Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson. Vincent Bugliosi
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Название: Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson

Автор: Vincent Bugliosi

Издательство: Bookwire

Жанр: Языкознание

Серия:

isbn: 9788494968495

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СКАЧАТЬ el cable, la Sra. Chapman pensó que a lo mejor la electricidad estaba desconectada, pero cuando apretó el botón, la verja se abrió. Sacó el Times del buzón y entró aprisa en la propiedad, donde observó un coche que no conocía en la entrada, un Rambler blanco, aparcado en un ángulo extraño. Pero lo pasó de largo, como hizo con varios coches más que se encontraban más cerca del garaje, sin pensar demasiado. No era tan raro que los invitados se quedaran a dormir. Alguien había dejado la luz exterior encendida toda la noche, y se acercó al interruptor de la esquina del garaje para apagarla.

      Al final de la zona de aparcamiento pavimentada había un sendero de piedra que trazaba un semicírculo hasta la puerta principal de la vivienda. No obstante, giró a la derecha antes de llegar al camino para ir al porche de la entrada del servicio, en la parte de atrás del domicilio. La llave estaba escondida en una viga encima de la puerta. La bajó, abrió la puerta, entró y fue derecha a la cocina, donde descolgó el teléfono de extensión. Estaba cortado.

      Pensando que debía avisar a alguien de que la línea estaba cortada, cruzó el comedor hacia el salón. Entonces se paró en seco, porque dos grandes baúles de camarote azules, que no estaban allí la tarde anterior cuando se fue, le impidieron avanzar… y también por lo que vio.

      Parecía haber sangre en los baúles, en el suelo al lado de ellos, y en dos toallas que había en la entrada. No podía ver todo el salón (un largo sofá delante de la chimenea se lo impedía), pero en todas partes había manchas rojas. La puerta principal estaba entreabierta. Al mirar hacia fuera vio varios charcos de sangre en el porche de piedra. Y, más lejos, en el césped, vio un cadáver.

      Gritó, se dio la vuelta y atravesó corriendo la casa para marcharse por el mismo camino que había tomado al entrar, pero, al bajar corriendo por la entrada de la casa, cambió de dirección hacia el botón de control de la verja. Al hacerlo, pasó por el otro lado del Rambler blanco y vio por vez primera que también había un cadáver dentro del coche.

      Una vez fuera de la verja, corrió colina abajo hacia la primera casa, el 10070, llamó al timbre y aporreó la puerta. Como los Kott no respondieron, corrió hacia la siguiente casa, el 10090, golpeó la puerta y gritó: «¡Asesinato! ¡Muerte! ¡Cadáveres! ¡Sangre!».

      Jim Asin, de quince años, estaba fuera, calentando el coche de la familia. Era sábado, él era miembro del Cuerpo Policial 800 de los Boy Scouts de América y estaba esperando a su padre, Ray Asin, para que lo llevara a la División del Oeste de Los Ángeles del LAPD, donde tenía previsto trabajar en la oficina. Para cuando llegó al porche, sus padres ya habían abierto la puerta. Mientras intentaba tranquilizar a la Sra. Chapman, que estaba histérica, Jim marcó el número de emergencias de la policía. Adiestrado por los Scouts para ser exacto, anotó la hora: las ocho y treinta y tres.

      A la espera de la policía, el padre y el hijo se acercaron andando hasta la verja. El Rambler blanco estaba a unos diez metros dentro de la propiedad, demasiado lejos para distinguir nada del interior, pero sí que vieron que no había uno sino varios cables caídos. Parecía que los habían cortado.

      Tras regresar a casa, Jim telefoneó a la policía por segunda vez y, unos minutos después, por tercera.

      Hay cierta confusión en cuanto a lo que ocurrió exactamente con las llamadas. El informe policial oficial solo establece que «A las nueve horas y catorce minutos de la mañana, las unidades 8L5 y 8L62 del oeste de Los Ángeles recibieron una llamada de radio, “código dos, posible homicidio, 10050 de Cielo Drive”».

      Las unidades eran coches patrulla con un agente. Jerry Joe DeRosa, que conducía la 8L5, llegó primero con el destello de las luces y el estruendo de la sirena15. DeRosa empezó a interrogar a la Sra. Chapman, pero le resultó difícil. No solo seguía histérica, sino que era imprecisa en relación a lo que había visto («sangre, cadáveres por todas partes»), y era difícil entender con claridad los apellidos y las relaciones. Polanski. Altobelli. Frykowski.

