El Niño de la Bola. Pedro Antonio de Alarcón
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Название: El Niño de la Bola

Автор: Pedro Antonio de Alarcón

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664110664

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СКАЧАТЬ mujer en medio de todo, sospecha que su hija te quiere, y se alegraria en el alma de que las historias de D. Elías con tu padre se transigieran, andando el tiempo, por medio de una bendicion... que yo os echaria con mucho gusto.—Y es que la pobre, como no ha inventado la pólvora, entra á veces en escrúpulos de si el 25 por 100 sería demasiada gabela, y de si eso que llaman el interes compuesto puede admitirse entre personas cristianas...—En fin, ¡majaderías! ¡cuestiones de ochavos, que nada tienen que ver con Dios ni con la felicidad de nuestra alma en este mundo ni en el otro, y que á tu buen padre no le importaron nunca un comino!—Por consiguiente, ¡á ser bueno, á engordar, á vestirse como las personas regulares, y á no hacer más tonterías!—Ahí te tiene preparada Polonia una ropa nueva, no del todo mala, para que celebres hoy tu décimosexto natalicio...—¡Ya eres un hombre!—En cuanto á D. Elías, aunque andará muy reacio (pues es muy duro de mollera, y tu padre y tú habeis sido causa eficiente de que lo miren con tan malos ojos en el pueblo y de que el hombre tenga que vivir entre cuatro paredes como un leproso; habiendo tú hecho muy mal—y ya te lo previne, pues era una falta de respeto,—en ir á sentarte todas las tardes enfrente de sus balcones,—cosa que, segun me ha dicho la señá María Josefa, lo ponia fuera de sí, y con muchísima razon...); en cuanto á D. Elías Perez, digo, ya lo amansaremos entre todos cuando tengas veinte ó veinticinco años.—¡Todavía eres un niño!—Lo principal es que le sigas gustando á esa mocosa; pues ella hará que su padre le diga amén á todo, segun costumbre...—¡Es mujer y basta!—¡Dios nos libre!—Conque anda, y lávate, y ponte la ropa nueva, no dejando de venir luégo á que yo te vea hecho un brazo de mar...—Polonia te ayudará á peinarte esas greñas de oso.—¡Bendito sea Dios, y qué trabajo cuesta criar un hombre!

      Imaginémonos la emocion que causaria á Manuel este remate de discurso.—¡Soledad le amaba! ¡La madre protegia aquel cariño y soñaba con llegar algun dia á casarlos! ¡El señor Cura, el hombre más honrado de la tierra, no hallaba nada censurable en aquel casamiento! ¡Habia, en fin, un traje nuevo que ponerse y con que poder ir enseguida á la Plaza de los Venegas á tratar de ver á Soledad, despues de tan larga separacion!... ¡Á Soledad, que ya tendria más de catorce años; que ya sería casi una mujer, y que habia hallado hermoso al niño, cuando de seguro no lo era tanto como el adolescente!

      Así debieron de discurrir el egoismo y la vanidad de Manuel, en contestacion al corolario de D. Trinidad, y áun estamos por decir que estas lisonjeras consideraciones, más que los razonamientos morales del cuerpo del sermon, convencerian al hijo de D. Rodrigo de que se habia estado mortificando sin causa alguna, de que podia dar por terminadas todas sus penas, y de que ya no tenía que hacer otra cosa que ponerse inmediatamente el traje nuevo y emprender una campaña pacífica en demanda de la mano de la Soledad... para cinco años despues, ¡ó para mucho ántes, si posible fuese!

      Las once de la mañana iban á dar cuando el jóven salió del despacho de su protector, y no eran todavía las once y media cuando ya estaba hecho un ascua de oro, en la silenciosa plaza de su mismo apellido; pero no sentado esta vez en el fatídico poyo que tantas amarguras le recordaba, sino paseándose humildemente á la puerta del Colegio de Niñas, en la esperanza de que Soledad siguiese yendo todavía á él, y contando por milésimas los instantes que faltaban para las doce.

      Segun acababa de advertir al imberbe amante su disculpable presuncion, aquella hermosura que tan famoso lo hiciera de niño, habíase aumentado extraordinariamente en la crísis de la pubertad. No obstante los rigores de su áspera vida en la Sierra, ó más bien merced á ellos, casi tenía ya la estatura y robustez de todo un hombre y aquel sello de fuerza y majestad viril que once años despues excitara tal admiracion en cuantos le vieron marchar á caballo entre la Capital y la Ciudad...—Con todo, la natural lozanía de los diez y seis abriles prestaba entónces al rostro del adolescente su encantadora suavidad y virginal frescura, más realzadas que oscurecidas todavía por las vagas penumbras del apénas incipiente bozo.—En resúmen: era á la par niño y hombre, tan en sazon de que una rapazuela de catorce años y medio (Soledad, vg.) no lo creyera demasiado persona para ella, como de que cualquier moza, mujer y hasta archi-mujer lo mirase ya con ojos pecadores.

