Novelas completas. Jane Austen
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Читать онлайн книгу Novelas completas - Jane Austen страница 131

Название: Novelas completas

Автор: Jane Austen

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211188

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СКАЧАТЬ oír estas palabras, Darcy cambió de color; pero la conmoción fue transitoria y siguió escuchando sin deseos de interrumpirla.

      —Yo tengo todas las razones posibles para haberme forjado un mal concepto de usted —continuó Elizabeth—. No hay nada que pueda excusar su injusto y ruin proceder. No se atreverá usted a negar que fue el principal si no el único culpable de la separación del señor Bingley y mi hermana, exponiendo al uno a las censuras de la gente por caprichoso y veleidoso, y a la otra a la burla por sus fracasadas esperanzas, hundiéndoles a los dos en la mayor desesperación.

      Hizo una pausa y vio, indignada, que Darcy la estaba escuchando con un aire que indicaba no hallarse en absoluto conmovido por ningún tipo de remordimiento. Incluso la miraba con una sonrisa de presuntuosa incredulidad.

      —¿Puede negar que ha hecho esto? —repitió ella.

      Fingiendo estar sereno, Darcy respondió:

      —No he de negar que hice todo lo posible para separar a mi amigo de su hermana, ni que me alegro del resultado. He sido más condescendiente con él que conmigo mismo.

      Elizabeth desestimó aparentar que notaba esa sutil reflexión, pero no se le escapó su significado, y no consiguió armonizarla.

      —Pero no solo en esto se basa mi desprecio —siguió Elizabeth. Mi opinión de usted se formó mucho antes de que este desencanto tuviese lugar. Su modo de ser quedó al descubierto por una historia que me contó el señor Wickham hace algunos meses. ¿Qué puede decir a esto? ¿Con qué acto falso de amistad puede defenderse ahora? ¿Con qué embuste puede justificar en este caso su dominio sobre los demás?

      —Se interesa usted demasiado por lo que afecta a ese caballero —dijo Darcy en un tono menos sosegado y con el rostro rojo de ira.

      —¿Quién, que conozca las penas que ha sufrido, puede evitar sentir interés por él?

      —¡Las penas que ha sufrido! —exclamó Darcy con desprecio—. Sí, realmente, unas penas terribles...

      —¡Por su culpa! —exclamó Elizabeth con fuerza—. Usted le redujo a su actual relativa pobreza. Usted le vedó el porvenir que, como bien debe saber, estaba destinado para él. En los mejores años de la vida le privó de una independencia a la que no solo tenía derecho sino que merecía. ¡Hizo todo esto! Y todavía es capaz de poner en ridículo y reírse de sus sufrimientos...

      —¡Y esa es —gritó Darcy mientras se paseaba como un poseso por el cuarto— la opinión que guarda usted de mí! ¡Ese es el aprecio en que me tiene! Le doy las gracias por habérmelo explicado tan francamente. Mis faltas, según su cálculo, son grandísimas. Pero puede —añadió deteniéndose y encarándose con ella— que estas ofensas hubiesen sido pasadas por alto si no hubiese herido su orgullo con mi sincera confesión de los reparos que durante largo tiempo me impidieron tomar una resolución. Me habría ahorrado estas amargas acusaciones si hubiese sido más experto y le hubiese escondido mi lucha, ensalzándola al hacerle creer que había dado este paso impulsado por la razón, por la reflexión, por una incondicional y pura inclinación, por lo que sea. Pero me asquea todo tipo de engaño y no me reprocho de los sentimientos que he revelado, eran naturales y justos. ¿Cómo podía suponer usted que me gustase la inferioridad de su familia y que me felicitase por la perspectiva de tener unos parientes cuya condición están tan por debajo de la mía?

      La cólera de Elizabeth crecía a cada momento; aun así intentó con todas sus fuerzas expresarse con tranquilidad cuando dijo:

      —Se equivoca usted, señor Darcy, si supone que lo que me ha herido es su manera de declararse; si se figura que me habría evitado el mal rato de rechazarle si se hubiera comportado de una manera más noble.

