Palmeras de la brisa rápida. Juan Villoro
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Название: Palmeras de la brisa rápida

Автор: Juan Villoro

Издательство: Bookwire

Жанр: Путеводители

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isbn: 9786078667710

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СКАЧАТЬ sin oro, los españoles bautizaron las calles como si prosiguieran la batalla. El Museo conserva la placa que señalaba la esquina de Imposible y Se Venció.

      Los viajeros aéreos llegan con tobillos de paracaidista. Ya no sabía adónde conducir mis pasos inseguros. Regresé, sintiéndome progresivamente turista. Había caminado con la prisa de otra ciudad; ningún propósito tropical requería esa desmesura. Pensé esto al ver los pasos económicos de los demás paseantes. ¿Adónde podía conducir mi empapada celeridad? A comprar hamacas. Al menos esto juzgó el tercer vendedor que me salió al paso.

      En el Café Express bebí tres vasos de agua, ignorando lo que recomiendan los manuales de supervivencia. “Qué ligero bebes –me decía mi abuela–, se conoce que estás mal de los nervios”. Mi consumo de servilletas fue aún más desequilibrado. Unos diez trozos de papel fueron a dar a mi cara y mis antebrazos. ¡Qué estupidez ir a Mérida en mayo!, ¡pero si el calor es algo típico, como la nieve en Rusia! Sostuve este diálogo hasta que la suave corriente que caía de los ventiladores mitigó mis preocupaciones. Pedí un café; el lugar fue ganando mi atención. El Express es un sitio de regular tamaño, pero sus veinte mesas dominan la vida de la ciudad. La gente que pasa por la calle saluda a los parroquianos, algunos entran a dar recados o arreglar un asunto. En ese momento había dos tertulias principales. A mi izquierda, un grupo de comerciantes de guayabera hablaba a voz en cuello sobre créditos y política; a mi derecha predominaba la mezclilla deslavada y se repetían ciertas palabras talismán: “un tucán loquísimo”, “fe-lli-nes-co”, “bien kaf-kiano”.

      Las conversaciones se cruzaron en mi mesa. “¿Ya saben el nuevo del gobernador? Es el Torpedo: torpe de día, pedo de noche”, gritó un hombre de guayabera y bigote atildado. “Puta, qué surrealista”, dijo una muchacha de playera color betabel. De cuando en cuando, un camión borraba todo con su estruendo de diésel. El café del Express suena como su nombre; es imposible alzar la taza sin oír motores de explosión.

      Un día antes de salir de la Ciudad de México alguien que me conoce demasiado bien me dijo:

      –Para ti el viaje ideal es irte a aplastar a un café.

      Y ahí estaba en mi primer día de viaje, aplastado en el Express. Pedí otro café, esta vez en vaso, como el que le acababan de servir a un tipo con gogles de buzo en la frente y pintura de aceite en los dedos. Podría viajar de un café a otro para mirar desconocidos, leer noticias del diario local que no me competen, dejar que las voces ajenas formaran en mi mesa un golfo de palabras sueltas. El gran atardecer, el museo definitivo, el pájaro fabuloso y la boutique exquisita no me interesan tanto como las horas de café, que consisten básicamente en perder el tiempo. El viajero sentimental, al contrario del explorador o del turista, deja que sea la vida la que se ocupe de las sorpresas.

      Me reconcilié con mi inmovilidad –la mesa como horizonte feliz, sin consecuencias ni propósitos– pero sólo para recordar que no estaba ahí por gusto. Supongo que el escritor de raza siente un pálpito que lo obliga a sacar la pluma y usar la primera servilleta a su alcance. Yo no sentía la menor urgencia de decir algo. Traté de concentrarme. Algunas personas solitarias sorbían sus cafés de cara al techo. Pensé que el lugar se dividía en dos grupos extremos: el bullicio de las tertulias y los hombres solos. Pero el cronista va demasiado rápido, distingue un arquetipo antes que una gente, sospecha, como Gómez de la Serna, que cada cosa es estuche de otra cosa: el tenedor es la radiografía de una cuchara.

      Hasta ese momento la gente que me rodeaba no era nadie. Cuando mi abuela decía “no es nadie” se refería a alguien que no tenía una relación precisa con ella. Había vivido rodeada de “nadies” y “unos”. Yo quería lograr el tono opuesto, una voz confianzuda, capaz de que todos los comensales se cruzaran en mi servilleta de papel. Pero el café había caído en un torpor espeso, sin más signos vitales que el ronroneo de los ventiladores o el acento metálico de alguna cucharita. “¡Un suceso para mi pluma!”, reclamaba el viajero del segundo café, a quien ya no le bastaba estar a gusto.

