Un mundo sin depresión. Alfonso Basco
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Название: Un mundo sin depresión

Автор: Alfonso Basco

Издательство: Bookwire

Жанр: Сделай Сам

Серия: Crecimiento personal

isbn: 9788417566852

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СКАЧАТЬ difícil. Cuando parecía que había pasado lo peor llegó ese golpe, que fue incluso más duro que todo lo que había vivido anteriormente. Antes de aquella terrible noticia sentía que veía la luz de la salida del pozo y esa muerte me volvió a llevar a la mitad del camino. Si la vida me daba igual hasta ese momento, con la pérdida de mi padre me daba aún más igual. Es como si en ese momento la vida careciera de valor. Qué triste; mientras unos luchan por vivir (mi padre con su enfermedad sin ir más lejos), yo jugaba con mi vida sin apreciarla. No llegué a pensar en el suicidio, pero tampoco me sorprendía que la gente lo hiciera. ¿Cómo no pensarlo con lo duro que parecía todo? Yo tenía veintidós años; fue un golpe durísimo… aunque seguí luchando.

      ¿Qué es lo peor de aquella época? Que durante todos esos años con depresión creí que eso era vivir, que era lo normal. Que todo el mundo se sentía como yo… Pero nada más lejos de la realidad. Sí, a mi alrededor había gente que se emocionaba un montón y gente mucho más seria, pero eran momentos y estados de ánimo, como les ocurre a la mayoría. Yo en aquel entonces creía ser una persona emocionalmente estable, y lo que estaba era «dormida»; vivía la vida de forma comparable al estado de «duermevela», cuando estás a punto de dormirte. Pero poco a poco empecé a despertar. Por ejemplo, al empezar a salir con mi primera pareja descubrí que discutíamos una vez al mes y… ¡qué casualidad! Coincidía con la regla. Así me di cuenta de que también tenía cambios de humor, que me irritaban cosas de la gente de mi alrededor. Cambios emocionales absolutamente normales y que no había nada malo en ello.

      Volviendo atrás, si pudiera nombrar una primera razón por la que poco a poco salí de la depresión fue gracias a aquel día en el que mi padre encontró las huellas «del delito»… y me escuchó devolviendo. Recuerdo como si fuera ayer sus palabras, firmes, tajantes «como sigas devolviendo te encierro en un centro». Más que una amenaza, sonó a causa-efecto. Si haces esto el resultado es encerrarte.

      A día de hoy me doy cuenta de que mi padre me tocó en mi valor principal: «la libertad». Y fue por ahí por donde poco a poco comencé a salir de la enfermedad. Nada merece perder mi libertad, el ir donde yo quiera, cuando yo quiera, con quien yo quiera y comer lo que me apetezca, más o menos saludable, en mayor o menor cantidad. Las palabras de mi padre cambiaron algo mi chip. Sentí que no podía seguir así, que tenía que hacer algo diferente. Además, mis padres me propusieron pedir ayuda. Ir al hospital a que me vieran un endocrino, un psiquiatra y un psicólogo. Y acepté. Pero no fue bien. Fue casi más deprimente ir… La endocrina me dijo que me ayudaría a no pesar más de 60 kilos. Llegué a los 65 kilos y no hizo nada. Ni dieta, ni consejos, ni pastillas… nada. En cuanto a los psicólogos, los recuerdo sentados con bata blanca, serios, muy lejos de mí y callados. Recuerdo llorar y limpiarme los mocos en la manga. Creo que no llegamos a conectar. En cuanto al psiquiatra, me hizo hacer un dibujo y rellenar unas preguntas, con mi madre delante por cierto. ¿Todavía no sabían que era una de las personas de las que me escondía? Sobre aquel dibujo recuerdo hacer la típica casa y a los componentes de la familia, como en las películas. Para mí fue una «tomadura de pelo». Me prohibió comer dulce y yo pensé: «una cosa es que sea lo que más me gusta, y otra que el resto de las cosas no las coma en igual cantidad y las vomite igualmente».

