Palmeras de la brisa rápida. Juan Villoro
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Название: Palmeras de la brisa rápida

Автор: Juan Villoro

Издательство: Bookwire

Жанр: Путеводители

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isbn: 9786078667710

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СКАЧАТЬ style="font-size:15px;">      Una bocanada de calor me recibió en la escalerilla. Mis zapatos rutilantes se encaminaron al suelo yucateco. Tierra firme, el paraíso donde los aviones se vuelven cartas.

      CUARTO 22

      Cuando el hotel se llama “posada” se pueden esperar dos cosas: un local modesto, que ha soportado los años con nobleza (lo viejo nos parece “casero”) o una inmensa fantasía colonial, es decir, lo más cerca que se puede estar de la Nueva España con paredes de tablaroca. Por suerte, la Posada Toledo pertenece al primer género, el tipo de lugar donde siempre son más los huéspedes permanentes que los eventuales.

      El patio interior está cubierto de una curiosa variedad de enredadera, repleta de lianas. Una gata gris salió de la espesura y caminó blandamente hacia el porche. Pasé por primera vez frente al tapiz donde un moro no acababa de raptarse a una doncella.

      El encargado hablaba por teléfono. Me tendió una forma de registro y continuó:

      –Urge que vengan: otra vez nos está invadiendo la cucaracha.

      Esta frase me infundió un valor meramente literario. “¡Que vengan las cucarachas, una crónica del trópico debe tener cada alimaña en su lugar!”

      Luego anoté la profesión que usurpo desde hace años para llenar cuestionarios: “Periodista”. “Escritor” huele a pipa apagada, apotegmas de dispéptico, edición intonsa, dedo ensalivado, pantuflas rancias.

      El 22 es la suma de los dos números sagrados de los mayas, el 9 y el 13, una suerte que me tocara ese cuarto; pero adentro las hormigas amarillas circulaban muy orondas, sin pensar en sacrilegios.

      –Soy Roque. Ya sabes, pa’ lo que se te ofrezca –dijo el mozo, con una sonrisa de tres dientes de oro.

      En la pared había dos reproducciones de los grabados de Catherwood, una vista de Uxmal y el arco de Labná; también el cuarto 22 estaba presidido por aquel viaje extraordinario. Según todas las probabilidades, yo visitaría Yucatán sin operar a nadie de estrabismo ni descubrir sitios arqueológicos; pero si la aventura era imposible, al menos podía viajar sin hacer “turismo”.

      Para quien viaja en grupo, Yucatán es el avión, el Holiday Inn decorado con los mejores muebles de plasticuero y terciopana, la cafetería que ofrece la jugosa hamburguesa con tocino y queso amarillo, el camión con aire acondicionado para ir a las ruinas, es decir, todo lo necesario para que uno se sienta como en Florida sólo que con pirámides.

      Para un mexicano, las cadenas hoteleras difícilmente son “hogareñas” (aún no existe el emporio que disponga de vírgenes de Guadalupe, colchas de peluche y sillones forrados de hule para que el huésped sienta que Suiza es como la colonia Narvarte sólo que con vacas pintas). Esto ha creado un arquetipo aún peor que el del norteamericano que busca su casa en todos sitios: el viajero para quien el hotel es una civilización inagotable. ¿Cuántos mexicanos no han pensado que el único defecto de Perisur es que no tenga cuartos disponibles? El turista consumidor viaja a hoteles que son fascinantes almacenes y evitan la molestia de exponer la nariz al aire libre.

      Me dio gusto que mi posada no figurara en una guía turística que opina de los hoteles lo mismo que el Partido Republicano opina del país: excellent value, but service a little offhand.

      Bajé a hablar por teléfono. Tenía el número de unos familiares lejanos, pero sabía muy poco de ellos, personas un tanto míticas, recreadas por la no muy verídica memoria de mi abuela. Algunas no eran más que una frase. ¿Qué le podría decir a los descendientes de Gonzalo?, ¿que a principios de siglo nadaba muy bien de muertito?

