Название: Erebus
Автор: Michael Palin
Издательство: Bookwire
Жанр: Документальная литература
isbn: 9788418217074
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El 24 de mayo de 1840 celebraron el vigesimoprimer aniversario de la reina Victoria disparando salvas y sirvieron pudín de ciruela, carne en conserva y una doble ración de ron por la noche. Justo al día siguiente, recibieron por la fuerza un recordatorio de lo lejos que estaban del estío inglés cuando empezó a descargar sobre ellos una tremenda ventisca. Al caer la oscuridad, Cunningham la describió como «un huracán completo» sobre el barco. «Nunca he oído el viento soplar tan fuerte como lo ha hecho esta noche».
McCormick, el cirujano, compartía el entusiasmo de Hooker por las islas Kerguelen, pero desde una perspectiva geológica. «Estas, y Spitzbergen, en el hemisferio opuesto, constituyen, a mi parecer, las tierras más asombrosas y pintorescas que he tenido la suerte de visitar», anotó con entusiasmo en su diario. Y eso a pesar del hecho de que «ni las islas del Ártico ni las del Antártico tienen árboles ni arbustos […] que las animen». A McCormick no le interesaba lo que podía encontrar en las negras rocas basálticas de aquella solitaria isla, sino lo que había habido allí miles de años antes. «Bosques enteros […] de madera fosilizada están enterrados bajo grandes ríos de lava», escribió maravillado al descubrir bajo unos escombros un tronco de árbol fosilizado con una circunferencia de más de dos metros. Su intención era explicar ese fenómeno. En Inglaterra, encontrar corales y otras formas de vida tropical incrustadas en la caliza del norte de Devon le había parecido una experiencia fascinante. Por los mismos motivos, le intrigaba descubrir bosques de coníferas sepultados en las islas de Kerguelen, completamente yermas. «Me he preguntado cómo pudieron existir jamás en este lugar». Pasarían todavía otros setenta años antes de que Alfred Wegener propusiera la audaz teoría de que los propios continentes podrían haberse desplazado a lo largo del tiempo, y otros cincuenta años más hasta que la teoría de las placas tectónicas se probara.
Por lo que respecta a la vida animal de la isla, parece que McCormick la consideraba más bien una ocasión de practicar su puntería. Es imposible leer una página entera de sus extensos diarios sin maravillarse, o quizá desesperar, ante su inagotable capacidad de admirar las criaturas de la creación para, más tarde, cazarlas. El 15 de mayo identificó una paloma antártica o picovaina, un «ave singular y bellísima […], tan valiente y confiada que parece extraña en esta isla, a la que su presencia confiere encanto y animación, sobre todo para un amante de las razas aladas como yo». Al día siguiente, añadió de manera sucinta: «He abatido mi primera paloma antártica». Una semana después, mientras acompañaba al capitán Ross y a una partida de exploración, cazó «cinco cercetas y charranes, y regresé […] a las cinco de la tarde». El día siguiente, «cacé un petrel gigantesco […] y una gaviota de lomo negro que nos sobrevoló». El día 30, «me dirigí a la orilla alrededor de mediodía, cacé una gaviota de lomo negro desde el bote y un cormorán grande al desembarcar». Y el día no había llegado a su fin. En el camino de vuelta al barco, tras visitar al capitán Ross en el observatorio, cazó «dos palomas antárticas, dos petreles gigantescos, dos cormoranes y una cerceta que volaba sobre el cabo».
A McCormick le gustaban las aventuras, pero en el transcurso de una expedición en tierra firme su espíritu audaz estuvo a punto de costarle la vida. Después de haber salido a buscar minerales y haber llenado su mochila con «algunos de los mejores especímenes de cristales de cuarzo […], que pesarían en total unas cincuenta libras [unos veintidós kilos]», al caer la noche se encontró con el paso cortado por unas cascadas torrenciales. Abandonó la mochila y, al final, se abrió camino hasta la base de un acantilado solo para darse cuenta de que desde allí no podría llegar al barco. «La oscuridad de la noche —recordó un poco después— solo se veía aliviada por el resplandor intermitente de la espuma blanca y vaporosa que los torrentes enviaban hacia el cielo; las espectaculares ráfagas de viento, acompañadas por un diluvio, se combinaban con ceñudos e intimidantes acantilados negros para formar una escena inimaginable». Cuando al fin regresó al barco, le ofrecieron té acompañado, precisamente, de unas palomas antárticas asadas que «nuestra atenta y amable tripulación había cazado en mi ausencia».
