Название: Un mundo sin depresión
Автор: Alfonso Basco
Издательство: Bookwire
Жанр: Сделай Сам
Серия: Crecimiento personal
isbn: 9788417566852
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Con esfuerzo conseguí perder unos veinte kilos. Dirás, ¡qué barbaridad! Pues yo me veía igual. En alguna parte de mi cerebro se quedó grabada la imagen de mi cuerpo con 65 kilos y nunca llegué a verme con 45 kilos. Sé que los tuve porque la báscula lo marcaba. Lo único que no conseguí fue gustar a ningún chico… o si lo hice no me enteré. Demasiado trabajo tenía yo con mi pastel de «ausencia de perfección» como para dedicar tiempo a otra cosa. Tiempo que no dedicaba ni a mis amigas porque me sentía incomprendida. Ellas pensaban que yo lo hacía para llamar la atención… Y yo pensaba que si fuera para eso lo haría todo a plena luz del día, no me escondería para devolver, no cerraría la puerta. Lo hubiera contado, lo diría. No tendría necesidad de comer, pesarme, hacer deporte a escondidas. Ahora entiendo que ellas construían otro pastel, con más amor propio, con el tonteo, con experimentar con drogas, tabaco, alcohol. Cada grupo de amigos tenía unas preferencias. Dudo que si alguno hubiera estado elaborando un pastel como el mío lo hubiéramos construidos juntos. Era como una necesidad de hacerlo sola y al mismo tiempo gritaba en silencio, ¡ayuda!
No recuerdo muy bien qué más factores me llevaron a acabar así… Recuerdo que la primera vez que devolví fue después de enterarme de que mi mejor amiga tenía novio. Es como que me sentía inferior y a la vez tenía miedo de que se fuera con él, miedo a que me dejase de elegir a mí, miedo a distanciarnos, a perderla. La idea de devolver llevaba rondando mi cabeza unos meses pero ese fue el detonante. Recuerdo mi primer vómito como si fuera ayer, el lugar, mi ropa…
A partir de esa primera vez, hubo muchas más. Al principio fue esporádicamente; solo devolvía cuando consideraba que me pasaba comiendo o que comía mal. Luego pasé a devolver cualquier comida, incluso una manzana, y por último devolvía hasta el agua. El agua solo cuando sentía que estaba hinchada, cuando sentía sensación de pesadez. Recuerdo que se me retiró la regla y la doctora me dijo que tenía los ovarios inmaduros. No me hicieron más pruebas, ni una pregunta, ni un comentario sobre mi peso. Imagino que era bajo pero normal para mi edad y constitución. El diagnóstico de esa doctora fue otra excusa para seguir con mi plan. Sentía que me estaba matando poco a poco a escondidas. Sentía que yo misma me había generado un problema «de la nada» y al mismo tiempo no podía parar. Era como si una fuerza más grande que yo me empujase a devolver y a ir al gimnasio a hacer deporte varias horas al día. Prefería morir a estar obesa, odiaba la sensación de pesadez, el imaginarme gorda y no poderme mover. Prefería morir a que la piel, la grasa, me colgasen. Prefería morir a que el pantalón o el cinturón no me abrocharan o me apretasen. Prefería morir a ser imperfecta.
La depresión realmente vino cuando después de conseguir todo lo que conseguí, el peso deseado, las buenas notas, el saber hacerlo «todo sola», las cosas seguían igual o incluso peor. Ese fue un momento de gran bajón. Había asociado el conseguir todas esas metas con la perfección, con ser feliz, y cuando llegué… no había nada. Es como en las novelas o las películas, cuando dicen que al llegar a la cima allí estará el tesoro y ya no tendrás que esforzarte más y serás feliz… Fue exactamente así pero sin tesoro en la cima. Bueno sí, conseguí ganar a la báscula y a los exámenes; ahora, ¿a qué precio? Perdí amigos, salidas, experiencias de adolescente, pasé muchas horas encerrada sola en mi habitación, en el gimnasio… Y nada cambió. Mi madre lloraba en la cama, mi padre leía libros sobre cómo ayudarme, los vecinos me ofrecían comer en sus casas… Pero nadie vino a hablar conmigo, a ver qué necesitaba, qué ocurría, cuándo pensaba poner fin a esa carrera sin fondo, dejar de perseguir la cima cuando la vida era más sencilla y confortable en el valle. Y yo tampoco lo hablaba con nadie, para mí lo que hacía era normal… Claro que nadie sabía realmente lo que sucedía, solo lo sospechaban al verme tan delgada. Imagino que porque la verdad era más dolorosa que la sospecha. Imagino que el no hablar del tema era hacer como que no existía. Yo por mi parte era como si no llegase a ser consciente de lo que pasaba porque ser bulímica lo relacionaba con devolver todo, todos los días y ser un esqueleto andante. Y yo, esqueleto, esqueleto… tampoco me veía.