      Con ese panorama pensé, «o sales tú sola o nadie te va a ayudar». De hecho, hoy en día agradezco a ese equipo de profesionales su modo de actuar porque de alguna forma me obligaron a llevar la mirada hacia mi interior y buscar mis propias estrategias para salir de ese agujero negro. Así me di cuenta de que yo tenía las respuestas. Me di cuenta de que si había llegado a esa situación sola sabía el camino de vuelta. Claro que para la vuelta estaba más cansada y menos motivada, pero sabía cómo había llegado hasta allí. Me costó salir, no fue nada fácil… Recuerdo motivarme a mí misma con la misma idea cada día, fijarme el objetivo de dejar de devolver independientemente del peso que alcanzara. Me dejé de pesar y empecé a comer lo que quería y en la cantidad que quería. Y así poco a poco, día tras día, fui dejando los vómitos atrás. También me comprometí conmigo misma a reducir las horas de deporte; si iba por la mañana al gimnasio, no iba por la tarde. Si comía un paquete de galletas un día, no podía comprar otro al día siguiente. No cumplí todos los días esos compromisos conmigo misma, pero sí siguieron en mi mente, como una brújula indicándome la dirección. Que me parase puntualmente no significaba que no fuera a llegar. La buena noticia es que el camino de vuelta lo hice en menos de los cinco años que me había costado hacerlo de ida, que fue lo que duró mi depresión. En ese camino me ayudó un curso para entender cómo funciona la mente y enfocarme en el deporte como vía de escape de esa tristeza y soledad. El deporte me enseñó a interaccionar con la gente sin tener que «conectar», me aportó equilibrio para salir de mi cueva sin llegarme a «fusionar» con el otro. También a ir superándome a mí misma, ver que cada día tenía más resistencia, más coordinación, que aprendía más rápido que algunos de mis compañeros. Me ayudó a plantearme que lo mismo no era tan torpe como yo pensaba. Y, sobre todo, me ayudó a ir pactando pequeños logros conmigo misma y encontrar una ilusión: bailar. La música me permitió reducir el volumen de mi voz interior; incluso en algunos momentos solo existía el momento presente, ese baile con esa música. Y bailar con fuerza me permitía transformar mi rabia en vida, en fuerza, en descanso. Encontré así una «zona segura», un grupo de personas con las que compartir una afición sin exigencias, sin tener que estar delgada o gorda, sin tener que hacerlo mejor o peor.

      La principal señal que identifiqué para saber que estaba ya de vuelta es que empecé a contarme «por trocitos» lo que había vivido internamente. Luego empecé a contar en algún grupo que había vomitado la comida; incluso me atreví a pronunciar la palabra «bulimia». El día en que lo reconocí, que lo dije en alto, sentí que algo se había colocado en mi interior. Que esa etapa estaba llegando a su fin, que se estaba quedando en una anécdota y se estaba desligando del sufrimiento, el dolor, de esconderse, de la vergüenza. Me he dado cuenta de que tanto la bulimia como el duelo de mi padre estaban conectados y hoy por hoy, cuando hablo de ello, ya no me tiembla ni se me entrecorta la voz. Incluso cuando veo alguna película, anuncio… donde alguien ha pasado por alguno de esos acontecimientos, puedo mantener mi atención en ello sin que broten de mis ojos lágrimas o sin generarme el malestar que viví. Al contrario; siento empuje y fuerza para poder aportar con mi historia a otras personas. También sé que he salido de la bulimia porque la idea de devolver la comida ya no aparece por mi mente. Porque cuando compro ropa me da igual la talla, solo miro que me quede como me gusta. Porque puedo ir a comer fuera y elijo libremente sin pensar en grasas, azúcares, hinchazón, peso, etc. Sé que es un tema sanado porque puedo hablar de él.

      En la actualidad, a mis treinta y dos años, soy una persona feliz, muy emprendedora, disfruto mucho de cada momento, siento que «soy dueña de mi vida», tengo mucha ilusión por vivir, estoy descubriendo y aprendiendo muchas cosas, estoy muy cómoda. Hoy día me alegro tanto de la ida como de la vuelta, de la carrera de fondo, del pozo... Aprendí mucho sobre mí misma. No puedo decir que esté encantada de haber vivido algunos episodios de mi pasado, pero tampoco me arrepiento. Salir de ahí me ha dado mucha seguridad en mí misma. A día de hoy ayudo a otras personas a raíz de lo que yo viví. Estudié la carrera de nutrición y seguí estudios de cómo funciona la mente. Y todo eso me ha dado muchas pistas sobre lo que viví.

      Ya no busco el dulzor en el dulce, ni la aprobación de los hombres u otras personas para verificar mi valor. Ya no temo contarles a mis amigas cómo me siento; soy capaz de comunicarles si necesito su ayuda o que me escuchen o me apoyen en algo. Ya no pretendo que «me lean la mente» sobre cómo me siento, ni pretendo que sean como yo creo que deben ser conmigo. Ya sé que merezco respeto, amor y disfrutar de la vida… independientemente de que otros aprueben o no mi manera de ver y estar en el mundo. Ya no necesito ser perfecta. Simplemente trato de ser mejor que ayer, y de hacerlo cada día mejor. ¿Cómo? Practicando. He aprendido a dar las gracias y a pedir perdón. Y esas dos palabras me generan mucha paz interior. Dar las gracias por lo vivido, por los aprendizajes. Y perdón por el sufrimiento que causé a los que estaban a mi alrededor.

      Unos años más tarde es cuando siento que por fin voy pisando tierra firme. Siento СКАЧАТЬ