Название: La Regenta
Автор: Leopoldo Alas
Издательство: Bookwire
Жанр: Языкознание
isbn: 4057664139344
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Vinculete jugaba desde las tres de la tarde hasta las dos de la mañana, sin más descanso que el preciso para cenar de mala manera. Don Basilio y el Procurador alternaban en el cuidado de desplumarle; se relevaban; pero a veces le desplumaban a un tiempo. El cuarto jugador era cualquiera. En las otras mesas las partidas eran más iguales. Jugaban muchos forasteros, casi todos empleados.
Es un axioma que en el juego se conoce la buena educación. Había allí muchas personas muy bien educadas, pero como reinaba la mayor confianza solía oírse frases como estas:
—Le digo a usted, que me lo ha dado usted.
—Yo le digo a usted, que no.—Yo le digo a usted, que sí.—Pues miente usted.—Valiente crianza tiene usted.—Mejor que la de usted.... Se trataba de un duro falso. Para que la armonía pudiera subsistir, por una especie de equilibrio que la naturaleza establecía entre los temperamentos, resultaba que unos tresillistas eran temerones y de un genio endiablado, y otros, v. gr. Vinculete, pacíficos como corderos y miedosos como palomas.
Don Basilio aseguraba que el mayorazguete no jugaba con toda la limpieza necesaria.
Vinculete solía sostener los fueros de su dignidad, y entonces gritaba el del Ayuntamiento:
—¡Conmigo nadie se insolenta! Y daba un puñetazo en la mesa.
Vinculete callaba y seguía recibiendo codillos.
Estas disputas, nada frecuentes, interrumpían el silencio pocos instantes; la calma renacía pronto y volvía aquello a ser un templo jamás profanado por ríos de sangre.
El gabinete de lectura, que también servía de biblioteca, era estrecho y no muy largo. En medio había una mesa oblonga cubierta de bayeta verde y rodeada de sillones de terciopelo de Utrecht. La biblioteca consistía en un estante de nogal no grande, empotrado en la pared. Allí estaban representando la sabiduría de la sociedad el Diccionario y la Gramática de la Academia. Estos libros se habían comprado con motivo de las repetidas disputas de algunos socios que no estaban conformes respecto del significado y aun de la ortografía de ciertas palabras. Había además una colección incompleta de la Revue des deux mondes, y otras de varias ilustraciones. La Ilustración francesa se había dejado en un arranque de patriotismo; por culpa de un grabado en que aparecían no se sabe qué reyes de España matando toros. Con ocasión de esta medida radical y patriótica se pronunciaron en la junta general muchos y muy buenos discursos en que fueron citados oportunamente los héroes de Sagunto, los de Covadonga, y por último los del año ocho. En los cajones inferiores del estante había algunos libros de más sólida enseñanza, pero la llave de aquel departamento se había perdido.
Cuando un socio pedía un libro de aquellos, el conserje se acercaba de mal talante al pedigüeño y le hacía repetir la demanda.
—Sí señor, la crónica de Vetusta....
—Pero ¿usted, sabe que está ahí?
—Sí, señor, ahí está...
—El caso es...—y se rascaba una oreja el señor conserje—como no hay costumbre....
—¿Costumbre de qué?—En fin, buscaré la llave. El conserje daba media vuelta y marchaba a paso de tortuga.
El socio, que había de ser nuevo necesariamente para andar en tales pretensiones, podía entretenerse mientras tanto mirando el mapa de Rusia y Turquía y el Padre nuestro en grabados, que adornaban las paredes de aquel centro de instrucción y recreo. Volvía el conserje con las manos en los bolsillos y una sonrisa maliciosa en los labios.
—Lo que yo decía, señorito... se ha perdido la llave.
Los socios antiguos miraban la biblioteca como si estuviera pintada en la pared.
De los periódicos e ilustraciones se hacía más uso; tanto que aquellos desaparecían casi todas las noches y los grabados de mérito eran cuidadosamente arrancados. Esta cuestión del hurto de periódicos era de las difíciles que tenían que resolver las juntas. ¿Qué se hacía? ¿Se les ponía grillete a los papeles? Los socios arrancaban las hojas o se llevaban papel y hierro. Se resolvió últimamente dejar los periódicos libres, pero ejercer una gran vigilancia. Era inútil. Don Frutos Redondo, el más rico americano, no podía dormirse sin leer en la cama el Imparcial del Casino. Y no había de trasladar su lecho al gabinete de lectura. Se llevaba el periódico. Aquellos cinco céntimos que ahorraba de esta manera, le sabían a gloria. En cuanto al papel de cartas que desaparecía también, y era más caro, se tomó la resolución de dar un pliego, y gracias, al socio que lo pedía con mucha necesidad. El conserje había adquirido un humor de alcaide de presidio en este trato. Miraba a los socios que leían como a gente de sospechosa probidad; les guardaba escasas consideraciones. No siempre que se le llamaba acudía, y solía negarse a mudar las plumas oxidadas.
Alrededor de la mesa cabían doce personas. Pocas veces había tantos lectores, a no ser a la hora del correo. La mayor parte de los socios amantes del saber no leían más que noticias.
El más digno de consideración, entre los abonados al gabinete de lectura, era un caballero apoplético, que había llevado granos a Inglaterra y se creía en la obligación de leer la prensa extranjera. Llegaba a las nueve de la noche indefectiblemente, tomaba Le Figaro, después The Times, que colocaba encima, se ponía las gafas de oro y arrullado por cierto silbido tenue de los mecheros del gas, se quedaba dulcemente dormido sobre el primer periódico del mundo. Era un derecho que nadie le disputaba. Poco después de morir este señor, de apoplejía, sobre The Times, se averiguó que no sabía inglés. Otro lector asiduo era un joven opositor a fiscalías y registros que devoraba la Gaceta sin dejar una subasta. Era un Alcubilla en un tomo: sabía de memoria cuanto se ha hecho, deshecho, arreglado y vuelto a destrozar en nuestra administración pública.
A su lado solía sentarse un caballero que tenía un vicio secreto: escribir cartas a los periódicos de la corte con las noticias más contradictorias. Firmaba «El Corresponsal» y siempre que un papel de Madrid decía «Lo de Vestusta» era cosa de él. Al día siguiente desmentía en otro periódico sus noticias y resultaba que «Lo de Vetusta» no era nada. Así se había hecho un redomado escéptico en materia de prensa. «¡Si sabría él cómo se hacían los periódicos!». Cuando franceses y alemanes vinieron a las manos, El Corresponsal dudaba de la guerra: era cosa de los bolsistas acaso; no se convenció de que algo había hasta la rendición de Metz.
El poeta Trifón Cármenes también acudía sin falta a la hora del correo. Pasaba revista a varios periódicos con febril ansiedad y desaparecía en seguida con un desengaño más en el alma. Era que «no se lo habían publicado». Se trataba de alguna poesía o cuento fantástico que había mandado a cualquier periódico y que no acababa de salir. Cármenes, que en los certámenes de Vetusta se llevaba todas las rosas naturales, no podía conseguir que sus versos tuvieran cabida en las prensas madrileñas; y eso que empleaba en las cartas con que recomendaba las composiciones, la finura del mundo. La fórmula solía ser esta: «Muy señor mío y de mi más distinguida consideración: adjuntos le remito СКАЧАТЬ