Hubo otro punto de inflexión… A los dieciocho años, y tras años devolviendo a escondidas, un día mi padre vino a casa en la hora de la comida, algo raro; él comía siempre fuera de casa. Pero ese día su objetivo no era venir a comer a casa; creo que se quedó sin comer por hablar conmigo. Ese día me había pillado devolviendo el desayuno. No sé por qué no me lo dijo en el momento, sino que esperó a la hora de la comida. Me amenazó, me dijo que si seguía devolviendo iría a un centro de día con chicas que hacían lo mismo que yo, devolver. Después de cinco años fue la primera vez que me planteé dejar de vomitar. Fue la primera vez que me planteé hacer algo diferente. Fue un jarro de agua fría que te despierta de esa ensoñación y te trae el presente. Y desde ahí miré en perspectiva dónde estaba, a dónde había llegado, y dije, ¿para qué? Puedo seguir sacando buenas notas; el cuerpo perfecto es relativo y yo me veo igual aunque la báscula indique otro peso. ¿Qué estoy haciendo?
A partir de ahí hice un trato conmigo misma: solo devolvería cosas con mucha grasa y con mucho dulce, y si hacía más de dos horas de deporte al día, esa comida se quedaría en mi interior. No te voy a engañar, no fue fácil. Hubo días que rompí ese trato conmigo misma. Lo que sí te puedo decir es que seguí con esa idea en la cabeza, aunque sabía que el objetivo final era comer sano y no vomitar. Pero como primer tramo del trayecto me parecía motivador. Seguí comiendo mucho dulce, sentía que me envenenaba. Y cuando digo mucho es mucho: un paquete de galletas al día, tres palmeras grandes de chocolate, cualquier cosa con chocolate… Era como si nunca fuera suficiente, como si no hubiera suficiente dulce para llenar el vacío, la soledad, el malestar que sentía. Es como si el dulce me anestesiara por un rato. Y por unos momentos tenía muy claro lo que hacer: vomitar.
Y seguí así, con esas «rutinas» que poco a poco me fueron aislando. Supe que tenía depresión cuando, aproximadamente a los veinte años, ya no me apetecía relacionarme con nadie. Me sentía un bicho raro, como si no fuera de este planeta y no encajase en este mundo. Me di cuenta de que tenía un problema cuando me apetecía más estar sola en mi habitación que en el cumpleaños de mis amigas. ¿Cuándo perdí la felicidad, las ganas de vivir? Yo creo que a los dos años de que este proceso empezara; no sabría señalar un evento o un momento concreto. Porque me fui metiendo poco a poco en el pastel «ausencia de perfección» y me di cuenta tarde de que estaba metida. De hecho, hasta que no salí de allí no empecé a darme cuenta de que había estado allí. Puede parecer broma o sonar a chiste, pero fue así. Me costó mucho reconocer la bulimia y la anorexia. Y aún a día de hoy, más de diez años después, me cuesta reconocer la depresión. No uso esa palabra en mi vocabulario. Supongo que esa palabra me hubiese acercado a los médicos y/o psicólogos, un territorio del que huía.
Claro que en esos años me irritaba todo para saltar con furia o encogerme como un caracol. Estaba en extremos: o muy eufórica, imagino que de comer tanto dulce, o muy de bajón, triste. Más que llorar me recuerdo cabizbaja, pensativa. Pensando que en algún momento todo eso pasaría por arte de magia, que era una época pasajera. Pero claro, desde ese estado de tristeza incluso un arcoíris me parecía gris. Sí, en ocasiones recuerdo ver a gente reírse y pensar «¿qué les hará estar así?». Como si me molestara verles así. Como si yo no tuviera permiso para disfrutar o pasármelo bien. Como si toda mi vida fuera «la búsqueda de la perfección» y lo demás no importara, no tuviera sentido. Recuerdo estar ausente; no me importaba nada, ni nadie. Bastante tenía yo con lo mío. Aunque quisiera ayudar, no tenía fuerzas suficientes para concentrarme en las conversaciones o darme cuenta de las necesidades que tenía el de enfrente. Era como si la voz de mi cabeza sonara más fuerte que las voces del exterior.
Viví la depresión como si fuera un bache. Un bache que duró unos cinco años. Y cuando por fin parecía estar un poco estable, mi padre enfermó de cáncer… y falleció. Eso sí dolió, eso sí fue un golpe. En ese caso sí identifico más señales corporales como apretar las mandíbulas, pasarme el día СКАЧАТЬ