Educación, filosofía y política en la Argentina 1560-1960. Juan Carlos Pablo Ballesteros
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СКАЧАТЬ católica y predicarla para su salvación (Ley II, Tít. I, Lib. I).38 Estas Leyes de Indias procuraron responder a los particularismos locales y su aceptación permitió a la legislación su casuismo, su regionalismo y la asimilación del derecho indígena, con lo cual el Derecho Castellano quedó como supletorio.

      Las pocas disposiciones que incluyeron las Leyes de Indias sobre educación fueron sobre la educación de los indígenas. España misma en la época carecía de legislación escolar. Solamente se puede mencionar lo que disponía la Hermandad de San Casiano, el gremio que agrupaba a los maestros de Madrid de cuya existencia tenemos noticia ya en 1587 cuando elevaron a Felipe II una petición para que se examine a los maestros en ejercicio y a los que quieran abrir escuelas públicas. El rey otorgó los privilegios que gozarían solamente los que tuviesen título, pero esto nunca se aplicó en nuestro territorio, donde los cabildos se limitaban a constatar que los postulantes para la docencia (escasos, por otra parte) tuviesen al menos los conocimientos que debían aprender sus alumnos.

      Con los Borbones, a partir de 1700, el sistema jurídico sufrió profundas modificaciones, orientadas por el espíritu ilustrado y absolutista de los nuevos gobernantes.

      El siglo XVIII en España comienza con un cambio significativo: en 1700 asume como rey Felipe V, bisnieto de Felipe IV y nieto de Luis XIV de Francia, con lo que se inicia el gobierno de los Borbones. La influencia de las costumbres francesas comenzó a predominar en la corte española, pero la situación general del país no varió bruscamente, aunque puede advertirse la centralización y el absolutismo que tan mal terminará en Francia en 1789. En la primera mitad del siglo se destaca la figura casi solitaria del benedictino Benito Jerónimo Feijóo (1676-1764) que fue profesor en la Universidad de Oviedo por unos cuarenta años. Tuvo una actitud crítica sobre el nivel intelectual de la España de su época, que atribuía a la mediocridad de los que enseñaban, el rechazo de toda novedad y el sentimiento generalizado entre filósofos, teólogos y científicos de que las nuevas ideas no eran más que curiosidades inútiles. Feijóo podría considerarse en parte como un “ilustrado”, aunque no llegó a formular ningún sistema superador al que objetaba. En lo que respecta a la religión, se mantuvo en la ortodoxia, si bien criticaba la inclinación de los españoles de su tiempo a las falsas reliquias y milagros.

      En España, desde la segunda mitad del siglo, comienza a advertirse con mayor claridad la presencia de las ideas ilustradas y es muy marcado el intento de reformar la sociedad desde una administración cada vez más centralista. También en el siglo XVIII se acentúa la decadencia de España como potencia política y militar, aunque este proceso ya había comenzado en los tiempos de Felipe IV, a mediados del siglo XVII.

      En el orden de las ideas, en religión, economía, política y filosofía, principalmente desde 1750 se produce el enfrentamiento entre el pensamiento tradicional, en franca decadencia en su manifestación de la escolástica tardía, que se limitaba a reiterar las interpretaciones cada vez más alejadas de las fuentes que le habían dado brillo a comienzos del siglo XVI, y las ideas iluministas, la mayor parte de ellas de origen francés, pero que, hasta Carlos III, no incidieron mayormente en la vida cotidiana. El Iluminismo, sobre todo el de origen francés, se caracterizó por un optimismo en el poder de la razón que independizaba al hombre de dogmas y religiones, adhiriendo en política al republicanismo. En España la ilustración no tuvo todas estas características, sobre todo porque a diferencia de los otros ilustrados europeos, los españoles casi todos pertenecieron al gobierno, por lo que no renunciaron a los principios monárquicos y no manifestaron abiertamente su rechazo a la Iglesia católica. Algunos incluso se mantuvieron devotos en su catolicismo. Entre estos ilustrados a la “manera española” se encuentra Pedro Rodríguez, conde de Campomanes (1723-1803), apasionado por el progreso de las artes y de la industria. Fue ministro de Hacienda de Carlos III y algunas de sus medidas lo enfrentó con la Iglesia, ya que sostenía que había que entregar a agricultores no propietarios las tierras sin cultivar de la Iglesia. Sus ideas educativas fueron coherentes con estos principios económicos. En 1774 publicó su obra Discurso sobre el fomento de la industria popular, y en 1775 Discurso sobre la educación popular de los artesanos y su fomento. También debe mencionarse, en la segunda mitad del siglo, a Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811), quien quiso vincular los valores de la tradición con las nuevas ideas de libertad y de bienestar económico. Era partidario de reformas que se apoyaban en el pensamiento de los fisiócratas Quesnay y Turgot, que consideraban a la tierra como principal fuente de riqueza, y en el liberalismo de Adam Smith.

      La realidad americana no era exactamente así. A diferencia de la metrópoli, tanto dentro como fuera de las universidades el pensamiento se enriquecía frecuentando los textos originales de Tomás de Aquino, Vitoria, Suárez y los autores modernos, cuyas obras circulaban en los ambientes de jóvenes intelectuales tratando de no llamar demasiado la atención de las autoridades, que gracias al centralismo borbónico ya no eran locales sino en su mayoría peninsulares. Comienza de ese modo una fractura entre Hispanoamérica y el afrancesamiento de la monarquía. España ya no vivía en continuidad con su propia tradición sino bajo la influencia de ideas políticas y económicas que le llegaban desde fuera, con lo que su prestigio fue cada vez menor para los criollos. Pero el aspecto más significativo fue que la consideración por parte de la monarquía de las provincias americanas modificó su finalidad: el objetivo religioso se fue olvidando y el buen trato de los indios –aunque fuese meramente declarativo– quedó subordinado a conveniencias políticas y económicas. Así la monarquía cortó los vínculos con la tradición pero no pudo reemplazarla por nada que estimulase la adhesión de los criollos, al mismo tiempo que las antiguas provincias de ultramar se transformaron en dominios. Carlos III comenzó a llamarlas colonias, de acuerdo al modelo inglés y francés, considerándolas meros factores de enriquecimiento de la metrópoli.