La Regenta. Leopoldo Alas
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Название: La Regenta

Автор: Leopoldo Alas

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664139344

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СКАЧАТЬ se había adelantado a su tiempo era en los pantalones, porque los traía muy cortos. Siempre llevaba guantes, hiciera calor o frío, fuesen oportunos o no. Para él siempre había el guante sido el distintivo de la finura, como decía, del señorío, según decía también. Además, le sudaban las manos.

      Aborrecía lo que olía a plebe. Los republicanitos tenían en él un enemigo formidable. Un día de San Francisco no puso colgaduras en los balcones del Casino el conserje. Ronzal, que era ya de la Junta, quiso arrojar por uno de aquellos balcones al mísero dependiente.

      —¡Señor—gritaba el conserje—si hoy es San Francisco de Paula!

      —¿Qué importa, animal?—respondió Trabuco furioso—. ¡No hay Paula que valga: en siendo San Francisco es día de gala y se cuelga!

      Así entendía él que servía a las Instituciones.

      Con rasgos como este fue haciéndose respetar poco a poco.

      Lo que es cara a cara ya nadie se reía de él. No le faltó perspicacia para comprender que el mundo daba mucho a las apariencias, y que en el Casino pasaban por más sabios los que gritaban más, eran más tercos y leían más periódicos del día. Y se dijo:

      «Esto de la sabiduría es un complemento necesario. Seré sabio. Afortunadamente tengo energía—tenía muy buenos puños—y a testarudo nadie me gana, y disfruto de un pulmón como un manolito (monolito, por supuesto.) Sin más que esto y leer La Correspondencia seré el Hipócrates de la provincia».

      Hipócrates era el maestro de Platón, maestro al cual nunca llamó Sócrates Trabuco, ni le hacía falta.

      Desde entonces leyó periódicos y novelas de Pigault—Lebrun y Paul de Kock, únicos libros que podía mirar sin dormirse acto continuo. Oía con atención las conversaciones que le sonaban a sabiduría; y sobre todo procuraba imponerse dando muchas voces y quedando siempre encima.

      Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin, y blandiéndolo gritaba:

      —¡Y conste que yo sostendré esto en todos los terrenos! ¡en todos los terrenos!

      Y repetía lo de terreno cinco o seis veces para que el otro se fijara en el tropo y en el garrote y se diera por vencido.

      Comprendía que allí las discusiones de menos compromiso eran las de más bulto y de cosas remotas, y así, era su fuerte la política exterior. Cuanto más lejos estaba el país cuyos intereses se discutían, más le convenía. En tal caso el peligro estaba en los lapsus geográficos. Solía confundir los países con los generales que mandaban los ejércitos invasores. En cierta desgraciada polémica hubo de venir a las manos con el capitán Bedoya que le negaba la existencia del general Sebastopol.

      También creyó que su fama de hombre de talento se afianzaría probando sus fuerzas en el ajedrez y aplicó a este juego mucha energía. Una tarde que jugaba en presencia de varios socios y llevaba perdidas muchas piezas, vio su salvación en convertir en reina un peoncillo.

      —¡Este va a reina!—exclamó clavando con los suyos los ojos del adversario.

      —No puede ser.—¿Cómo que no puede ser?

      Y el contrario, por instinto, retiró una pieza que estorbaba el paso del peón que debía ir a reina.

      —A reina va, y lo hago cuestión personal—añadió envalentonado Trabuco, dándose un puñetazo en el pecho.

      Y el contrario, sin querer, le dejó otra casilla libre.

      Y así, de una en otra, jugándose la vida en todas ellas, convirtió el peón en reina, y ganó el juego el enérgico diputado provincial de Pernueces.

       Índice

      Estas y otras calidades distinguían a Pepe Ronzal, a quien Joaquinito Orgaz tenía mucho miedo. Tal vez sabía el de Pernueces que Joaquín imitaba perfectamente sus disparates y manera de decirlos. Además, Ronzal aborrecía a don Álvaro Mesía y a cuantos le alababan y eran amigos suyos. Joaquín era uña y carne del Marquesito—el hijo del marqués de Vegallana—y este el amigo íntimo de don Álvaro.

      —Buenas tardes, señores—dijo Ronzal sentándose en el corro.

      Dejó los guantes sobre la mesa, pidió café y se puso a mirar de hito en hito a Joaquín, que hubiera querido hacerse invisible.

      —¿De quién se murmura, pollo?—preguntó el diputado dando una palmada en el muslo no muy lucido del sietemesino.

      Para piernas, Ronzal. En efecto, las estiró al lado de las del joven para que pudiesen comparar aquellos señores. Joaquín contestó:—De nadie. Y encogió los hombros.—No lo creo. Estos madrileñitos siempre tienen algo que decir de los infelices provincianos.

      —Así es la verdad—dijo el ex-alcalde—. Su amigo de usted el Provisor, era hoy la víctima.

      Ronzal se puso serio.—¡Hola!—dijo—¿también espifor? (Espíritu fuerte en el francés de Trabuco.)

      —Se trataba—añadió Foja—de las varas que toma o no toma cierta dama, hasta hoy muy respetada, y de los refuerzos espirituales que su atribulada conciencia busca o no busca en la dirección moral de don Fermín.... ¡Je, je!...

      Ronzal no entendía.—A ver, a ver; exijo que se hable claro.

      Joaquinito miró a su papá como pidiendo auxilio.

      El señor Orgaz se atrevió a murmurar:

      —Hombre, eso de exigir...—Sí, señor; exigir. ¡Y hago la cuestión personal!

      —Pero ¿qué es lo que usted exige?—preguntó el muchacho agotando su valor en este rasgo de energía.

      —Exijo lo que tengo derecho a exigir, eso es; y repito que hago la cuestión personal.

      —¿Pero qué cuestión?

      —¡Esa! Joaquinito volvió a encogerse de hombros, pálido como un muerto. Comprendió que el tener razón era allí lo de menos. A Ronzal ya le echaban chispas los ojos montaraces. Se había embrollado y esto era lo que más le irritaba siempre, perder el discurso a lo mejor.

      —¡Sí, señor, esa cuestión; y quiero que se hable claro!

      Ni él mismo sabía lo que exigía.

      Foja se encargó de poner las cosas claras.

      —El señor Ronzal quiere que se le explique si se piensa que es él quien pone las varas que esa señora toma o deja de tomar.

      —¡Eso es!—dijo Ronzal, que no pensaba en tal cosa, pero que se sintió halagado con la suposición.

      —Quiero saber—añadió—si se piensa que yo soy capaz de poner en tela de juicio la virtud de esa señora tan respetable....

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