      Ray Asin, que conocía a los vecinos del 10050 de Cielo, intervino. Rudi Altobelli era el dueño de la casa. Estaba en Europa, pero había contratado a un vigilante joven llamado William Garretson para que la cuidara. Garretson vivía en la casa de los invitados, al fondo de la propiedad. Altobelli había alquilado la vivienda principal a Roman Polanski, el director de cine, y a su esposa. Sin embargo, los Polanski se habían ido a Europa en marzo, y, mientras estaban fuera, dos amigos de ellos se habían mudado allí, Abigail Folger y Voytek Frykowski. La Sra. Polanski había vuelto hacía menos de un mes, y Frykowski y Folger se habían quedado con ella hasta el regreso de su marido. La Sra. Polanski era actriz de cine. Se llamaba Sharon Tate.

      Interrogada por DeRosa, la Sra. Chapman fue incapaz de indicar de cuáles de estas personas eran los dos cadáveres que había visto, si es que eran de ellas. A los nombres añadió otro más, el de Jay Sebring, un renombrado estilista masculino amigo de la Sra. Polanski. Lo mencionó porque recordó haber visto su Porsche negro aparcado al lado del garaje junto a otros automóviles.

      Después de coger un rifle del coche patrulla, DeRosa pidió a la Sra. Chapman que le enseñara a abrir la verja. Subió con cautela por la entrada de la propiedad hasta el Rambler y miró dentro por la ventanilla abierta. Sí, había un cadáver en el asiento del conductor, pero desplomado hacia el lado del pasajero. Varón, blanco, pelo rojizo, camisa de cuadros, pantalones vaqueros azules, camisa y pantalones empapados de sangre. Parecía joven, probablemente no llegaba a los veinte años.

      Más o menos por entonces, la unidad 8L62, conducida por el agente William T. Whisenhunt, paró delante de la verja. DeRosa regresó andando y le dijo que tenía un posible homicidio. También le enseñó a abrir la verja, y los dos agentes subieron por la entrada, DeRosa todavía con el rifle, Whisenhunt con una escopeta. Cuando Whisenhunt pasó al lado del Rambler miró dentro y observó que la ventanilla del conductor estaba bajada, y que ni las luces ni el contacto estaban puestos. Luego la pareja registró los otros automóviles y, tras encontrarlos vacíos, el garaje y la habitación de encima. Tampoco había nadie.

      Un tercer agente, Robert Burbridge, se sumó a ellos. Cuando los tres hombres alcanzaron el extremo de la zona de aparcamiento, vieron no uno sino dos cuerpos inertes en el césped. A lo lejos parecían maniquíes mojados con pintura roja y después arrojados al azar sobre la hierba.

      Se los veía grotescamente fuera de lugar sobre el bien cuidado césped, con arbustos ajardinados, flores y árboles. A la derecha estaba la propia vivienda, alargada, laberíntica, que parecía más cómoda que ostentosa, con la lámpara de carruaje que brillaba con fuerza delante de la puerta principal. Más lejos, más allá del extremo sur de la casa, vieron una esquina de la piscina, de un verde azulado resplandeciente a la luz matinal. Al lado había un pozo de los deseos rústico. A la izquierda había una cerca de madera con luces navideñas entrelazadas que seguían encendidas. Y más allá de la cerca había una magnífica vista panorámica que se extendía en la distancia desde el centro de Los Ángeles hasta la playa. Allí la vida seguía. Aquí se había detenido.

      El primer cadáver estaba entre cinco y seis metros más allá de la puerta principal del domicilio. Cuanto más se acercaban, peor aspecto adquiría. Varón, blanco, probablemente de treinta y tantos años, alrededor de un metro y setenta y cinco centímetros de altura, con botas cortas, pantalón de pata de elefante multicolor, camisa violeta, chaleco informal. Yacía de costado, tenía la cabeza apoyada en el brazo derecho y agarraba el césped con la mano izquierda. Le habían golpeado la cabeza y el rostro de una forma horrible, y docenas de heridas le habían perforado el torso y las extremidades. Parecía inconcebible que pudiera infligirse tanta violencia a un ser humano.

      El segundo cadáver estaba a unos siete metros y medio más allá del primero. Mujer, blanca, pelo moreno largo, probablemente le faltaran pocos años para cumplir los treinta. Yacía de espaldas, con los brazos СКАЧАТЬ