      De repente fue como si un gallo secreto cantara en el lugar. Todo mundo se espabiló, algunos se frotaron los ojos, el bullicio regresó a las mesas. También llegó un tipo de gruesos mostachos, camisa floreada y brazalete a quien llamaré el Bucanero. Tenía la evidente intención de fondear en la mesa de unas turistas. De las cuatro norteamericanas, dos eran del género roñoso: chinelas con arena, camisetas de basquetbolista (continua demostración de que las navajas no visitaban sus axilas), involuntarias trenzas de rastafari, cajitas de petate para los cigarros y una bolsa de hule para los dólares (bastantes). Las otras dos no parecían tener mayor relación con ellas que ser compatriotas y compartir la mesa del café. Se habían arreglado con el esmero de quienes piensan que todos los países extranjeros están de Halloween: camisas de la India con espejos, negritos de ébano colgando entre los senos, rebozos con la gama entera de los colores guatemaltecos, palitos japoneses cruzados en equis en el pelo, suficientes agujeros en las orejas para soportar plaquitas egipcias y tirabuzones tal vez orientales.

      Aunque el Bucanero conocía a las cuatro, parecía más interesado en las chicas con fantasía decorativa (que sí usaban brasier y procuraban hablar en español). En eso el tipo con los gogles de buzo se acercó a la mesa y ofreció su mano pintada al óleo. Las de camiseta de basquetbolista lo saludaron displicentes; las del disfraz multinacional con admirativa precaución, como si los dedos fueran un Jackson Pollock.

      ¿Cuántos ligues semejantes estarían ocurriendo en los cafés y los portales del país? Era difícil no ver a esos ultralatinos con ojos de D. H. Lawrence, Malcolm Lowry o Carlos Fuentes: se reían como mexicanos, miraban como mexicanos, ligaban como mexicanos, sus pies ya se mezclaban con las sandalias arenosas y las alpargatas griegas; para seguirlos viendo hubiera sido necesario cambiar de pasaporte; eran tan insoportablemente mexicanos como zapatistas con ates de Morelia en las cananas.

      Desvié la vista a la derecha y di con una muchacha de pelo castaño, cortito y aborregado, absorta en la lectura de un libro. Para ella no existían los afanes de las otras mesas. Tampoco el calor; parecía rodeada de un clima que sólo a ella concernía. El chocolate le había dejado medias lunas en el labio superior; sin dejar de leer, lamió el dulce rescoldo con la punta de la lengua, su pie descalzo jugaba con la sandalia, su mano con un cairel sobre la oreja. ¿Quién ignora que esos gestos mínimos han sido causantes de la guerra de Troya y la literatura entera? En este caso, sin embargo, dieron lugar a algo menos épico: traté de averiguar qué leía. Vi su nariz pequeña durante uno o dos capítulos hasta que pidió la cuenta y alzó el libro, con letras amarillas en el lomo: Yucatán. Hasta entonces yo entretenía la esperanza de que no fuera extranjera, ¿pero puede haber algo más irreal que una mexicana que viaje sola? La soledad es un caso de alarma para las mexicanas. En los restoranes de lujo van juntas al baño, en las reuniones se arremolinan en torno a las galletas con paté, en las escuelas deambulan en apretadas flotillas. Como para justificarme, se dirigió al mesero en un español deliciosamente incorrecto. Pagó la cuenta, arregló sus cosas con una prisa que en las mujeres jóvenes siempre asocio con el futuro, con destinos impetuosos, llenos de decisiones definitivas, y se disipó en la luz del mediodía.

      Entre tanto, los comensales de mezclilla y los de guayabera habían salido del café. También en la mesa del fondo las cosas eran distintas. El Bucanero se fue con una rubia deshilachada (la otra desapareció sin que yo lo advirtiera). Los vi subir a un boogie amarillo estacionado en el parque de enfrente. El buzo, para su desgracia, había quedado a la deriva y era víctima de una lectura de poesía. Por lo visto, la compleja imaginación de las viajeras no se detenía en su atuendo. Ahora se alternaban para leer poemas mimeografiados. El buzo frotó los gogles en su cabeza mientras las poetisas leían con rostros emotivos, es decir, desfigurados. No disponían de noticias alegres. El galán lo comprendió demasiado tarde y alzó un brazo excesivo, como para salir a flote. El mesero le llevó la cuenta y una sonrisa de compasión. Ya sobre la acera, la mano colorida se agitó de prisa. Las lectoras apenas lo notaron. Cuando salí del café seguían abismadas СКАЧАТЬ