Название: La Regenta
Автор: Leopoldo Alas
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664139344
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La religiosidad, aunque en la forma lamentable de la superstición, se manifestaba en el mismo vicio de la tafurería. Se contaban en el Casino portentos de credulidad de los jugadores más famosos. Un comerciante, liberal y nada timorato, tenía depositados en la puerta de aquel centro de recreo un par de zapatos viejos. Llegaba al Casino, calzaba los zapatos de suela rota y subía a probar fortuna. Juraba que jamás llevando botas nuevas le había favorecido la suerte. Venía a ser un jugador de la orden de los descalzos. Entre su fe y cierta maliciosa experiencia le daban ganancias seguras. Un año hizo una espléndida novena a San Francisco, a la cual acudió toda Vetusta edificada, como decía Bermúdez.
Después que Bedoya salía del Casino, pasando sin ser visto de los porteros, que dormían suavemente, no quedaban allí más socios que ocho o diez trasnochadores jurados. Pocos y siempre los mismos. Unos eran personajes averiados que habían contraído la costumbre de trasnochar en Madrid, otros elegantes y calaveras de Vetusta que los imitaban. Pero de esta tertulia de última hora tendremos que hablar más adelante, porque a ella asistían personajes importantes de esta historia.
Eran las tres y media de la tarde. Llovía. En la sala contigua al gabinete viejo estaban los socios de costumbre, los que no jugaban a nada y los seis que jugaban al ajedrez. Estos habían colocado el respectivo tablero junto a un balcón, para tener más luz. En el fondo de la sala parecía que iba a anochecer. Sobre una mesa de mármol brillaba entre humo espeso de tabaco, como una estrella detrás de niebla, la llama de una bujía que servía para dar lumbre a los cigarros. Ocultos en la sombra de un rincón, alrededor de aquella mesa, arrellanados en un diván unos, otros en mecedoras de paja, estaban media docena de socios fundadores, que de tiempo inmemorial acudían a las tres en punto a tomar café y copa. Hablaban poco. Ninguno se permitía jamás aventurar un aserto que no pudiera ser admitido por unanimidad. Allí se juzgaba a los hombres y los sucesos del día, pero sin apasionamiento; se condenaba, sin ofenderle, a todo innovador, al que había hecho algo que saliese de lo ordinario. Se elogiaba, sin gran entusiasmo, a los ciudadanos que sabían ser comedidos, corteses e incapaces de exagerar cosa alguna. Antes mentir que exagerar. Don Saturnino Bermúdez había recibido más de una vez el homenaje de una admiración prudente en aquel círculo de señores respetables. Pero en general preferían a esto hablar de animales: v. gr., del instinto de algunos, como el perro y el elefante, aunque siempre negándoles, por supuesto, la inteligencia: «el castor fabrica hoy su vivienda lo mismo que en tiempo de Adán; no hay inteligencia, es instinto». Hablaban también de la utilidad de otros irracionales; el cerdo, del cual se aprovechaba todo, la vaca, el gato, etc., etc. Y aún les parecía más interesante la conversación si se refería a objetos inanimados. El derecho civil también les encantaba en lo que atañe al parentesco y a la herencia. Pasaba un socio cualquiera, y si no le conocía alguno de aquellos fundadores preguntaba:
—¿Quién es ese?—Ese es hijo de... nieto de... que casó con... que era hermana de....
Y como las cerezas, salían enganchados por el parentesco casi todos los vetustenses. Esta conversación terminaba siempre con una frase:
—Si se va a mirar, aquí todos somos algo parientes.
La meteorología tampoco faltaba nunca en los tópicos de las conferencias. El viento que soplaba tenía siempre muy preocupados a los socios beneméritos. El invierno actual siempre era más frío que todos los que recordaban, menos uno.
También a veces se murmuraba un poco, pero con el mayor comedimiento, sobre todo si se hablaba de clérigos, señoras o autoridades.
A pesar de la amenidad de tales conversaciones, el grupo de venerables ancianos, con los que sólo había un joven y éste calvo, prefería al más grato palique el silencio; y a él se consagraba principalmente aquella especie de siesta que dormían despiertos. Casi siempre callaban.
No lejos de ellos, y por cierto molestándolos a veces no poco, había dos o tres grupos de alborotadores, y a lo lejos se oía el antipático estrépito del dominó, que habían desterrado de su sala los venerables. Los del dominó eran siempre los mismos: un catedrático, dos ingenieros civiles y un magistrado. Reían y gritaban mucho; se insultaban, pero siempre en broma. Aquellos cuatro amigos, ligados por el seis doble, hubieran vendido la ciencia, la justicia y las obras públicas por salvar a cualquiera de la partida. En el salón de baile, donde no se permitía jugar ni tomar café, se paseaban los señores de la Audiencia y otros personajes, v. gr., el marqués de Vegallana, los días de mucha agua, cuando él no podía dar sus paseos.
La animación estaba en los grupos de alborotadores antes citados.
—«Allí no se respetaba nada ni a nadie»—decían los viejos del rincón.—Aunque estaban a dos pasos de ellos, rara vez se mezclaban las conversaciones. Los ancianos callaban y juzgaban.
—¡Qué atolondramiento!—dijo un venerable en voz baja.
—Observe usted,—le respondieron—que rara vez hablan de intereses reales de la provincia.
—Únicamente cuando viene el señor Mesía....
—Oh, es que el señor Mesía... es otra cosa.
—Sí, es mucho hombre. Muy entendido en Hacienda y eso que llaman Economía política.
—Yo también creo en la Economía política.
—Yo no creo, pero respeto mucho la memoria de Flórez Estrada, a quien he conocido.
Todo menos disputar; en cuanto asomaba una discusión, se le echaba tierra encima y a callar todos.
En la mesa de enfrente, gritaba un señor que había sido alcalde liberal y era usurero con todos los sistemas políticos; malicioso, y enemigo de los curas, porque así creía probar su liberalismo con poco trabajo.
—Pero, vamos a ver—decía—¿quién le ha asegurado a usted que el Magistral no ha querido confesar a la Regenta?
—Me lo ha dicho quien vio por sus ojos a doña Anita entrar en la capilla de don Fermín y a don Fermín salir sin saludar a la Regenta.
—Pues yo los he visto saludarse y hablar en el Espolón.
—Es verdad—gritó un tercero—yo también los vi. De Pas iba con el Arcipreste y la Regenta con Visitación. Es más, el Magistral se puso muy colorado.
—¡Hombre, hombre!—exclamó el ex-alcalde fingiendo escandalizarse.
—Pues yo sé más que todos ustedes—vociferó un pollo que imitaba a Zamacois, a Luján, a Romea, el sobrino, a todos los actores cómicos de Madrid, donde acababa de licenciarse en Medicina.
Bajó la voz, hizo una seña que significaba sigilo; todos los del corro se acercaron a él, y con la mano puesta al lado de la boca, como una mampara, dejando caer la silla en que estaba a caballo, hasta apoyar el respaldo en la mesa, dijo:
—Me lo ha contado Paquito Vegallana; el Arcipreste, el célebre don Cayetano, ha rogado a Anita que cambie de confesor, porque....
—¡Hombre, hombre! ¿qué sabes tú por qué?—interrumpió el enemigo del clero—. ¡El secreto de la confesión!
—¡Bueno, bueno! Yo lo sé de buena tinta. Paquito me lo ha dicho. Mesía—y bajó mucho más la voz—Mesía le СКАЧАТЬ