El Niño de la Bola. Pedro Antonio de Alarcón
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Название: El Niño de la Bola

Автор: Pedro Antonio de Alarcón

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 4057664110664

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СКАЧАТЬ dando un salto de fiera, y avanzando hácia aquella parte del edificio.

      Pero la cortinilla se corrió de nuevo, y desapareció la vision.

      El niño volvió á su asiento, cesando su furia tan bruscamente como habia estallado.—Todo en él tenía este carácter de prontitud y fuerza, propio de los leones: lo mismo la cólera que el reposo; así el dolor como el consuelo; así la arremetida como el perdon,—segun que veremos más adelante.

      Mucho debió de perturbar el régimen doméstico, y acaso tambien la conciencia del riojano, la especie de sitio que le habia puesto aquel diminuto acreedor, que parecia ir en demanda de su hacienda, del hogar en que habia nacido, de la vida de su padre y del escudo de armas de sus mayores, y mucho debió de asustar á las mujeres de la casa el verle allí sentado horas y horas, como un pleito mudo, como una acusacion viva, ó como una protesta perenne, anuncio de inevitables venganzas... Ello es que, á las dos ó tres tardes de haberse cruzado la primera mirada de odio eterno entre el usurero y su víctima, salió del vetusto caseron una mujer como de cincuenta años de edad, hermosa todavía, aunque muy estropeada y enjuta; de aspecto poco señoril, pero digno, y vestida más bien como una rica labriega que como una dama.—Era la señá María Josefa; la antigua criada y actual esposa del prestamista.

      Manuel lo adivinó, aunque tampoco la habia visto nunca, y, no sabemos si por delicadeza de instinto, ó porque en los últimos tres años hubiera oido hablar de las buenas cualidades de aquella pobre mujer á tanto y tanto oficioso comentador de las desventuras que sobre él pesaban, no sintió aversion ni disgusto al verla...—Pero, cuando observó que la esposa de D. Elías, despues de asegurarse de que no habia testigos en la calle ni en ninguna ventana, se le acercaba resueltamente y se sentaba á su lado, experimentó una angustia indecible y se levantó para marcharse.

      La mujer lo detuvo y le dijo:

      —No te vayas, Manuel... Yo no te quiero mal... Yo vengo de buenas...—Dime, hijo mio: ¿qué buscas aquí? ¿Necesitas algo?—¿Por qué vistes esa ropa, impropia de tu clase? ¿Quieres que yo te dé dinero?

      El niño vestía de chaqueta, porque cuando se le quedaron chicos los trajes que sacó de su casa, y D. Trinidad quiso hacerle otros del mismo estilo, se opuso á ello con gran energía, diciéndole:—«No, señor Cura: yo no puedo costear ropa de caballero... Vístame usted de pobre...»—Abstúvose, sin embargo, de dar aquella explicacion, ni ninguna otra, á la señá María Josefa; y, en lugar de responderle, ó de volver á sentarse, púsose á escribir en el suelo con la punta del pié y á mirar atentamente aquello que escribia.

      La mujer continuó, despues de una pausa:

      —No es esto decir que la chaqueta te siente mal...—Tú estás bien de todas maneras..., pues eres un muchacho muy guapo, con dos ojos como dos soles, y además el señor Cura (Dios se lo pague) te tiene muy aseado y decente...—Pero yo quisiera hacer algo más por tí, comprarte muchas cosas, costearte una carrera en la Capital...—En fin, aunque yo he hablado ya con D. Trinidad, y él cree que estos negocios debemos arreglarlos primero tú y yo, díselo de mi parte, para que te convenzas de que no te engaño; y, si te decides á ser mi amigo, verás cómo todos lo pasamos mejor...—¿No me respondes, Manuel?—¿En qué piensas?

      El niño no contestó tampoco á este discurso, y siguió escribiendo con el pié en el suelo, donde ya podia leerse el nombre de su padre: «Rodrigo.»

