Название: La Danza De Las Sombras
Автор: Nicky Persico
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Классическая проза
isbn: 9788835400271
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Al mismo tiempo advirtió un olor penetrante. Pan recién hecho. Inconfundible. Y salami cortado recientemente.
El señor anciano a su izquierda, con el periódico puesto sobre las piernas a modo de pequeño mantel, había desenvuelto dos paquetes de papel crepé marrón, sacando dos hogazas de pan. En un cartucho de papel encerado, bien extendidas, aparecían numerosas lonchas del sabrosísimo embutido.
Se dio cuenta, y quedó por ello agradablemente sorprendido, de que se le hacía la boca agua. Hacía mucho tiempo que no la sentía tan intensamente. Ahora ya se alimentaba de manera perezosa sin demasiadas pretensiones. Casi olvidándose, a veces.
Sin embargo el apetito es algo importante, se descubrió pensando. Todas las cosas agradables de la vida son aquellas que después de haberlas hecho te producen un gran apetito: caminar en el bosque, el aire de ciertos lugares, el olor del mar. O también el amor.
Sí, el amor. Él lo había conocido. O al menos eso pensaba. Ella era muy hermosa pero no por lo que parecía. Era hermosa por él. Dulce, amable. La había querido. Y ella había respondido a sus coqueteos, a sus miradas, a sus crecientes gestos de amabilidad, hasta el día del beso. Mágico, aunque sin pretensiones. Y había sido hermoso perderse en aquel mar de labios y de emociones. Como venir al mundo en ese momento.
¡Oh, sí, había sido hermoso!
Pero después, después. Después todo había acabado mal, como todas las cosas de las personas.
Despreciado, ofendido, insultado, vilipendiado: ¿qué había quedado de aquel sentimiento puro? De aquel volar, de aquella magia capaz de poder transportarte al otro extremo del mundo en un momento, poco a poco, no había quedado nada. O quizás nunca había existido realmente, estaba convencido. Quizás sólo él lo había soñado, la había creado con la mente. Y había acabado, también eso, en nada. De nuevo en la nada, que ya se había apoderado de todo.
Y nada más. Con el amor había acabado. Para siempre. Siguió mirando lo que el anciano tenía sobre las piernas, y este dijo:
–Buen hombre, ¿le apetecería un poco? No sienta vergüenza, se lo ruego.
Se quedó cortado por el hecho de que los demás se hubiesen dado cuenta.
No pasaron ni unos segundos que cada uno de los pasajeros, libremente, extrajeron zurrones, sacos y paquetes de tela con cosas maravillosas: focacce1 , quesos, hasta verduras fritas, salsas aromáticas y todo tipo de exquisiteces. No faltaron dos fiascos2 de vino y los vasos.
Todos le ofrecieron algo (esta vez quedó excluido el perro que, en cambio, masticaba con parsimonia un hueso aparecido de no sé sabe dónde) y estaban contentos al hacerlo, y eran generosos. Realmente querían que aceptase, como si supiesen exactamente lo que sentía su estómago conectado ahora a su mente.
Dudó un solo segundo y luego asintió. Y tuvo lleno su regazo en un decir Jesús.
Todos comenzaron a comer, con calma y lentitud.
Él sonrió agradecido, como pudo, con la boca llena, aunque sin ser maleducado.
¡Qué extraño! Pero ¡qué extraño! Ahora se sentía muy extraño. No sabía cómo decirlo, pero por un momento le pasó por la mente una palabra. Un término que lo dejaba incrédulo: feliz.
¿Pero por qué?, se preguntó.
Quizás, se respondió, porque esta vez las personas me han sorprendido. ¡Y ni siquiera saben quién soy!
Son gente sencilla, ya se ve. Sincera, limpia, magnánima y amable.
Y comió con gusto, por una vez. Por última vez.
A continuación, el adolescente, entre una alcachofa frita y un trozo de queso curado, comenzó a decir:
–Bueno, esta noche, ¿quién comienza?
Se quedaron todos en silencio. Incluso el vendedor de billetes jefe de estación revisor, que habiéndose quitado la chaqueta se había sentado en un apoyabrazos, tomando parte en el banquete. Ahora ya había de todo de comer, dulces y rosoli incluido, y se compartía.
Tenían todos los pasajeros, entre ellos, un aire familiar. Como si se conociesen desde siempre. Como si fuese un rito habitual.
Guardándolo de reojo el joven engreído le dio un codazo al jovencito y guiñó el ojo indicando a Asdrubale. Como respuesta, con naturalidad y sin dudarlo, el muchachito comenzó a decir:
–Ah, sí. Vale. Verá, señor, nosotros a menudo cogemos este tren. Y para pasar el tiempo, sabe, contamos algunas historias agradables. ¿Le gustaría?
El hombre se quedó al principio desconcertado pero luego hizo una señal de asentimiento, faltaría más. y realmente sentía bastante curiosidad. Sólo le faltaba esto a la velada.
–Bien. Entonces, ¿quién tiene algo que contar? ¿Quiere comenzar usted, señora Agnese?
La señora con el rostro regordete sonrió. Parecía un poco avergonzada pero con una alegría mal disimulada.
–Bueno, no sabría…. Sí, es verdad, ahora que lo pienso, tengo una pero es bastante confidencial para contarla. Porque, para ser exactos, se trata de un secreto. Pero un secreto único. Un secreto especial.
Dieciséis ojos, incluidos los del revisor, se abrieron como platos ante aquellas palabras.
– ¡Hable, Agnese! Se lo ruego, cuéntelo –dijo el anciano del pan y del salami.
–Vale, de acuerdo. Si insistís. Tened en cuenta que lo que estáis a punto de escuchar es una historia auténtica. Es un secreto que ha pasado de generación en generación desde hace milenios y ahora lo conoceréis. Pero no puede ser revelado a nadie. Ni siquiera queriendo. Podréis contarla a alguno pero este alguien, sabedlo, no podrá revelarla jamás. Y es por esto que todavía es un secreto. Y es por esto que será para siempre un secreto.
Sonrió enigmática al llegar a este punto.
Mientras tanto, se había hecho el silencio, e incluso los cuerpos se movieron hacia delante sintiendo auténtica curiosidad.
Agnese suspiró y se aclaró la voz. Con las manos gordezuelas volvió a coger el hatillo y posó el vaso. A continuación habló de esta manera:
–Esta, señores y señoras, es la historia de Pembaca. Pero para poderla contar bien pido que esta vez pueda quedarme de pie.
Todos asintieron y ella se levantó. Y de esta manera comenzó a hablar, con énfasis, esmero, la voz impostada y maneras teatrales.
La piedra pulida era resbaladiza y lisa. Y antigua. Se sentía por el olor. Olor de pasos, de historias. De mar, pan y amor. De tiempos pasado. De muerte y de pasión, sucedidas en el interior de las personas que, sobre aquellas piedras, habían estado.
Estaba oscuro y no había ninguna luz iluminando aquella noche sombría y sin estrellas. En el callejón, antiguo y ruinoso, una imprevista ráfaga de viento y un pequeño escalofrío.
Pembaca encogió los hombros y levantó las solapas de la chaqueta en aquella intensa y profunda noche de junio.
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