Palmeras de la brisa rápida. Juan Villoro
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Название: Palmeras de la brisa rápida

Автор: Juan Villoro

Издательство: Bookwire

Жанр: Путеводители

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isbn: 9786078667710

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СКАЧАТЬ eran fijas: mi hermana Carmen y yo éramos perfectos, a pesar de que jamás lográramos cumplir una de sus más caras obsesiones: dibujar “un tucho nadando”. El tema estaba a la altura de nuestros gustos estrafalarios, pero desperdiciamos cientos de crayones sin lograr que el simio nadara.

      Cuando mi madre le dijo (llorando en serio, sin la menor teatralidad) que yo era sonámbulo y hablaba solo, ella respondió: “Cómo sufre el nené”. Los culpables de mis defectos siempre eran otros, en especial mis insoportables amigos:

      –¡Estos chiquitos sólo vienen a hacer laberinto! –se quejaba.

      “Hacer laberinto” era hacer escándalo, lo cual dio lugar a una deformación que mi abuelo usaba para interrumpir el rodeo o algún aria de Verdi:

      –¡Detengan el laberinto! –blandía el bastón sobre nuestras cabezas y mi abuela aprovechaba para desmayarse.

      En los días de gloria, además de la televisión, la abuela nos dejaba ver sus cálculos del riñón.

      –Cuidado con el xix –decía para que no tiráramos las migajitas (el sonido de la x equivalía al sh inglés), luego volvía a guardar los cálculos en un armario repleto de cajitas vacías.

      El xix era una de las claves psicológicas de mi abuela.

      –¡Mis platillos se gastan tan ligero! –decía en un tono de falso reproche–. No queda ni el xix, ahora, ¿con qué hago los naches?

      La verdad sea dicha, le daba gran gusto que sus guisos despertaran en nosotros la legendaria voracidad de su hermano Ernesto. No tenía la menor intención de preparar recalentados (naches), pero aprovechaba la oportunidad para demostrar que la cocina era una labor de sacrificio, extenuante, un capítulo más de su vida de santa que ninguno de nosotros valoraba (a diferencia de los vecinos de Mixcoac que iban a preguntar por ella en nuestra ausencia). Preparar guisos yucatecos es, en efecto, someterse a la tiranía del horno de tierra, las emblemáticas tres piedras del fogón maya o la estufa de gas que según la abuela hacía que la cochinita supiera a “lámpara de explorador”. Pero en este caso la sumisión era voluntaria. A dos cuadras había una casa con un jardín donde despuntaban árboles de plátano. Veíamos las hojas en el camino a misa: verdes, bruñidas, capaces de despertar los antojos de la abuela.

      –Se me figura que vamos a comer dzotolbichayes –comentaba por lo bajo. Ésta era la señal para que yo subiera a la barda (que a diferencia de otras muchas de la época no estaba coronada de vidrios rotos) y arrancara cuantas hojas estuvieran a mi alcance.

      En la iglesia la veía rezar con devoción, tal vez arrepintiéndose de haberme inducido al robo. Yo ya sabía que los pecados se dividían en mortales y veniales. Desde entonces la cocina yucateca me sabe a pecado venial, al hurto de hoja de plátano compensado con avemarías.

      Una vez que regresaba con las hojas bajo el suéter, la abuela se ponía a cantar Una furtiva lágrima o Recóndita armonía (ignoro por qué escogía partes de tenores para la cocina) y a sazonar con gustosos aspavientos. Lo que saliera de ahí (cochinita, pan de cazón, relleno negro, brazo de mestiza o espaguetis –con el más yucateco de sus condimentos–) sería un prodigio. La abuela se reconciliaba con Yucatán y con el abuelo por el paladar. Él había aprendido a pedir su frijol cabax y a rechazar el arroz chenté; comía con singular enjundia aunque su salud estuviera muy mermada. La mesa era la zona de armisticio y mi abuela la orgullosa artífice de esa pax succulenta.

      Mi abuela le era fiel a los sabores y a un nombre de oro: Ricardo Palmerín.