      —¿Qué escribes ahí? (preguntó, despues de otra pausa, la esposa de D. Elías.) Yo no sé leer; pero me he enterado con mucho gusto de que al fin recobraste el habla...—Respóndeme, pues.—¡Cuando tú vienes aquí todas las tardes, algo quieres!...—Dímelo con franqueza...—Ó, si no, toma, y es mejor...—Tú gastarás esto en lo que necesites...

      Y le alargó un bolson de torzal encarnado, entre cuyas estiradas mallas relucia mucho oro.—Lo ménos contendria seis mil reales.

      Manuel borró con el pié el nombre del difunto caballero, y se puso á escribir otro, que resultó ser el de la madre á quien no habia conocido: «Manuela».—En cuanto al bolson, ni siquiera se dignó mirarlo; pero, para dar á entender que nada tomaria, se metió las manos en los bolsillos del pantalon.

      —¡Eres muy rencoroso, ó tienes mucho orgullo, Manuel! (dijo entónces con amargura la señá María Josefa.)—Por lo visto, crees que todos los de mi casa somos tus enemigos, y lo que es en eso te equivocas...—Figúrate que tengo una hija, á quien adoro, como tu pobre padre te adoraba á tí; la cual, esta mañana le decia á mi marido despues del almuerzo:—«Mira, papá: es menester que perdones á ese niño tan hermoso que se sienta todas las tardes ahí enfrente, y que le digas que sí á lo que venga á pedirte...—¡Á mí me da mucha lástima de él!—¡Dicen que ántes era más rico que nosotros y que la cama en que yo duermo ha sido suya!...»—¡Conque ya ves, hombre; ya ves! ¡Hasta mi Soledad se interesa por tí!

      Manuel habia levantado la cabeza y dejado de escribir en el suelo.

      —Dígame usted, señora... (pronunció entónces reposadamente:) ¿Cuántos años tiene esa niña?

      —Va á cumplir doce...—respondió la madre con incomparable dulzura.

      Manuel volvió á su distraccion, y escribió en la tierra: «Soledad.»

      —Conque ya te habrás convencido de que puedes tomar esta friolera...—añadió la buena mujer, alargándole el dinero.

      Manuel retrocedió un paso, y dijo con frialdad:

      —Señora... ¡bastante hemos hablado!

      Y, girando sobre los talones, se alejó lentamente, hasta que desapareció detras de una esquina.

      La esposa del usurero dejó caer sobre la falda la mano en que tenía aquel oro inútil, y se quedó muy pensativa y triste. Luégo se levantó, dando un gran suspiro, y penetró en la que no sabemos si se atreveria á llamar su casa.

      En cuanto al niño, no habian transcurrido cinco minutos cuando ya estaba otra vez sentado en el poyo de la acera de enfrente.

      VI.

       Índice

      SOLEDAD.

      Á los dos dias de la anterior escena, Manuel cambió las horas de su cotidiana visita á la Plazuela de los Venegas, y, en vez de por la tarde, la hizo por la mañana, constituyéndose allí á las nueve, que terminó el servicio ordinario de la Parroquia, con indudable propósito de estarse hasta la una, que era la hora de comer en casa de D. Trinidad.

      ¿Por qué este cambio?—¿Presumió el niño que á tales horas habria más entrantes y salientes en casa de Caifás, y por lo tanto mayor campo para sus observaciones? ¿ó tuvo noticia terminante y cierta de que así le sería fácil conocer á aquella niña de que le habia hablado la mujer del usurero, á aquella defensora de doce años que tanto le compadecia, á aquella Soledad inolvidable que le habia calificado de hermoso?

      Lo ignoramos completamente.—Pero el caso fué que la mañana en que hizo tal novedad, vió Manuel entrar y salir varias veces al criado y cobrador del prestamista, ora solo, ora acompañado de escribanos y de otras personas más ó ménos notables de la Ciudad, y que, cerca de las doce, volvió á salir del caseron el mismo sirviente, el cual, despues de muchos rodeos y vacilaciones, penetró СКАЧАТЬ