Raúl Alfonsín. Eduardo Zanini
Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Raúl Alfonsín - Eduardo Zanini страница 7

Название: Raúl Alfonsín

Автор: Eduardo Zanini

Издательство: Bookwire

Жанр: Философия

Серия: Historia Urgente

isbn: 9789873783920

isbn:

СКАЧАТЬ se iba a ubicar la figura principal.

      El Salón de los Pasos Perdidos, la antesala de recinto, estaba atestado de invitados que habían llegado tarde, de periodistas y de empleados legislativos que debían resignarse a seguir la ceremonia en directo desde allí por los altoparlantes y unos pocos televisores, todavía en blanco y negro, con imágenes defectuosas.

      En las bancas del hemiciclo se sentaron adelante los senadores nacionales, a la izquierda la bancada radical con sus jóvenes diputados espartanos de la Coordinadora y de Renovación y Cambio comandados por el entrerriano César “el Chacho” Jaroslavsky, al centro los bloques del Partido Intransigente y de la Unión de Centro Democrático, y a la derecha la bancada del peronismo con sus diferentes vertientes.

      Los palcos superiores estaban colmados de militantes radicales.

      Desde uno de ellos asomaba la pulcra figura de María Lorenza Barreneche de Alfonsín, la presencia distinguida de Ana María Foulkes, la mamá casi octogenaria del presidente de la nación, y las hijas mujeres Ana María (1950), Marcela (1953) y María Inés (1954).

      Entre la multitud de los pasillos del Parlamento caminaban sus hijos varones Raúl Felipe (1949), Ricardo (1951) y Javier (1957) y varios de su docena de nietos. “Los chicos”, tal como definía Alfonsín a sus hijos, aunque ya todos fuesen mayores de edad.

      En otro de los palcos del primer piso estaba el abogado peronista Ítalo Luder, el perdedor de las elecciones del 30 de octubre de 1983.

      Luder, 24 horas después de la elección general, recibió la oferta de presidir la Corte Suprema de Justicia de la Nación como un gesto de unidad nacional, dijeron los radicales. El dirigente peronista lo rechazó y de esa forma puso sobre la mesa que su sector iba a ocupar, sin dudas, el lugar de la oposición.

      A las 8.07 de la mañana, Alfonsín se aprestaba a jurar como el trigésimo tercer presidente constitucional de la Argentina. Extendió su mano derecha sobre una Biblia azul con el escudo nacional.

      “Yo, Raúl Ricardo Alfonsín, juro por Dios Nuestro Señor y estos Santos Evangelios, desempeñar con lealtad y patriotismo el cargo de presidente de la nación y observar y hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina. Si así no lo hiciere, Dios y la nación me lo demanden”.

      Después, sacó sus anteojos, se sentó en el sillón de cuero de respaldo alto, pidió insistentemente un vaso de agua y empezó a pronunciar un discurso de casi una hora. Luego dejó por escrito un anexo para insertar en el Diario de Sesiones: el trabajo que sus asesores habían elaborado, área por área, sobre cuál sería su plan de gobierno para los próximos seis años.

      Ese hombre de traje de sastre a medida, siempre de bigote frondoso, pelo con algunas canas disimuladas, peinado prolijamente con fijador y hacia el costado izquierdo, ojeras profundas y anteojos preparados para leer, un metro setenta y dos de estatura, nariz prominente y algunos kilos de sobrepeso, era la figura mirada por todo el mundo cuando unos segundos después, por cadena nacional de radio y televisión, comenzó a dirigirse al “Honorable Congreso de la Nación”.

      El mensaje difería de sus encendidos discursos de campaña. De modo atildado, casi sin gestos voluptuosos, volcaba, con pausa y sin sobresaltos, todo lo que pensaba que podía hacer como gobernante.

      Los primeros aplausos aparecieron cuando anunció sin dudar que procuraría “hacer un Gobierno decente” y subrayó su voluntad de “luchar por un Estado independiente”

      De manera explícita rechazó los métodos violentos para la toma del poder “de derecha o de izquierda” y pronosticó las dificultades que tenía que resolver. “Pero vamos a salir adelante”, dijo.