      –Es un trovador –me dijo un día, y me dejó en las mismas.

      No teníamos discos de él y ella jamás cantaba sus canciones, pero pronunciaba su eufónico apellido con una admiración que resumía todas las serenatas de su juventud.

      En aquella época yo acababa de inventar un héroe imaginario, el atroz Yambalalón, y estaba encandilado por los nombres. Alguien capaz de llamarse Ricardo Palmerín debía tener una voz magnífica.

      Un día el señor Marañón llegó a ver a mi abuelo. Todos creíamos que Marañón moriría antes, pues el cáncer ya le había llevado la nariz. Tuvimos que decirle que el abuelo acababa de morir.

      –¡Me cachis! –dijo, y escuché un ruido bajo el trapo que tenía en la cara. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Pensé en cómo se suena alguien sin nariz y cerré los ojos antes de averiguarlo. Cuando los abrí, él iba llorando por la calle de Santander.

      Es la última imagen que tengo de aquella casa. La muerte de mi abuelo y el divorcio de mis padres hicieron que nos mudáramos a un departamento en el que no había sitio para la abuela.

      Ahora nos visitaba los fines de semana. Su lengua no perdía filo. Criticaba el cuarto de Carmen (“¡Aquí sólo faltan remos!”) y ninguneaba a sus pretendientes (“¡Yo sí que salía con ese coconete!, pues señor, ¿qué ya no hay homberes?”). Sólo le gustaban las películas de amor pero detestaba las escenas eróticas. A partir de mediados de los sesenta fue casi imposible llevarla al cine. Al primer pezón gritaba: “¡Tápenle los ojos a los ninios!”, y si una pareja se besaba en la oscuridad, decía “yo no pago para ver esta función”.

      También se dedicaba a dar consejos apocalípticos. Cuando tomé mi primer avión me recomendó que me sentara lejos de la cabina: “Si el avión se zampa sólo sobreviven los de atrás”.

      Aunque mantuvo una larga campaña contra los hippies (sus luchas siempre eran de largo aliento), cuando me dejé la barba y el pelo largo exclamó arrobada:

      –¡Pareces un San José! –nada más humillante para alguien que buscaba más ásperos parecidos.

      Mi primer amor platónico fue, por supuesto, una actriz yucateca. Vi todas sus telenovelas y tuve que soportar comentarios como éste:

      –¿Pero cómo te puede gustar esa bisbirinda?

      Una “bisbirinda” era alguien que andaba con cualquiera. Desde entonces, una de las enseñanzas más dolorosas de la vida ha sido descubrir, ante las muchas bisbirindas que me han gustado, mi imposibilidad de ser cualquiera.

      La última vez que mi abuela actuó con energía estaba en la banqueta, aferrada al colchón de mi cama.

      –¡Pero si abandona a su madre! –le gritaba a los de la mudanza, incapaz de comprender que me fuera de la casa sin casarme.

      Por ese tiempo se le empezó a secar la boca, lo cual dio lugar a toda clase de aberraciones anatómicas (“se conoce que estoy escupiendo las escamas del cerebro”); hablaba cada vez menos, con frases de una vaguedad total que no dejaban de irritar a mi madre: “Pásame el comosellama que está sobre el negociante aquel”.

      Pasó sus últimos años en cama, en casa de mi madre. No volvió a hacer reproches. Entró en un delirio feliz donde tenía “catorce años entrados en quince” y donde yo a veces era “el nené” y a veces su hijo Ponchito. Le gustaba acariciarse con una esponja y decir “mi esponjita dura una barbaridad”.

      Podía morir en cualquier momento pero esperó seis años hasta la Navidad de 1985, el único momento en que no había nadie en casa: entonces tomó una de esas raras decisiones que tomaba en nuestra ausencia para hacernos ver que tenía una existencia paralela: pasó, como a ella le gustaba decir, “a mejor vida”, al mundo donde los vecinos la creían santa y donde todos los muchachos le pedían que bailara un vals (“tengo el carné completo”, contestaba altiva). Sus últimas palabras СКАЧАТЬ