Название: La Danza De Las Sombras
Автор: Nicky Persico
Издательство: Tektime S.r.l.s.
Жанр: Классическая проза
isbn: 9788835400271
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El tren comenzó a frenar y alcanzó con lentitud la acera parando a la altura de la entrada el centro justo de la cadena de vagones. Eran sólo tres: la locomotora, un vagón para pasajeros y en la cola un último vagón sin ventanas, destinado seguramente a las mercancías. No se sorprendió: con un solo andén, por otra parte, no se podía esperar un bólido plateado último modelo.
Las puertas se pararon justo enfrente de él y se abrieron deslizándose mientras resoplaban.
Puso el primer pie sobre el estribo y entró.
Se quedó estupefacto de nuevo porque las sorpresas no habían acabado. Todo lo demás, de alguna manera, lo había justificado, comprendido, pero esto realmente era inusual: los asientos eran de madera. Y de nuevo fue embestido por aquel olor típico y antiguo que sólo había sentido de niño.
¡Esta sí que era buena! Nunca hubiera creído que todavía existiesen vagones de este tipo circulando.
No había mamparas. Los asientos eran incómodos, espartanos, bajos y gastados por el tiempo. Pero casi todos estaban ocupados por enseres de distintos tipos: paquetes, cajas grandes, sacos. Sólo en una parte, aparentemente, había quedado disponible un puesto para sentarse: en la zona al fondo hacia la locomotora, donde dos filas de asientos una frente la otra, atravesadas por el pasillo, estaban ocupadas por personas. Llegó hasta ellas con aire circunspecto y un poco asombrado, y vio que sólo había un asiento vacío.
Una señora robusta y regordeta lo miró:
–Buenas noches, señor. ¿Quiere que aparte algún paquete y así se podrá sentar solo? Le pido perdón si nos hemos aprovechado del espacio, pero en este tren habitualmente no hay nadie.
Y dicho esto intentó levantarse como queriendo demostrar que hablaba en serio.
–No, no, señora –respondió educado inmediatamente –no se moleste, se lo ruego. Me colocaré allí abajo en ese puesto libre, con su permiso.
A la amabilidad, había aprendido, se responde siempre de manera amable, faltaría más.
Ella, ingenua y entusiasta, sonrió volviéndose a sentar.
Todos lo miraban: eran siete. O mejor dicho seis, para ser exactos, porque, para su sorpresa, se dio cuenta de que el séptimo, también bien sentado y educado, había un gran perro con el pelo de color dorado. También él lo estaba mirando como los otros: aparte de la postura había en él algo de humano.
Sintiendo los ojos centrados en él esbozó una sonrisa e inclinó un poco la cabeza, a modo de saludo.
Todos respondieron de la misma manera, incluso el perro: ¡Caramba, menudo efecto! Realmente, la velada más extraña de su vida, pensó: sin duda.
Después de doblar el abrigo se movió para colocarlo sobre la rejilla de arriba y se sentó al lado de la ventanilla. De reojo observó a todos los pasajeros, comenzando por la señora regordeta, justo enfrente. Mientras los miraba no notó nada de particular: uno era un anciano absorto en un viejo periódico. Luego un jovenzuelo con un aire de engreído pero educado, al mismo tiempo, bien vestido. Un chavalito, más o menos un adolescente, delgado. Una mujer joven, de unos treinta, con aire cansado y triste, y, finalmente, una viejecita que parecía ausente, como en otro lugar, o quizás era sólo una impresión.
Ninguno hizo caso a su discreta observación, pensó, hasta que cruzó los ojos con el perro. Lo estaba mirando fijamente y era cierto que había notado su manera de escrutarles: su mirada parecía casi de disgusto.
¡Por todos los demonios! Se estaba dejando impresionar. Toda aquella emoción, incluso aquel cansancio, la caminata, el tren inesperado, y todo lo demás. Seguramente era así, ¡caramba! Y eso era sólo un perro. Con una mirada un poco humana, sí, pero siempre un cuadrúpedo privo de palabra.
Miró hacia fuera y vio la luz alejarse poco a poco: ahora se estaban moviendo. No había trazas del vendedor de billetes jefe de estación sobre el arcén: se había oído, un poco antes, el austero y preciso triple silbido. Perfecto: habrá vuelto otra vez a su puesto.
Se quedó tranquilo mirando a su alrededor.
Continuaba, no obstante, sintiendo encima la mirada del perro. No tuvo el valor de comprobarlo y continuó repitiéndose que quizás sólo era una impresión.
Y aquí estaba ahora. Dirigiéndose encantado a ninguna parte, la última noche de la última vez que hacía algo: ¡Qué emoción! La única posible, ahora ya, pero más que suficiente. Siempre mejor que al revés o incluso que el vacío que aturdía su mente. En aquellas jornadas ahora ya pasadas, aquellas veladas apagadas, aquellas noches vacuas y silenciosas, aquellas mañanas apresuradas, desequilibradas de tristeza a la luz de la mañana que chirriaba con su sordo no sentir nada. Nada.
Nada en que soñar, nada que desear, nada que esperar y nada que imaginar.
Nada era una palabra difícil de entender. ¿Cómo se hace para describir aquello que no sólo no existe sino que no está?
Una palabra capaz de desbloquear los pensamientos en un círculo vicioso, si lo pensamos bien.
Y sin embargo lo sentía dentro de él, la nada.
¿Cómo puedo sentir algo que no está?, se preguntaba.
Sin embargo existe y absorbe todo alrededor de él: luz, color, música y vida.
Una vorágine infinita e informe que lo devora todo, que aniquila, que destruye.
Pero ahora no había ningún problema, afortunadamente.
Soltó un suspiro de alivio, desde que había comenzado a pensar que sería la última vez que hacía algo todo había desaparecido durante un rato. Todo esto había comenzado casi como un juego.
Pero luego, casi al instante, se había convertido en una manera de escapar: había acabado por guiar sus pasos y, en fin, hasta llegar en esta noche extraña a este extraño tren.
Estaba tan absorto mirando afuera la oscuridad discurrir desde la ventana que, cuando oyó una voz, le sobresaltó un poco.
–Billetes, por favor.
¡Hay que fastidiarse!, pensó levantando la mirada. El vendedor de billetes jefe de estación, con su uniforme un poco andrajoso y con la gorra, también ahora hacía de revisor.
¿Pero qué compañía es esta que hace hacer de todo a la misma persona? Tuvo un momento de solidaridad e incluso de indignación. Admiró a aquel hombre que, a fin de cuentas, sin inmutarse, desenvolvía de la mejor manera cada uno de sus trabajos. ¡Qué tiempos, qué degradación!, pensó: hago bien en querer sólo ya a las cosas, sólo ellas merecen consideración.
Todos, diligentes, extrajeron en cuanto le oyeron el billete y se lo tendieron al hombre de uniforme que se aseguraba, de manera diligente, en practicar un agujero encima con el habitual punzón.
Se quedó de piedra cuando notó que ¡incluso el perro tenía un billete en la boca!
Le faltó poco, a decir verdad, para quedar sin respiración al ver aquello. Movió la cabeza e intentó no pensar: ¿cómo podía СКАЧАТЬ