antes del comienzo de la década de los 40.

      Descendiente de ingleses, muy católica, a pesar de sus antepasados de religión protestante, y, como se autodefinía, de valores victorianos.

      Ella misma sostenía sin cuestionamientos la idea patriarcal de que los hombres debían cumplir el rol de proveedores y las mujeres cuidar de los hijos y de la casa. El mismo mandato con el que diseñaba un futuro para sus hijos varones y otro para sus hijas mujeres.

      Raúl, el mayor de sus hijos, podía fastidiarse con esas obligaciones, pero reconocería mucho después que la hora de lectura diaria obligatoria que les imponía su madre le había abierto las puertas de un mundo desconocido. La entrada a un mundo fantástico de historias de aventuras contadas desde los relatos de Alejandro Dumas y Edgar Allan Poe, las páginas de la vida de los próceres argentinos, o los escritores ingleses Gilbert Chesterton y Charles Dickens.

      Foulkes también era rigurosa con los horarios, implacable con la desobediencia e insistente con la prolijidad que debían llevar en sus vestidos los niños y las niñas.

      Una llegada tarde podía causar un castigo. La impuntualidad no estaba permitida y derivaba en alguna restricción a los juegos o a las salidas que frecuentemente realizaban.

      La falta de cumplimiento de alguna orden СКАЧАТЬ