Mantenerse activo era la clave para sobrevivir en cualquier barco tan atestado como aquel, especialmente en aquellos lugares salvajes e inhóspitos, en los que debía de resultar demasiado fácil perder cualquier sensación de propósito. El capitán Ross siempre se aseguraba de que hubiera trabajo que hacer, ya fuera construyendo o trabajando en los observatorios. Por supuesto, desde un punto de vista personal, el imperativo científico de la expedición —fuera la historia natural, la zoología, la botánica o la geología— era claramente algo que lo motivaba y apasionaba tanto como a McCormick y a Hooker.
Para saber cómo respondían a esta situación los marineros comunes, solo disponemos de los diarios del sargento Cunningham. Y lo cierto es que estos ofrecen un retrato bastante lastimoso de unos hombres que trataban de hacer las cosas lo mejor posible en unas condiciones espantosas. Hubo tormentas y fuertes vientos cuarenta y cinco de los sesenta y ocho días que pasaron en las islas Kerguelen. El viento, la lluvia y la nieve azotaron el puerto mientras se esforzaban por trasladar el equipo a la orilla y de vuelta al barco. Lo más cerca que llega el sargento Cunningham a registrar algo parecido a la satisfacción es un día en el que cazó y cocinó varios cormoranes. Estos, según anotó, conformaron un «auténtico manjar». Por lo demás, la entrada de su diario del 19 de julio es representativa del resto de las jornadas: «Un intenso frío glacial; servicio religioso por la mañana. Otro de esos domingos horribles que un hombre pasa en un barco como este».
Al menos, aquel sería su último domingo en las islas Kerguelen, pues, a la mañana siguiente, el 20 de julio, tras varios días siendo empujados al fondeadero por los vientos en contra, el Erebus y el Terror abandonaron finalmente lo que Ross describió como «este espantoso y desagradable puerto». Joseph Hooker trató de ver el lado positivo, aunque no de una forma muy convincente. «Lamenté que nos marcháramos del puerto de la Natividad; al buscar alimento para la mente, uno se encariña hasta de los lugares más desdichados del globo». No es precisamente una cita que pueda utilizar una oficina de Turismo.
Hoy, las islas Kerguelen forman parte de las Tierras Australes y Antárticas Francesas, y solo se puede llegar a ellas en un barco que sale de la isla de Reunión solo cuatro veces al año. Los únicos habitantes que pasan todo el año en el archipiélago son científicos. Plus ça change.
Puede que el puerto de la Natividad fuera un lugar desolado y desagradable para la tripulación del Terror y del Erebus, pero, al menos, les había brindado cierto refugio. Ahora, de vuelta en mar abierto, se vieron expuestos de nuevo a toda la fuerza de los Cuarenta Rugientes. Una serie de cadenas de bajas presiones se sucedieron día tras día, y los icebergs que amenazaban en el horizonte y quince horas de oscuridad a través de las que navegar hicieron que mantener el rumbo supusiera un reto para el navegante y el contramaestre.
Con la fuerte lluvia y las constantes turbulencias, el Erebus perdió de vista al Terror en poco tiempo. La disparidad entre las dos embarcaciones todavía irritaba a Ross. Anotó con no poca irritación que hubo de moderar las velas del Erebus mientras buscaba a su barco gemelo, más antiguo, «con no pocas molestias, pues la nave se balanceaba en demasía como consecuencia de no desplegar las suficientes velas para mantenerlo firme». Al final, abandonó la búsqueda y el Erebus continuó solo.
Por irónico que parezca, fue durante uno de los pocos días favorables cuando aconteció lo peor.
La tripulación estaba ocupada limpiando y había hombres en las jarcias que desplegaban las velas para que se secaran cuando se soltó la vela de un estay que golpeó al contramaestre, el señor Roberts, quien, según cuenta un testigo, «salió volando y cayó por la borda». Se le lanzaron inmediatamente un salvavidas y varios remos, pero el barco avanzaba a seis nudos y quedó rápidamente atrás. Se bajaron dos cúteres al mar, pero, como habían tenido que reforzarse sus ataduras a causa de las tormentas, СКАЧАТЬ