Novelas completas. Jane Austen
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Название: Novelas completas

Автор: Jane Austen

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия: Colección Oro

isbn: 9788418211188

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СКАЧАТЬ La señora Hurst y su hermana casi no abrieron la boca para otra cosa que para quejarse de cansancio; se les notaba angustiadas por quedarse solas en la casa. Rechazaron todos los intentos de conversación de la señora Bennet y la animación bajó de tono, sin que pudieran elevarla los ampulosos discursos de Collins felicitando a Bingley y a sus hermanas por la elegancia de la fiesta y por la hospitalidad y dulzura con que habían tratado a sus invitados. Darcy no dijo absolutamente nada para él. El señor Bennet, tan callado como él, disfrutaba de la escena. Bingley y Jane estaban juntos y un poco separados de los demás, hablando el uno con el otro. Elizabeth guardó el mismo silencio que la señora Hurst y la señorita Bingley. Incluso Lydia estaba demasiado agotada para poder decir más que “¡Dios mío! ¡Qué cansada estoy!”, acompañada de grandes bostezos.

      Cuando, por fin, se levantaron para despedirse, la señora Bennet insistió con mucha amabilidad en su deseo de ver pronto en Longbourn a toda la familia, se dirigió especialmente a Bingley para comunicarle que se verían muy honrados si un día iba a su casa a almorzar con ellos en familia, sin la etiqueta de una invitación formal. Bingley se lo agradeció encantado y se comprometió de inmediato a aprovechar la primera oportunidad que se le presentase para visitarles, a su regreso de Londres, adonde tenía que ir al día siguiente, aunque no tardaría en estar de regreso.

      La señora Bennet no cabía en sí de gozo y salió de la casa convencida de que contando el tiempo necesario para los preparativos de la celebración, compra de nuevos coches y trajes de boda, iba a ver a su hija instalada en Netherfield dentro de tres o cuatro meses. Con la misma certeza y con considerable, aunque no igual agrado, aguardaba tener pronto otra hija casada con Collins. Elizabeth era a la que menos quería de todas sus hijas, y si bien el pretendiente y la boda colmaban sus deseos para ella, quedaban en la sombra por Bingley y por Netherfield.

      Capítulo XIX

      Al día siguiente, hubo otro suceso en Longbourn. Collins se declaró puntualmente. Resolvió hacerlo sin pérdida de tiempo, pues su permiso expiraba el próximo sábado; y como tenía plena confianza en el éxito, emprendió la tarea de modo cuidadoso y con todas las formalidades que consideraba de rigor en tales circunstancias. Poco después del desayuno encontró juntas a la señora Bennet, a Elizabeth y a una de las hijas menores, y se dirigió a la madre de esta manera:

      —¿Puedo esperar, señora, dado su preocupación por su bella hija Elizabeth, que se me conceda el honor de una entrevista privada con ella, en el transcurso de esta misma mañana?

      Antes de que Elizabeth hubiese tenido tiempo de nada más que de ponerse colorada por la sorpresa, la señora Bennet contestó rápido:

      —¡Oh, querido! ¡No faltaba más! Estoy segura de que Elizabeth estará encantada y de que no tendrá ningún obstáculo para ello. Ven, Kitty, te necesito arriba.

      Y recogiendo su labor se apresuró a dejarlos solos. Elizabeth la llamó suplicante:

      —Mamá, querida, no te vayas. Te lo ruego, no te vayas. El señor Collins me disculpará; pero no tiene nada que decirme que no pueda saberlo todo el mundo. Soy yo la que me voy.

      —No, no seas tonta, Lizzy. Quédate donde estás. Y al darse cuenta que Elizabeth, disgustada y furiosa, estaba a punto de marcharse, añadió:

      —Lizzy, te mando que te quedes y que escuches al señor Collins.

      Elizabeth no pudo desobedecer semejantes órdenes. En un instante lo pensó mejor y creyó más juicioso acabar con todo aquello lo antes posible en paz y sosiego. Se volvió a sentar y trató de disimular con rabia, por un lado, la sensación de angustia, y por otro, lo que le divertía aquel asunto. La señora Bennet y Kitty se fueron, y entonces Collins empezó:

      —Créame, mi querida señorita Elizabeth, que su recato, en vez de perjudicarla, viene a sumarse a sus otras perfecciones. Me habría parecido usted menos adorable si no hubiese mostrado esa pequeña resistencia. Pero permítame asegurarle que su madre me ha dado permiso para esta entrevista. Ya debe saber cuál es el motivo de mi discurso; aunque su natural delicadeza la lleve a disimularlo; mis intenciones han quedado demasiado claras para que puedan inducir a equívoco. Casi en el instante en que pisé esta casa, la elegí a usted para futura compañera de mi vida. Pero antes de expresar mis sentimientos, quizá sea aconsejable que exponga los motivos que me mueven a casarme, y por qué vine a Hertfordshire con el propósito de buscar una esposa precisamente aquí.