      Preferí llamar a los conocidos de mis amigos, aunque sus recomendaciones no podían ser más vagas: “Velo, está loquísimo”. En Mérida, las nueve de la mañana es demasiado tarde para dar con alguien. No encontré a la “chica monísima”. Me resigné a marcar el número de alguien descrito como “un maestro muy neto”. El teléfono sonó dos veces. Decidí que él tampoco estaba en casa.

      PASEO EXPRÉS

      Salí a caminar y las calles numeradas me hicieron pensar en una lotería. Mis sueños pasarían en la esquina de la 57 y la 58; era difícil no sentir que le estaba apostando a esos números.

      Había dado tres pasos cuando un hombre me tendió una hamaca. Quería vendérmela pero no alabó el precio ni el bordado; el calor aconsejaba ahorrar palabras. En Mérida mayo es un mes que se cuece aparte, hace tanto sol como en un verso de José Luis Rivas. Caminé en un aire que ardía en los ojos abultados por la desmañanada. Vi algunos mirajes del calor: una mancha de aceite vibró en la calle de mica, una calesa se disolvió en la nube de diésel de un camión. Llegué a una plaza que olía a estiércol y plantas, como una huerta confundida en la ciudad. En la esquina, el Diario de Yucatán hablaba de la peor sequía en quince años. Mayo es el mes de las horas lentas y la lluvia atrasada; el clima no avanza, se perpetúa en su inmovilidad. Un cielo sin nubes, distraído, con el santo en otro cielo. No pasa nada. ¿El trajín de la ciudad? Nada, un paréntesis en lo que el cielo se desploma en forma de agua.

      A las diez de la mañana la calle estaba llena de guayaberas, rostros redondos y cuerpos compactos de boxeadores mosca. Ignoro si el reglamento de la policía exige que sus miembros midan metro y medio, pero en todo caso es difícil encontrar uno más alto. Hay algo tranquilizador en una ciudad resguardada por gente chica. Vestidos en color canela, los policías no muestran otro interés que atestiguar el paso de los coches.

      Mérida tiene camiones de antes, narigones, una honesta protuberancia llena de fierros que sueltan humo. También hay minibuses aplanados, con el motor en alguna entraña, pero en el Centro sólo vi vejestorios. Estuve a punto de tomar uno para descontar la última cuadra a la Plaza Grande.

      La catedral es un prodigio de las piedras claras. A esa hora no hay que buscar relieves ni detalles; la fachada está demasiado ocupada absorbiendo luz, una hoguera esculpida, un macizo auto de fe.

      Crucé la calle hacia la sombra de un laurel. De nada me sirvió estar quieto; el sudor me bajaba a chorros por la cara. Seguí caminando para generar la mínima brisa que despejara mis facciones.

      El cielo siempre es más azul para alguien que viene del D.F. Vi una nube temblona, deshilachada por un viento que no se alcanzaba a sentir allá abajo. Entonces se me acercó un vendedor de hamacas. ¿Quién, si no un fuereño, podía ver el cielo como una función inagotable?

      El calor había convertido el desayuno del avión en algo magníficamente sólido, como si me hubiera tragado un anillo virreinal. Tal vez mi cuerpo indigesto fue el culpable de que la casa de Montejo me pareciera una reunión de trogloditas.

      La conquista del Adelantado Francisco de Montejo continúa hasta la fecha. Una avenida, un colegio, una cervecería, un local de fiestas y cinco hoteles llevan su nombre. Sin embargo, su casa de la Plaza Grande es una plateresca venganza indígena. El diseño del edificio es español pero la ejecución fue encomendada a artesanos indios que retrataron a los conquistadores como torvos cavernícolas; las cachiporras de piedra y la figura subyugada por el peso de la bárbara conquista, son una burla semejante a los cuadros de Goya donde sus borbónicos patrones aparecen con quijadas prognatas y miradas de imbecilidad absoluta.

      Un banco ocupa la antigua mansión del conquistador. Anticipé un delicioso aire acondicionado. Desgraciadamente los bancos tienen nociones muy precisas de la temperatura de negocios y enfrían su aire a nivel lumbago. Casi fue un alivio volver a la canícula de mayo.

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