      Paseábase, digo, el gentil mancebo por la puerta del Colegio de Niñas, muy pagado de su figura y tambien de su flamante ropa de paño azul, de su sombrero recien sacado de la tienda, y del pañolillo carmesí, de la India, que Polonia le habia puesto al cuello, sujetándoselo con una sortija de similor y piedras de Francia que le regaló el Cura el dia que cantó misa (pues hay que advertir que esta ama, ántes de serlo de llaves, lo habia sido de leche del bueno de D. Trinidad, á quien seguia diciendo á solas, «mira, niño...»), cuando dieron las doce en el reloj de la Catedral y se abrieron simultáneamente la puerta del establecimiento, para dar paso á Soledad y á otras educandas, y la puerta del caseron de los Venegas, para dar paso al viejecillo que ya conocemos.

      Las otras niñas se alejaron de Soledad con aire misterioso, al ver que se le acercaba aquel jóven, á quien de seguro reconocerian: el criado, que lo reconoció tambien, se quedó inmóvil junto al porton del palacio, temiendo seguramente alguna catástrofe, y Soledad (de quien no hay que decir que ántes que nadie se habia hecho cargo de todo) púsose más encendida que la grana, y trató de seguir su camino.

      —Óyeme, niña... (le dijo entónces con inusitada blandura el desabrido Manuel, atajándole el paso respetuosísimamente:) Tengo que darte un recado para tu padre.

      Soledad se paró, y fijó sus grandes y dulces ojos en los del hijo de D. Rodrigo Venegas, sin la menor expresion de timidez ni sobresalto.—Tambien habia crecido bastante la niña, cuyas nacientes gracias juveniles recordaban á la Ofelia de Shakespeare. Aún iba vestida de corto, en lo cual no hacía bien su madre, ni ménos en seguir enviándola al Colegio, pues era exponerla á que algun descarado le dirigiese la flor, allí usual, de que más parecia una maestra que una discípula... Lo decimos, entre otras varias razones, porque no podia darse nada tan atractivo y misterioso como el poético semblante de aquella adolescente, cuya expresion de profunda y reservada inteligencia despertaba ya viva curiosidad y loco deseo de penetrar en el abismo de su alma...—En cuanto al súbito rubor que le ocasionara tan impensado encuentro, habia desaparecido con igual prontitud, no quedando otro indicio para leer en su corazon que aquella infinita dulzura de la mirada...

      Manuel quedó embelesado, y sin poder continuar su discurso, al reparar en los nuevos hechizos que hermoseaban á la gentil criatura con quien se habia desposado su espíritu desde la niñez, y bajó un momento los ojos, como deslumbrado por tanta belleza...

      Era enteramente el reverso del famosísimo primer saludo de Fausto á Margarita: ella representaba la seduccion y él la inocencia.

      —Soledad... (prosiguió diciendo el semi-salvaje, con voz tan mansa y melodiosa que hubiera enternecido al más feroz tirano.) Dile á tu padre, de parte de Manuel Venegas, que de tí depende el que él y yo seamos amigos. Dile que te quiero más que á mi vida, y que estoy pronto á perdonarlo, si consiente en casarnos cuando tengamos la edad, por cuyo medio quedarán arregladas antiguas cuentas y se evitarán muchos disgustos... Dile que yo estudiaré y trabajaré entretanto, á fin de llegar á ser un hombre de provecho... Y, en fin, dile que tu madre y D. Trinidad Muley entran gustosos en estas paces.

      —«¿Y yo?»—pudo preguntar la niña.

      Pero se guardó muy bien de preguntarlo.

      Tampoco respondió cosa alguna. Sólo habia sido fácil notar que, cuando oyó al huérfano declarar su cariño en términos tan vehementes y decir lo de la conformidad de la madre y del Cura, bajó los párpados y se mordió los labios, como para ocultar y reprimir sus emociones.

      Acabado que hubo Manuel su breve discurso, Soledad intentó de nuevo seguir marchando; pero el jóven volvió á detenerla con la mayor finura, y añadió lo siguiente:

      —Mañana, á estas horas, te СКАЧАТЬ