      A Elizabeth casi le vino un ataque de risa al imaginárselo expresando sus sentimientos; y no pudo aprovechar la breve pausa que hizo para evitar que continuase adelante. Collins reanudó su súplica:

      —Los motivos que me mueven a casarme son: primero, que la obligación de un clérigo en circunstancias favorables como las mías, es dar ejemplo de matrimonio en su parroquia; segundo, que estoy convencido de que eso contribuirá en gran manera a mi felicidad; y tercero, cosa que tal vez hubiese debido poner en primer término, que es el particular consejo y recomendación de la nobilísima dama a quien tengo el honor de llamar mi protectora. Por dos veces se ha dignado aconsejármelo, incluso sin habérselo yo insinuado, y el mismo sábado por la noche, antes de que saliese de Hunsford y durante nuestra partida de cuatrillo, mientras la señora Jenkinson arreglaba el silletín de la señorita de Bourgh, me dijo: “Señor Collins, tiene usted que casarse. Un clérigo como usted debe estar casado. Elija usted bien, elija pensando en mí y en usted mismo; procure que sea una persona activa y útil, de educación no muy elevada, pero capaz de sacar buen partido a pequeñas ganancias. Este es mi deseo. Busque usted esa mujer cuanto antes, tráigala a Hunsford y que yo la vea”. Permítame, de paso, señalarle, hermosa prima, que no estimo como la menor de las ventajas que puedo ofrecerle, el conocer y disfrutar de la generosidad de lady Catherine de Bourgh. Sus modales le parecerán muy por encima de cuanto yo pueda informarle, y la viveza e ingenio de usted le parecerán a ella muy conforme, sobre todo cuando se vean moderados por la discreción y el respeto que su alto rango impone sin duda. Esto es todo en cuanto a mis propósitos generales en favor del matrimonio; ya no me resta por decir más, que el motivo de que me haya dirigido directamente a Longbourn en vez de buscar en mi propia localidad, donde, le aseguro, hay muchas señoritas merecedoras. Pero es el caso que siendo como soy el heredero de Longbourn a la muerte de su honorable padre, que ojalá viva muchos años, no estaría satisfecho si no eligiese esposa entre sus hijas, para atenuar en todo lo posible la pérdida que sufrirán al sobrevenir tan triste suceso que, como ya le he dicho, deseo que no suceda hasta dentro de muchos años. Esta ha sido la causa, hermosa prima, y tengo la esperanza de que no me hará desmerecer en su aprecio. Y ahora ya no me queda más que expresarle, con las más pomposas palabras, la fuerza de mi afecto. En lo relativo a su dote, no me importa, y no he de pedirle a su padre nada que yo sepa que no pueda cumplir; de forma que no tendrá usted que aportar más que las mil libras al cuatro por ciento que le tocarán a la muerte de su madre. Pero no seré exigente y puede usted tener la seguridad de que ningún reproche interesado saldrá de mis labios en cuanto estemos casados.

      Era absolutamente necesario interrumpirle rápido.

      —Va usted demasiado de prisa —exclamó Elizabeth—. Olvida que no le he respondido. Déjeme que lo haga sin más circunloquios. Le agradezco su atención y el honor que su proposición significa, pero no puedo menos que desestimarla.

      —Sé de sobra —replicó Collins con un grave gesto de su mano— que entre las jóvenes es muy corriente rechazar las proposiciones del hombre a quien, en definitiva, piensan aceptar, cuando pide su preferencia por primera vez, y que la negativa se repite una segunda o incluso una tercera vez. Por esto no me desalienta en absoluto lo que acaba de comunicarme, y espero conducirla al altar dentro de poco.

      —¡Vaya, señor! —exclamó Elizabeth—. ¡No sé qué esperanzas le pueden restar después de mi respuesta! Tenga por seguro que no soy de esas mujeres, si es que tales СКАЧАТЬ