      Elizabeth se dio cuenta de que estaba a punto de interrumpirla, pero pasó por alto y continuó:

      —Usted no habría podido ofrecerme su mano de ninguna forma que me hubiese tentado a aceptarla.

      De nuevo su sorpresa era lógica. La miró con una expresión de incredulidad y humillación a la vez, y ella continuó manifestando:

      —Desde el principio, casi desde el primer instante en que le conocí, sus modales me convencieron de su soberbia, de su petulancia y de su egoísta desprecio hacia los sentimientos ajenos; me disgustaron de tal manera que hicieron nacer en mí el rechazo que los sucesos posteriores convirtieron en firme desagrado; y no hacía un mes todavía que le conocía cuando me di cuenta que usted sería el último hombre en la tierra con el que podría casarme.

      —Ha dicho usted suficiente, señorita. Comprendo perfectamente sus sentimientos y solo me queda avergonzarme de los míos. Perdone por haberle hecho perder tanto tiempo, y acepte mis buenos propósitos de salud y felicidad.

      Dicho esto salió rápidamente de la habitación, y Elizabeth le oyó enseguida abrir la puerta de la entrada y marchar de la casa con prisa.

      La confusión de su mente le hacía sufrir intensamente. No podía aguantarse de pie y tuvo que sentarse porque las piernas la traicionaban. Lloró durante media hora. Su perplejidad al recordar lo ocurrido se agrandaba cada vez más. Haber recibido una proposición de matrimonio de Darcy que había estado enamorado de ella durante tantos meses, y tan enamorado que quería casarse a pesar de todas las objeciones que le habían llevado a impedir que su amigo se casara con Jane, y que debieron pasar con igual fuerza en su propio caso, resultaba increíble. Le era grato haber inspirado un afecto tan apasionado. Pero el orgullo, su horrible orgullo, su desvergonzada confesión de lo que había hecho con Jane, su injustificable descaro al reconocerlo sin ni tan solo tratar de disculparse, y la insensibilidad con que se había referido de Wickham a pesar de no haber negado su crueldad para con él, no tardaron en prevalecer sobre la compasión que había sentido al pensar en su amor.

      Continuó inmersa en sus convulsos pensamientos, hasta que el ruido del carruaje de lady Catherine le hizo darse cuenta de que no estaba en condiciones de encontrarse con Charlotte, y subió rápidamente a su alcoba.

      Capítulo XXXV

      Elizabeth se despertó a la mañana siguiente con los mismos pensamientos y elucubraciones con que se había dormido. No conseguía reponerse de la sorpresa de lo sucedido; le era imposible pensar en otra cosa. Incapaz de obrar, en cuanto tomó el desayuno decidió salir a gozar del aire fresco y a hacer ejercicio. Se dirigía directamente hacia su paseo favorito, cuando recordó que Darcy iba alguna vez por allí; se detuvo y en lugar de entrar en la finca tomó otra senda en dirección opuesta a la calle donde estaba la barrera de portazgo22, y que estaba todavía limitada por la empalizada de Rosings, y pronto pasó por delante de una de las portillas que facilitaba el acceso a la finca.

      Después de pasear dos o tres veces a lo largo de aquella parte del camino, le entró ganas, en vista de lo preciosa que estaba la mañana, de pararse en las portillas y contemplar la finca. Las cinco semanas que llevaba en Kent había cambiado mucho la campiña, y cada día brotaban más lozanos los árboles tempranos. Se disponía a seguir su paseo, cuando percibió a un caballero en la alameda que bordeaba la finca; el caballero caminaba en dirección a ella, y Elizabeth, temiendo que fuese Darcy, retrocedió súbitamente. Pero la persona, que se adelantaba, estaba ya lo suficientemente cerca para verla; siguió andando muy rápido y pronunció su nombre. Ella se había vuelto, pero al escuchar aquella voz en la que reconoció a Darcy, siguió en dirección a la puerta. El caballero la alcanzó y, dándole una carta que ella tomó instintivamente, le dijo con una mirada de orgullo:

      —He estado paseando por la alameda durante un rato esperando encontrarla. ¿Me concederá el honor de leer esta carta?

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