Название: El odio que das
Автор: Angie Thomas
Издательство: Bookwire
Жанр: Книги для детей: прочее
Серия: Novela juvenil
isbn: 9788412177947
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Esas palabras me sientan tan bien como cualquier abrazo que haya recibido antes.
El tío Carlos deja su brazo alrededor de mí y nos lleva a una sala pequeña que no tiene nada adentro más que una mesa y unas sillas. Un aire acondicionado invisible zumba con fuerza, expulsando ráfagas de aire helado a la habitación.
—Está bien —dice el tío Carlos—. Esperaré afuera, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —le digo.
Me besa la frente con sus dos besos de siempre. Mamá coge mi mano, y su apretón fuerte me comunica lo que no dice en voz alta: Estoy contigo.
Nos sentamos a la mesa. Todavía sostiene mi mano cuando entran dos detectives: un joven blanco de pelo negro relamido, y una mujer latina con arrugas alrededor de la boca y un corte de pelo al cepillo. Los dos llevan pistolas a la cintura.
Mantén las manos a la vista.
No hagas ningún movimiento repentino.
Habla sólo cuando te lo pidan.
—Hola, Starr y señora Carter —dice la mujer, tendiendo la mano—. Soy la detective Gómez, y éste es mi compañero, el detective Wilkes.
Suelto la mano de mamá para saludar a los detectives.
—Hola.
La voz ya me está cambiando. Siempre sucede alrededor de otra gente, esté o no en Williamson. No hablo como yo, ni sueno como yo. Elijo cada palabra con cuidado y me aseguro de pronunciarla bien. Nunca, nunca puedo dejar a nadie pensar que soy del gueto.
—Es un placer conocerlas —dice Wilkes.
—Teniendo en cuenta las circunstancias, no diría que es así —dice mamá.
El rostro y el cuello de Wilkes se ponen extremadamente rojos.
—Lo que quiere decir es que hemos oído hablar mucho de ustedes —agrega Gómez—. Carlos siempre habla efusivamente de su maravillosa familia. Sentimos como si ya los conociéramos.
Vaya si nos está halagando.
—Por favor, siéntense —Gómez nos muestra una silla, y ella y Wilkes se sientan frente a nosotros—. Deben saber que las estamos grabando, pero sólo se trata de un procedimiento para tener registro de la declaración de Starr.
—Está bien —le digo. Ahí va de nuevo la voz llena de vida y esa mierda. Aunque yo nunca me siento viva, o alegre.
La detective Gómez dice la fecha y la hora, los nombres de las personas que hay en la sala, y nos recuerda que nos están grabando. Wilkes toma apuntes en la libreta. Mamá me acaricia la espalda. Por un momento sólo se escucha el sonido del lápiz sobre el papel.
—Está bien —Gómez se acomoda en la silla y sonríe, las arrugas alrededor de su boca son cada vez más profundas—. No te pongas nerviosa, Starr. No has hecho nada malo. Sólo queremos saber qué pasó.
Ya sé que no he hecho nada malo, pienso, pero me sale como respuesta: Sí, señora.
—¿Tienes dieciséis años?
—Sí, señora.
—¿Desde hace cuánto conocías a Khalil?
—Desde que tenía tres años. Su abuela solía cuidarme.
—¡Vaya! —dice, como hace toda maestra, alargando la palabra—. Es mucho tiempo. ¿Nos puedes contar qué pasó la noche del incidente?
—¿Se refiere a la noche en que lo mataron?
Mierda.
La sonrisa de Gómez se opaca, las líneas alrededor de su boca no se ven tan profundas, pero dice:
—La noche del incidente, sí. Comienza donde te sientas cómoda.
Mira a mamá. Ella asiente.
—Mi amiga Kenya y yo fuimos a una fiesta en casa de un tipo llamado Darius —digo.
Pum, pum, pum. Tamborileo en la mesa.
Alto. Ningún movimiento repentino.
Aplano las manos para que queden visibles.
—Hace una fiesta todos los años en las vacaciones de pascua —le digo—. Khalil me vio, se acercó y me saludó.
—¿Sabes por qué había ido a la fiesta? —pregunta Gómez.
¿Por qué va la gente a una fiesta? Para ir de fiesta.
—Supongo que por propósitos recreativos —le respondo—. Él y yo hablamos de cosas que estaban pasando en nuestras vidas.
—¿Qué clase de cosas? —pregunta.
—Su abuela tiene cáncer. Yo no lo sabía hasta que me lo contó esa noche.
—Ya veo —dice Gómez—. ¿Qué sucedió después de eso?
—Empezó una pelea en la fiesta, así que nos fuimos juntos en su coche.
—¿Khalil no tuvo nada que ver con la pelea?
Arqueo una ceja.
—Para nada.
Maldita sea. Habla bien.
Me enderezo.
—Quiero decir, no, señora. Estábamos hablando cuando empezó la pelea.
—Está bien, entonces os fuisteis los dos. ¿Adónde ibais?
—Ofreció llevarme a casa o a la tienda de mi padre. Antes de que pudiéramos decidir, Ciento Quince hizo que nos detuviéramos.
—¿Quién? —pregunta.
—El oficial, ése es su número de placa —le digo—. Lo recuerdo.
Wilkes toma apuntes.
—Ya veo —dice Gómez—. ¿Puedes describir lo que pasó después?
No creo poder olvidar jamás lo que pasó, pero decirlo en voz alta es distinto. Y difícil.
Los ojos me arden. Parpadeo con la mirada fija en la mesa.
Mamá me acaricia la espalda.
—Levanta la mirada, Starr.
Mis padres tienen ese rollo de que nunca quieren que ni mis hermanos ni yo hablemos con alguien sin mirarlo a los ojos. Dicen que los ojos de la gente cuentan más que sus bocas, y que es algo que va en dos sentidos: si miramos a alguien a los ojos y decimos lo que queremos decir con sinceridad, tendrá pocos motivos para dudar de nosotros.
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