      El país que recibía era “catastrófico” y “deplorable”, calificó el presidente de la nación.

      Reivindicó el estado de derecho como herramienta principal de la vida institucional y subrayó, después de condenar el terrorismo de Estado, que “el Gobierno democrático se empeñará en esclarecer la situación de las personas desaparecidas”.

      Ahí mismo anunció la derogación de la ley de autoamnistía, que los militares habían decretado unas semanas antes para intentar cubrirse de los crímenes que habían cometido.

      Al final, Alfonsín anunció que los ciudadanos entenderían “de la mañana a la noche” cuál era la diferencia entre el autoritarismo y la democracia, y renovó por vigésima vez un aplauso sostenido y gritos que bajaban desde los palcos.

      Uno de los encargados del sonido luchaba contra sus propios nervios. Había traspapelado el disco con los acordes del Himno Nacional. El problema quedó espontáneamente solucionado. A las 9.10 de la mañana todos los presentes en la Asamblea Legislativa, de pie, entonaron a capella el himno nacional y clausuraron, así, la ceremonia de asunción.

      Alfonsín pidió un tiempo para ir al baño, ponerse en condiciones para su próximo destino y saludar a los mandatarios extranjeros con su flamante investidura de presidente constitucional de la nación.

      Casi a las diez de la mañana, bajo un sol que rajaba el asfalto, el Cadillac negro descapotado, en el que viajaron varios presidentes argentinos, parecía que no quería arrancar.

      El veterano chofer de bigotes, canoso y pelado, intentaba darle arranque al auto, pero no había caso. Todos transpiraron hasta que el viejo motor dio dos ronquidos y un corcoveo y quedó en condiciones de trasladar a la pareja presidencial hasta la próxima parada.

      Ahora sí, rodeado por los integrantes del Regimiento de Granaderos a Caballo y un anillo de hombres de custodia a pie, la comitiva presidencial ponía rumbo a Casa de Gobierno. Allí esperaban el bastón de mando y la banda presidencial y el último grupo de militares de la dictadura.

      Primero rodearon por derecha la Plaza del Congreso y tomaron por Avenida de Mayo en sentido contrario al tránsito.

      Cada hombre y cada mujer, cada familia con sus niños, saludaban el paso de la caravana que se movía a paso de hombre lento y con el presidente de la nación de pie durante todo el trayecto.

      Media hora después, en medio de un tumulto con sofocones y desmayos, Alfonsín llegaba a la explanada de Rivadavia y Balcarce con la flamante primera dama, Lorenza Barreneche, quien tuvo que sentarse varias veces extenuada por el calor.

      Mientras tanto, legisladores, mandatarios extranjeros y decenas de invitados abordaban una formación especial del subte A desde el Congreso hasta la Plaza de Mayo para estar presentes en la ceremonia de la Casa Rosada.

      A las 10.45 del 10 de diciembre de 1983, el último dictador, Reynaldo Bignone, vestido sin uniforme militar, como si disimulara el paso del asalto al poder en 1976, entregaba los atributos del poder, la banda celeste y blanca y el bastón de mando tallado en madera de urunday y plata por el orfebre Juan Carlos Pallarols y se marchó por una puerta lateral para evitar inconvenientes.

      En el Salón Blanco del primer piso de la Casa Rosada, uno a uno, los ministros designados y varios secretarios de Estado prestaron juramento con el fondo irreductible del Busto de la Patria esculpido en mármol de Carrara.

      Uno de los hombres del radicalismo histórico y antiguo opositor interno, Antonio Tróccoli, abogado y ex diputado nacional, se convirtió en ministro del Interior.

      Con el imparable ascenso de Alfonsín durante las internas radicales, los sectores balbinistas y conservadores de la UCR se volcaron en masa al alfonsinismo bajo la vieja premisa de que, aunque perdieran, todos debían СКАЧАТЬ